Es sabido que Chile despilfarró en gran parte la enorme riqueza que obtuvo del salitre desde la guerra del Pacífico hasta la primera guerra mundial. Lo que no es tan conocido es cómo lo hizo la oligarquía reinante. En primer lugar hay un mito respecto de que los gobiernos de la época simplemente le entregaron […]
Es sabido que Chile despilfarró en gran parte la enorme riqueza que obtuvo del salitre desde la guerra del Pacífico hasta la primera guerra mundial. Lo que no es tan conocido es cómo lo hizo la oligarquía reinante.
En primer lugar hay un mito respecto de que los gobiernos de la época simplemente le entregaron aquella riqueza a compañías extranjeras. Si bien es cierto que estas obtuvieron virtualmente regaladas las posibilidades de explotarla, no lo es menos que los sucesivos gobiernos les aplicaron un alto impuesto a sus valores de exportación: un 50%. Monto que muchos considerarían hoy como expropiatorio o «populista».
El gran problema fue que la oligarquía no aprovechó esa enorme riqueza para estimular un proceso de industrialización. Continuó aplicando un modelo liberal extremo que solo le «permitía» al Estado invertir en educación y obras públicas, dejando entregado el «resto» a las solas fuerzas del mercado, esto es, a lo que los potentados chilenos quisiesen. Y estos se siguieron orientando por su ideal de imitar la opulencia de la que hacía gala la clase alta europea; sin haber emulado antes su emprendimiento industrial. Es decir, se convierte en una clase ociosa y dispendiosa.
Los mecanismos que el Estado usó para traspasar la renta del salitre a la clase oligárquica fueron fundamentalmente dos:
• La eliminación de casi todos los impuestos que incipientemente se habían establecido para afrontar el esfuerzo bélico de la guerra del Pacífico;
• Y el crédito muy barato (además, sin indexación y en épocas de gran inflación) otorgado a los latifundistas a través de la Caja de Crédito Hipotecario, y que muchas veces ni se pagaba.
Fue tal el desenfreno en los gastos de que hizo gala gran parte de la «aristocracia» chilena que se acuñó la expresión «comerse los fundos», que tuvo muchas veces un significado literal: «José Ramón Balmaceda (hermano del presidente) perdió uno por uno los valiosos inmuebles agrícolas, situados muy cerca de Santiago (…) Un sobrino suyo, Vicente Balmaceda (…) derrochó en calaveradas otra gran fortuna agrícola (…) Al quebrar el Banco Mobiliario, Francisco Subercaseaux debió entregar diez importantes predios agrícolas» (Gonzalo Vial. Historia de Chile (1891-1973). Volumen I, Tomo II; La sociedad chilena en el cambio de siglo (1891-1920) ; Edit. Zig-Zag, 1996; p. 671).
PALACIOS LUJOSOS
«El lujo empezaba por los palacios y grandes casas (…) Los materiales eran también costosísimos (…) Las dos casas Luis XV construidas por el banquero Francisco Subercaseaux para sus hijos frente al Municipal y que subsisten (…) hasta hoy, tenían balcones, vitreaux , rejas y ferretería belgas (…) Pocos años después -una corta temporada en que el pater familias (…) recorría el viejo mundo- su hijo Julio quiso ‘darle una sorpresa’ y demolió ‘la antigua casa de Pirque, levantando en ocho meses un soberbio castillo Francisco I’ (…) Las mansiones urbanas tuvieron soberbios jardines y las campesinas, parques señoriales (…) Se ‘importó’ a los paisajistas que diseñaron estas maravillas. Arana Bórica (Parque Cousiño), el francés Guillermo Renner (Pirque, Bucalemu, Santa Rita) (…) el irlandés Guillermo O’Reilly (Lota) y el italiano Cánova (Cunaco) (…) También fueron ‘importados’ muchos arquitectos: Hénault, el italiano Provazoli (Cunaco), el francés Guerineau (Lota) (…), el alemán Teodoro Burchard (Palacio Concha o Díaz Gana), el italiano Eusebio Celli (Palacio Errázuriz), etc. (…) Plantaciones y edificios tan espléndidos exigían, por supuesto, un alhajamiento condigno (…) muebles ingleses, franceses y españoles; vajillas y porcelanas de igual origen, alfombras persas; cuadros europeos (…) sederías galas; esculturas italianas» (Ibid.; pp. 643-5).
Por otro lado, se engrosaba el servicio doméstico con «cocheros estilados, caballerizos diestros y conocedores, valets para el señor y doncellas para la señora, institutrices, reposteras, maestras de cocina» (Ibid.; p. 647). Además, «la ropa (…) era prácticamente toda extranjera de la cuna adelante. Tiendas inglesas y francesas proveían el comercio (…) Anotemos que mucha gente, justo la más rica y refinada, hacía pedidos directos a París o Londres» (pp. 647-8).
