La sequía ha dejado de ser sólo un problema cíclico y pasajero. Los expertos ponen en evidencia que el futuro de España está en juego si no cambiamos el actual modelo de desarrollo La sequía actual se superpone a una profunda crisis medioambiental y a una situación de agudo desequilibrio hidrológico entre oferta y demanda […]
La sequía ha dejado de ser sólo un problema cíclico y pasajero. Los expertos ponen en evidencia que el futuro de España está en juego si no cambiamos el actual modelo de desarrollo
La sequía actual se superpone a una profunda crisis medioambiental y a una situación de agudo desequilibrio hidrológico entre oferta y demanda que no se resolverá con las futuras lluvias ni con nuevas infraestructuras hidrológicas. La paradoja española es que los cultivos más rentables y la mayor expansión urbanística se dan cita precisamente en las áreas más áridas de toda Europa.
Campos cuarteados y cosechas vencidas, requemadas bajo la solana inmisericorde, incendios forestales, fuentes, pozos, ríos y lagunas secas, embalses bajo mínimos de los que apenas fluye un hilo de agua que se evapora fatalmente en el camino hacia las plantaciones y las huertas. Abrasado por la sequía, el campo español emite nuevamente su grito sediento y con él ascienden los malos humores que dudan entre encomendarse al santo o arremeter contra el Gobierno de turno. Y, sin embargo, el problema, el verdadero problema, no se resume ya en la estampa de esta sequía temprana, en las conocidas calamidades de un fenómeno natural, pasajero. La cuestión de fondo es que la sequía actúa ahora en el contexto de una crisis medioambiental profunda, generalizada e inquietante y que se superpone con su carga dramática a una situación de progresivo deterioro que lleva décadas causando estragos.
Por abundantes que sean, las lluvias venideras no recompondrán el equilibrio hidrológico roto hace mucho tiempo, ni restituirán por sí mismas el déficit hídrico que ha pasado a ser estructural. Sabemos que ni el rico poso cultural del regadío legado por romanos y árabes, ni toda la potente ingeniería hidráulica que ha hecho que este país ostente, con 1.300 grandes obras, el récord mundial de superficie de presas y embalses por habitante y kilómetro cuadrado, nos preservan ya de nuestra propia deriva y mucho menos de las incertidumbres de un futuro comprometido por el calentamiento de la atmósfera y el cambio climático.
Una cuarta parte de la península Ibérica está amenazada por el proceso de desertización rampante que ha ido tiñendo de amarillo la superficie no hace tanto tiempo verde de países como Túnez o Marruecos. Tenemos a la mitad de los ríos, acuíferos y embalses sobreexplotados o severamente contaminados por los malos usos agrícolas e industriales y al 60% de nuestras aguas dulces costeras salinizadas por la intrusión marina, a causa de la reducción de los caudales de las aguas subterráneas y de superficie. Por no hablar del largo muestrario de especies acuáticas extinguidas o en situación crítica, de la regresión de dunas y deltas en el litoral, de las arrasadas praderas costeras de algas marinas en la que desovan los peces, de la desaparición de lagunas, manantiales y fuentes.
Los mismos Ojos del Guadiana, allí donde los libros de geografía situaban el resurgimiento del río, han quedado borrados de la faz de la tierra por la sobreexplotación del «Acuífero 23» que nutre los salinizados fondos del parque natural de las Tablas de Daimiel. Borrados hasta el punto de que, 30 años después de su pérdida, los tribunales de justicia les han oficiado su responso en una sentencia que los declara oficialmente inexistentes y que da la razón a los particulares que reclaman el uso de esas tierras consideradas desde siempre de dominio público.
Algo más que un caudal de H2O ¿A estas alturas, podemos permitirnos ignorar a los agoreros del cambio climático que vaticinan un panorama de desastres encadenados: sequías e inundaciones, desertización y escasez? ¿A los augures de la Organización Meteorológica Mundial que anuncian que en un par de décadas dos tercios del planeta padecerán estrés hídrico y que España está situada en una zona de riesgo? ¿Y a las academias de ciencias del G-8, a las legiones de expertos medioambientalistas que sostienen que ese cambio ya está aquí y que se manifiesta en el aumento de las temperaturas y en la proliferación de las sequías e inundaciones que han castigado a Europa en los últimos tiempos? ¿No se han apagado, por otra parte, muchas de las voces igualmente expertas que hace sólo unos años desdeñaban olímpicamente la teoría del cambio climático por considerarlo un ejercicio de ciencia-ficción?
