El Estado fundado por Fidel Castro sobrevive a todo: a catástrofes naturales, a vaivenes económicos globales, a la intermitente hostilidad yankee. La única amenaza que podría hacerlo implosionar, analiza el cubano Juan Orlando Pérez, es el mismo Estado, que aún se sostiene bajo la leyenda vanidosa de su líder. Frente la retirada de Raúl Castro […]
El Estado fundado por Fidel Castro sobrevive a todo: a catástrofes naturales, a vaivenes económicos globales, a la intermitente hostilidad yankee. La única amenaza que podría hacerlo implosionar, analiza el cubano Juan Orlando Pérez, es el mismo Estado, que aún se sostiene bajo la leyenda vanidosa de su líder. Frente la retirada de Raúl Castro del poder, las especulaciones no quedan aisladas. El autor imagina un duelo en el Partido entre los que siguen defendiendo la revolución y los que sacan cuentas para quedarse con medio Varadero.
Ni Donald Trump ni los cuentapropistas. Ni la crisis venezolana ni las Damas de Blanco. Ni la OEA ni El Sexto. Ni tres millones de exiliados ni la Muestra (de cine) Joven. Ni el precio mundial del petróleo ni los centristas. Ni OnCuba ni El Estornudo.
El gobierno cubano parece, llegado este punto, invencible, inexpugnable, como si fuera a durar los mil años que Hitler anhelaba que durara el Tercer Reich.
Podría llegar a la isla una tormenta diez veces más feroz que Irma, podría subir por la calle San Lázaro desde el Prado hasta la universidad, echar abajo toda Centro Habana, y que solo quedara en pie, con el mar a la altura del piso cinco, el hospital Ameijeiras, que el gobierno se las ingeniaría para sobrevivir semejante catástrofe, recoger a los muertos y mantener a raya a los descontentos, y hasta se vanagloriaría en Granma de su eficientísima administración de la tragedia, de su propia nobleza y munificencia.
Podría repetirse 1929, otro Martes Negro, una caída de la bolsa en Wall Street tan honda que cada millón de dólares en los bancos del mundo valga de repente cincuenta centavos, y se vacíen estruendosamente los hoteles de La Habana, Varadero y Cayo Como Se Llame, ni turistas canadienses, ni ingleses, ni siquiera cubanetes de Miami.
Caerían la mayoría de los gobiernos de Europa y América Latina, pero no el de Cuba, que se ufanaría en Granma y en Cubadebate de haber pronosticado correctamente la crisis general del capitalismo, y anunciaría la libre circulación del rublo y el renminbi en la isla, media papa costaría cinco rublos, y Granma mismo, cincuenta kopeks o cinco yuanes.
Podría ser sucedido Trump por un Frankenstein hecho con partes de George Wallace, Joseph McCarthy, Barry Goldwater, Richard Nixon, Ronald Reagan y Dick Cheney, que amenace con aniquilar al gobierno cubano, ocupar la isla y convertirla, toda ella, no ya en un estado de la Unión, o siquiera un segundo Puerto Rico, sino en un territorio especial controlado por la alcaldía de Cayo Hueso.
A menos que el gobierno cubano haya vaciado diez cápsulas de ébola en el Mississippi, o haya regado Novichok en la fiesta de Año Nuevo en Times Square o en las celebraciones del 4 de julio en Filadelfia, o haya hecho algo igual de estúpido, haya dejado que ISIS creara un campo de entrenamiento en la Isla de la Juventud, o que Corea del Norte lanzara un ataque sónico contra los diplomáticos norteamericanos en La Habana (oh!…), es difícil imaginar que incluso el más belicoso presidente norteamericano, teniendo que resolver tantos otros más graves asuntos, quiera lanzarse a conquistar Pinar del Río y Las Tunas, a plantar su bandera no en Pyongyang o Teherán, sino en los mogotes de Viñales y en la casa de Kiki y Marina.
Podrían volver el hambre y los apagones de 1993, que el gobierno cubano, habiendo aprendido entonces una muy útil lección sobre su pueblo, sobre su carácter y valor, sobre lo que quieren y lo que están dispuestos a pagar por su libertad, no esperaría que doscientos malencarados salieran a la calle a protestar para usar el más efectivo recurso en su amplia colección de trucos políticos, abrir las puertas del país, el que se quiera ir, que se vaya. Eso nunca les ha fallado. Inmigración expediría pasaportes express, a diez pesos, cubanos. En veinticuatro horas, la gente podría ir de Cienfuegos o Morón a Novosibirsk, y veinte años después, en la capital de Siberia se podrían comer pastelitos de guayaba y de coco tan buenos como los de Miami.
Ni el hambre, ni el más hostil y brutal presidente norteamericano, ni los vaivenes de la economía mundial, ni las catástrofes naturales, ni la oposición interna, ni el exilio, ni el nuevo periodismo independiente cubano amenazan seriamente, ahora mismo, la continuidad del Estado fundado por Fidel Castro. Solo queda un último factor de cambio, peligrosísimo, que el gobierno cubano no puede controlar tan hábilmente como controla y anula todos los demás, él mismo.