Por último, «nuestro itinerario del lujo aristocrático finalizará con la buena mesa (…) los vinos eran importados -fundamentalmente franceses y además rhin alemán y jerez español- (…) Champaña solo se bebía francés y de marcas seleccionadas (…) Almuerzo y comida corrientes constaban de cuatro o cinco platos. Había cocineros y cocineras célebres en el servicio privado. Los ‘días de santo’ eran orgías culinarias (…) El lujo viajaba desde la ciudad hasta el campo. Ropa, muebles, coches, podían ser distintos, pero eran igualmente finos. El patrón andaba ‘a la rústica’, pero su potro, montura y arreos, su chamanto y demás vestimenta huasa, sus espuelas de plata, sus chales de vicuña y sombreros de Panamá valían fortunas. Y la comida criolla suplía con el volumen las delicadezas urbanas. Además, las fiestas campesinas eran inolvidables e interminables (…) Añadamos que los periódicos rodeos duraban, cuando no semanas, algunos días. Uno que dieron los Balmaceda Valdés en la hacienda San Jerónimo, Algarrobo, abarcó tres días completos; había numerosos huéspedes, orquesta permanente, montañas de comida (ya el desayuno equivalía a un ‘pantagruélico almuerzo’), cuecas premiadas y fuegos artificiales» (Ibid.; p. 649).
A EUROPA CON UNA BURRA PARIDA
A su vez, los oligarcas más ricos iban varios años a Europa: «Partían familias completas, incluyendo niños pequeños y domésticos. Francisco Undurraga (creador de la viña que lleva su nombre) se dirigió a Europa el año 1887 con su mujer y todos sus hijos (…) Además iban la institutriz, la cocinera y el ama de leche del bebé. Completaban la comitiva una burra recién parida -por si faltaba la nodriza- y docenas de gallinas y pollos para las dietas (…) Luego las permanencias se eternizaban. Francisco Subercaseaux emprendió viaje a Europa por seis meses el año 1882; su vuelta definitiva solo vino a materializarse en 1906» (Ibid.; p. 650). Y, por cierto, el tren de vida europeo incluía «los mejores hoteles, arrendar casas lujosísimas en barrios tan distinguidos como caros, carruajes, sirvientes, un constante comprar frecuentando las tiendas más onerosas y un continuo recorrer Europa, termas, juego, restaurantes, vida social a tambor batiente» (Ibid.).
Otro elemento esencial de esta clase oligárquica era, junto con gozar de la opulencia, ostentarla. Así, se convirtió en lugar de especial lucimiento y emulación el Teatro Municipal: «Año a año, con gran publicidad, se remataba el derecho a ‘llave’ de los palcos del Teatro Municipal para asistir a la ópera» (Julio Heise. El Período Parlamentario 1861-1925 , Tomo I; Edit. Universitaria, 1982; p. 167).
Testigo de aquello fue, a fines del siglo XIX, el fotógrafo estadounidense Harry Olds: «Visité el Teatro Municipal y vi a la sociedad de Santiago en sus mejores días (…) ellos no van a ver la actuación sino que a lucirse (…) todos los hombres estaban de etiqueta con guantes blancos, sombreros altos, y las damas con vestidos de gala; fue deslumbrante. Entre actos ellos salen a lucirse a una sala contigua» (Jorge Larraín. Identidad chilena ; LOM, 2001; p. 251). Incluso, «hasta 1910, las luces del Municipal permanecieron encendidas durante las funciones» (Vial; p. 666). Y la competencia continuaba hasta la salida: «Los porteros municipales clamaban, estentóreos: ‘¡El coche de la señora X!’ Y el carruaje avanzaba solemne, escudriñado por múltiples ojos críticos, los caballos de capa y el conductor de librea… para un recorrido en ocasiones no mayor de tres cuadras» (Ibid.).
BAILES DE ETIQUETA
Otros eventos fundamentales para el lucimiento y la ostentación oligárquicos eran los bailes de etiqueta: «Además de representar los mayores escenarios del mercado matrimonial, servían para señalar sin ambages quienes formaban parte de la alta sociedad chilena. Las listas de invitados, publicadas en la vida social de la prensa santiaguina, demarcaban claramente las fronteras de lo que entonces se conocía como el gran mundo» (Manuel Vicuña. La belle epoque chilena ; Edit. Sudamericana, 2001; p. 63).
De este modo, «hubo bailes históricos por su ostentación. Como el que dio Carlos Antúnez cuando Balmaceda asumió la Presidencia. O el ‘estreno’ de María Edwards (hija del segundo Agustín y hermana del tercero): los asistentes recibieron regalos parisinos: sombreros y quitasoles las niñas; y los jóvenes, bastones, boquillas y ceniceros. Sin olvidar el ‘baile japonés’ ofrecido por Luis Gregorio Ossa, su mujer Emiliana Concha, Carlos Edwards y su mujer Margot Mackenna. El lugar escogido para el baile fue el Palacio Arrieta (…) Auténticos nipones lo decoraron. Cada pieza era una pagoda, y el patio, un jardín enano con jaulas doradas donde cantaban por docenas los pájaros. La comida también era oriental y se ingería, es claro, con palillos, reclinados los comensales sobre cojines y ante largos taburetes lacados al rojo. Innecesario parece añadir que las vestimentas fueron igualmente japonesas; no todos los invitados, sin embargo, pudieron competir con María Correa de Irarrázaval, quien hizo espectacular aparición en un palanquín negro, conducido a hombros por ocho ‘kurumayos’ ataviados con minuciosa propiedad» (Vial; pp. 665-6).