Los Gobiernos de los países desarrollados empiezan a dar crédito a esta alarma mundial. El propio Ministerio español de Medio Ambiente incluye en su página web las estimaciones para 2050 de los efectos previstos del cambio climático en nuestro país. Según esos alarmantes cálculos, la temperatura media subirá 2,5 grados, las precipitaciones se reducirán un 10% y la humedad del suelo disminuirá en un 30%. Los valores y conceptos ecológicos han dejado de ser patrimonio de unos pocos pioneros pretendidamente atacados por la ansiedad, la exageración y la espontaneidad para incorporarse a los análisis científicos y a los programas de los Gobiernos.
No es que el mundo se esté rindiendo voluntariamente al discurso ecologista, es que la economía del sistema empieza a resentirse gravemente de los efectos del proceso, es que la realidad misma, la nueva realidad, obliga a reconsiderar los modelos. Con las resistencias lógicas que entrañan los cambios de gran envergadura (Kioto), comienza a abrirse paso una nueva mentalidad que ya no mira al río como a un puro canal de H2O, al bosque como a un simple almacén de madera y al acuífero como al depósito que se puede perforar impunemente, 100, 500, 1.000 metros, hasta extraerle sus entrañas. Ahora se descubre que el río está compuesto también de elementos sólidos: arenas necesarias para la conservación de las playas y nutrientes indispensables para la vida de los deltas y de las praderas marinas que nos aseguran la pesca; se comprueba que las formaciones boscosas son, en realidad, los mejores embalses porque guardan y filtran espaciadamente el agua, frenando las crecidas e inundaciones.
En el límite con el desierto Hay una lógica económica, antes que ideológica-ecológica, que se fundamenta en la constatación de que los viejos modelos de desarrollo conducen a la ruina y al desastre, en la seguridad empírica de que recuperar lo sacrificado en el altar de lo que fue progreso y ya no es tal resulta a veces imposible y siempre enormemente costoso. Quienes pueden permitírselo, los países ricos, se aprestan a salvar su patrimonio natural -lo que no les impide trasladar al Tercer Mundo sus industrias contaminantes- y cabe pensar que dentro de unas décadas los ríos-cloacas quedarán asociados al paisaje de los países pobres incapaces de reaccionar. Aunque los correctores lexicográficos automáticos de español refutan todavía, por extraño, el vocablo «sostenibilidad», ésa y no otra es la palabra clave de los tiempos venideros.
Sin necesidad de apuntarse al catastrofismo -ya hay bastante dramatismo artificioso en la confrontación territorial y política española por el agua-, la realidad es que nuestro sistema se nos está haciendo cada vez más vulnerable e insostenible y que frente a una demanda-exigencia de agua progresivamente mayor -crece a un ritmo del 13% anual- seguimos disponiendo de los mismos recursos: unos 110.000 hectómetros cúbicos potenciales, de los cuales únicamente son aprovechables directamente el 9%. Ese caudal limitado -menguante, cabría decir, a tenor del promedio de lluvias de los últimos años- está condicionado, además, por una orografía imposible y un régimen pluviométrico diabólicamente irregular que divide radicalmente a la Península entre la franja húmeda del norte y el resto seco.
«No es que llueva mucho menos que en el resto de Europa», aclara Adrián Baltanás, director de la empresa pública Acuamed, encargada de gran parte del centenar de actuaciones (plantas de desalinización, reutilización de aguas residuales, modernización de regadíos, mejora de abastecimientos, aprovechamiento de aguas subterráneas) encaminadas a sustituir el frustrado proyecto del trasvase del Ebro. «Si consideramos el agua que revierte en los cauces y ríos (las escorrentías), nosotros disponemos de unos 2.700 metros cúbicos (cada metro cúbico son 1.000 litros) por habitante y año, mientras que la media europea es de unos 3.000. Nuestro gran problema es la irregularidad temporal y geográfica con que llueve, y la elevada evaporación, claro».
La gran paradoja del caso español es que los productos más rentables, los que brillan en los supermercados europeos, se cultivan precisamente en el arco mediterráneo, allí donde llueve muy poco, en áreas como Almería y Murcia, las más secas del continente europeo, cuyos índices de pluviosidad les equiparan con el desierto. «El año hidrológico nos ha dado 150 litros por metro cuadrado, cuando la referencia que se establece para fijar el límite con el desierto es de 250 litros por metro cuadrado», indica Manuel Aldeguer, comisario de la cuenca del Segura. Es una contradicción irresoluble porque las ventajas de los cultivos mediterráneos, dos, tres y hasta cuatro cosechas al año, se derivan de la alta disponibilidad solar, las elevadas temperaturas medias y la ausencia de heladas.
Entre medio millón y un millón de pozos «Producimos cuando el resto de la agricultura de Europa está parada, y ésa es nuestra ventaja, el valor añadido. España es un minicontinente capaz de producir de todo, desde papaya hasta leche, pasando por maíz», subraya el secretario general para la Agricultura, Fernando Moraleda. El peso económico del arco mediterráneo se evidencia en el valor que obtienen sus exportaciones agrarias: más de 800.000 millones de pesetas en 2000, el 68% nada menos de las exportaciones agrícolas de toda España. Claro que si hablamos de Almería -el 16% de la superficie cultivada en esa provincia es de invernadero, bajo plástico-, la principal contrapartida ecológica es el vaciamiento y contaminación del gran acuífero del Campo de Dalias, que recoge las aguas de Sierra Nevada. La voz de alarma, lanzada años atrás cuando el cultivo bajo plástico alcanzó las 9.000 hectáreas, no ha impedido la continua sobreexplotación de ese acuífero y la extensión del invernadero, que hoy alcanza las 27.000 hectáreas, el equivalente a 54.000 campos de fútbol.
A la extensión continuada de los cultivos -con 3,5 millones de hectáreas, España dispone de la mayor superficie de regadíos de toda Europa-, se suma el incremento de las urbanizaciones en un área que acoge a buena parte de los 45 millones de turistas internacionales y en la que el consumo de agua ha aumentado un 30% en los últimos cinco años. Por los estudios realizados en Lanzarote se sabe que los turistas utilizan una media de 230 litros de agua por persona y día, frente a los 150-160 litros de la población española. De acuerdo con los datos de 2003, la densidad de población en las cuencas del Mediterráneo (155 habitantes por kilómetro cuadrado) está a punto de duplicar a la media nacional (86,1 habitantes por kilómetro cuadrado).
Tal y como establecen los informes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y proclama a diario la evidencia misma, en España existe «un desequilibrio agudo entre la oferta y la demanda», un desequilibrio acelerado entre lo disponible y lo necesario que ni todos los proyectos de nuevos embalses y trasvases pueden ya por sí mismos resolver. Entre otras razones, y al margen del impacto ambiental que conllevan las grandes obras, porque se ha demostrado que la política de allegar nuevos recursos hídricos a zonas de escasez crea nuevos consumos y demandas que superan las nuevas disponibilidades. Las meras expectativas de agua en las zonas costeras del levante y el sur español disparan automáticamente proyectos de urbanización y de extensión de regadíos en una dinámica aparentemente sin fin. «Detrás de la pancarta clásica: ‘El campo español se muere de sed’, lo que encontramos, a menudo, son intereses especulativos inmobiliarios», sostiene Pedro Arrojo, profesor de Análisis Económico, presidente de la Fundación Nueva Cultura del Agua y premio Goldman para Europa.