También los paseos por ciertos lugares de Santiago constituyeron, en este sentido, instancias predilectas: «Desde las once, por las mañanas, ‘hora sacramental del paseo y el aperitivo’, los elegantes recorrían el ‘centro’ santiaguino, para ver y ser vistos» (Vial; p. 661). A su vez, «el paseo vespertino de la Alameda se realizaba en primavera y otoño. Dos veces por semana la aristocracia santiaguina se daba cita (…) entre las calles Ejército y Lord Cochrane. Este paseo era amenizado por una banda de músicos del ejército que se instalaba en un tabladillo de hierro frente a la calle Amunátegui. En provincias se realizaba el día domingo, después de la última misa, en la plaza municipal (…) Desde un quiosco la banda de la guarnición militar ejecutaba los más conocidos trozos de ópera (…) En el Parque Cousiño el paseo era de carruajes y se realizaba los días jueves (…) hasta que el servicio de tranvías permitió el acceso (al parque) de personas modestas» (Heise; pp. 166-7).
CARRERAS DE CABALLOS
Otro lugar para estos menesteres fueron las carreras de caballos del Club Hípico, donde «las tribunas y el paddock se repletaban de mujeres que rivalizaban por su elegancia y distinción. Vestían trajes (…) de seda ligera y de colores claros, encargados a Francia y escogidos en los últimos figurines de la moda parisiense (…) se completaba el vestuario femenino con hermosos sombreros de grandes alas y quitasoles franceses con finos y delicados encajes. Los hombres vestían chaqué o levita gris y sombrero de copa de igual color. Llevaban bastón con puño de oro o plata y guantes de color amarillo claro. Al finalizar el siglo, Alberto Blest Bascuñán, hijo del novelista y embajador de Chile en Francia, introdujo la moda de las polainas blancas, de los abrigos cortos, de los cuellos muy altos y de la flor en el ojal» (Ibid.; pp. 165-6).
El Club Hípico servía también para ostentar «los riquísimos carruajes arrastrados por troncos de fina sangre, los afamados caballos cleveland de trote largo. Al comenzar el siglo aparecen las ‘victorias’; los breaks , coches de cuatro ruedas con pescante elevado; los pequeños tonneaux con toldo de seda de colores claros, y el buggy de dos ruedas que se usaba en los centros de veraneo, y los grades mail coach de cuatro caballos. Llamaban especialmente la atención los lujosos mail coach de Carlos Cousiño, Francisco Undurraga, Vicente Balmaceda y el de la familia Irarrázaval Zañartu, y las hermosas ‘victorias’ de Claudio Vicuña y Agustín Edwards» (Ibid.; p. 166).
SUS BALNEARIOS
Asimismo, las familias de clase alta rivalizaban en levantar las más hermosas residencias de veraneo creando balnearios como los de Viña del Mar y Cartagena. Así, Viña fue definido por Rubén Darío (que vivió en Chile entre 1886 y 1889) como «el Versalles chileno; preciosa población de chalets , quintas y palacios de hadas» (Ibid.; p. 165); y la escritora Inés Echeverría (Iris) describió irónicamente el significado del veraneo en el Gran Hotel de Miramar en Viña: «Todos los años por el mes de febrero, se representa en este bellísimo escenario, verdadero pináculo del país, una comedia en cuatro actos que corresponde a las cuatro semanas del mes en curso. Los autores son más o menos los mismos de siempre. La Compañía de Teatro la componen hacendados acaudalados o mayores contribuyentes, diplomáticos distinguidos, políticos notables, banqueros famosos (…) gentes que tratan de divertirse y cuyo decálogo es el menú. Vienen a lucirse empeñados sin cesar en la lucha de parecer (…) ¿Qué se representa? (…) El tema principal representa la vanidad, vanidad de ser alguien muy altamente colocado o muy conspicuo» (Luis Barros Lezaeta y Ximena Vergara Johnson. El modo de ser aristocrático. El caso de la oligarquía chilena hacia 1900 ; Edit. Aconcagua, 1978; p. 61).
Evidentemente, esta mentalidad y comportamiento condujeron a derrochar la gigantesca riqueza del salitre, riqueza aumentada por el hecho de que nuestro país dispuso del monopolio de dicho producto -fundamental como fertilizante natural- hasta el descubrimiento del salitre sintético durante la primera guerra mundial. El carácter derrochador y ocioso que caracterizó al grueso de la clase oligárquica -complementado con su visión libremercadista- hizo imposible que ésta promoviera un efectivo desarrollo económico e industrial del país.
(*) Este artículo es parte de una serie que pretende resaltar aspectos o episodios relevantes de nuestra historia que permanecen olvidados. Ellos constituyen elaboraciones extraídas del libro del autor, Los mitos de la democracia chilena, publicado por Editorial Catalonia.
Publicado en «Punto Final», edición Nº 852, 27 de mayo 2016.