Insumisión hidrológica Contra la práctica establecida en la cultura tradicional del campo -«la acequia para el riego y el pozo para la sequía», es un dicho clásico de la huerta valenciana-, las aguas subterráneas, que sostienen el caudal mínimo de los ríos, están siendo utilizadas como recurso sistemático para resolver ese agudo desequilibrio entre oferta y demanda. Suponen más del 30% de las utilizadas en los regadíos y son las grandes desconocidas. El especialista en aguas subterráneas y catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid en Hidrología Fernando López Vera calcula que en España hay en estos momentos entre 500.000 y un millón de pozos, en su gran mayoría no declarados. «Pero, en realidad, nadie sabe lo que hay», dice, «porque manejamos información de los años ochenta. ¿Y cómo vamos a intervenir», pregunta, «si no sabemos a ciencia cierta qué es lo que tenemos delante?». Es una preocupación que comparte plenamente el secretario general para el Territorio y la Biodiversidad, Antonio Serrano. «En efecto, en el terreno estadístico hay un desbarajuste notable; no tenemos datos muy fiables», reconoce, «puesto que los diversos estudios disponibles dan resultados muy distintos».
La Ley de Aguas de 1985 estableció que las aguas subterráneas, consideradas de propiedad privada desde el Derecho romano, pasaran a ser de dominio público, exactamente igual que las superficiales. Pero los legisladores no se atrevieron a aplicar ese enunciado de forma retroactiva e incluyeron un artículo transitorio en virtud del cual los dueños de los terrenos conservan la propiedad privada de los pozos, y del agua, construidos con anterioridad a la fecha de promulgación de la ley. «En la práctica, lo que ocurre es que la gente sigue perforando pozos que no declara y que si se les detecta, les basta con argumentar que el pozo es anterior a 1985», afirma Fernando López Vera.
A su juicio, compartido por otros expertos, la ley es de difícil aplicación y habría que cambiarla. «Como los pozos siguen siendo de uso privado», explica, «se necesita una orden judicial para poder inspeccionarlos, así que cada cual hace lo que la da la gana y los que cumplen con la ley aparecen desasistidos. Tenemos una situación de insumisión hidrológica y una Administración impotente, porque las confederaciones hidrográficas se inhiben a menudo por falta de medios o de voluntad», asegura el catedrático de Hidrogeología. Mientras charla con el periodista, Fernando López Vera recibe la noticia de que en la cuenca del Segura hay 85.000 hectáreas nuevas de regadíos ilegales alimentadas con aguas subterráneas.
Las vertientes del conflicto Aunque los responsables de las confederaciones hidrográficas no comparten, por lo general, esta imagen de desgobierno, pocos niegan la conflictividad que rodea, particularmente, el uso de las aguas subterráneas. Las perforaciones ilegales y los «robos» en acequias y conducciones que, en ocasiones, transforman en un páramo plantaciones y fincas de tradición centenaria, están en el fondo de muchos de los litigios que llegan a los tribunales. Según López Vera, sólo en los juzgados de Ciudad Real debe de haber entre 2.000 y 3.000 expedientes relacionados con el agua. A la lentitud de la justicia se unen en este caso las dificultades probatorias que implica todo lo relacionado con el agua. «Es difícil probar que había agua donde ya no hay», apunta el presidente del Colegio de Geólogos, Luis Eugenio Suárez.
Aunque en un país como España el agua ha sido siempre un elemento conflictivo -«en otros tiempos se tiraba de escopeta si el vecino te robaba el agua», comenta el director general del Agua, Jaime Palop-, el asunto está adquiriendo últimamente una dimensión extraordinaria. A la conflictividad vecinal por el agua hay que sumar la confrontación entre comunidades autónomas con intereses divergentes -las diferencias entre Castilla-La Mancha y Murcia y Valencia no son el único caso-, así como la polémica abierta entre las comunidades del PP y el Gobierno central por la derogación de la ley del trasvase del Ebro.
El hecho de que el modelo de organización por cuencas fluviales, modelo inventado por España y adoptado universalmente, no coincida con la estructura autonómica tampoco facilita las cosas. «Hay un divorcio entre la gestión de cuenca y el ámbito autonómico, pero tenemos que intentar que las autonomías se sientan en las confederaciones hidrográficas como en su propia casa», afirma Jaime Palop. El agua se ha convertido en un problema de primera magnitud que condiciona drásticamente el modelo de desarrollo agrícola, puesto que la agricultura consume hoy el 80% de los recursos disponibles.