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Habiéndole robado todo al país, su libertad, su orgullo, su historia, el grupo que gobierna Cuba le quitó también la habilidad para deshacerse de él. Desarticulada por un meticuloso, refinado aparato de vigilancia y represión, horadada física, emocional e intelectualmente por sesenta años de copiosa emigración, exhausta, cínica, desinformada, ineducada, sin líderes y sin ilusiones, la sociedad cubana no ha vuelto, seriamente, a plantarle cara al Estado desde el 5 de agosto de 1994, cuando los rufianes de Centro Habana, oyendo que venía el Comandante a parar la revuelta, dejaron caer las piedras que tenían en las manos y comenzaron a gritar estentóreos vivafideles.
El único actor político que queda en la isla con capacidad de cambiar al país es el propio Estado, o más exactamente, las personas que se hacen pasar por él. Esta semana, hubo cambio en la Jefatura del Estado, y alguien distinto a Raúl Castro fue proclamado presidente. Nadie espera que cambie nada, y nada cambiará, no inmediatamente, porque Raúl, mientras viva y pueda mandar, será todavía quien mande. Pero su retiro aparente, y su muerte, eventualmente, junto con la de los últimos guerrilleros de la Sierra Maestra, acelera un proceso que comenzó cuando Fidel cayó enfermo en 2006, la degradación y fragmentación de la autoridad política e intelectual de los líderes de la revolución de 1959, y su inevitable disolución.
Si a algo hay que atribuir la sorprendente duración de este gobierno cubano es a la feroz concentración de la autoridad del Estado en la figura de Fidel, que usó esa autoridad como si hubiera sido, no Stalin, Luis XIV, un rey escogido por Dios, un hombre hecho con luz de sol.
No fue Fidel un simple, vulgar tirano, y creer que lo era, fue frecuentemente el primer error que cometieron sus enemigos. La fuente de su autoridad no era el Politburó soviético, ni los generales de las FAR, ni la Seguridad del Estado, aunque todos ellos contribuyeran decisivamente a protegerla, ni siquiera la honesta devoción que la mayoría de su pueblo tuvo por él durante muchos años, sino él mismo, su leyenda, y su rebosante vanidad y sentido de superioridad sobre los demás, un defecto moral que frecuentemente fue llamado, imbécilmente, «carisma» y, aún peor, «genio».
Raúl, de quien podría decirse lo que Churchill dijo de Attlee, que es un hombre modesto con muchas razones para serlo, fue incorporado, política y simbólicamente, a la figura y el legado de Fidel, hasta el punto de perder su propia personalidad histórica, y en los doce años que han pasado desde que sucedió a su hermano, ha gobernado Cuba como si su etapa no fuera más que un largo epílogo de la anterior. Ha hecho mucho, pero nada, salvo negociar aquel breve armisticio con Obama, ha sido esencial, casi todo correcciones de los excesos y abusos de Fidel, y ha cometido bastantes abusos propios.
Con Raúl, cuando no pueda seguir dando órdenes, o muera, se extinguirá definitivamente el poder que Fidel acumuló y ejerció impunemente, que no es un título, ni tres, no es transferible, no lo puede pasar la Asamblea Nacional de Raúl a nadie, ni siquiera a otro Castro, lo que debería proporcionar a todos los cubanos una suerte de consuelo.
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La desaparición de la fuente original de poder y legitimidad del Estado cubano podría ser, al final, lo que haga que la isla se ponga de nuevo en movimiento. Necesariamente, la autoridad del Estado deberá ser reconstruida, nuevas fuentes de poder emergerán, Cuba no se convertirá en Libia, o en Somalia, donde el Estado desapareció junto con los tiranos que habían gobernado esos países con omnipotencia.
Cuando se queden solos, no esta semana, no el año que viene, después, los nuevos gobernantes cubanos tendrán que hacer algo que nunca han hecho jamás, política. Se sabe muy poco de ellos, de estos mustios diazcaneles, de lo que saben, de lo que piensan realmente, de su carácter, de sus gustos, de sus ambiciones, además de la muy obvia de sobrevivir.
Sin Raúl para mediar y decidir, quién sabe cómo se las arreglarán para acordar qué hacer cuando no tengan consenso para una cosa u otra. Es imposible pronosticar cómo reaccionarían ante acontecimientos internacionales que podrían golpear a Cuba cruelmente, la caída del tenebroso post-chavismo en Venezuela, el agravamiento de esta incipiente, segunda Guerra Fría entre Rusia y Estados Unidos, otra crisis financiera global. Nadie podría decir si, en caso de otro maleconazo, Miguel Díaz-Canel se plantaría en el Prado a ver quién se atreve a tirarle una piedra, como hizo brillantemente Fidel, o sacaría los tanques a las calles, tendría su Tiananmén.
Algunos observadores creen que en esa fila de blancas guayaberas que rodea a Raúl Castro hay un Gorbachov, o un Adolfo Suárez, un reformista disfrazado de talibán que, cuando tenga la oportunidad, saldrá del closet y se declarará demócrata. Quién sabe, a lo mejor en el futuro el aeropuerto de Santa Clara llevará el nombre de Díaz-Canel, como el de Barajas lleva ahora el de quien fue gobernador de Segovia y Secretario General del Movimiento Nacional durante las postrimerías del franquismo.
Sería una sorpresa, porque si hay algo notable en esa generación de burócratas del Partido y jefes militares a la que Raúl aparentemente está abriendo el paso, es su robusta, descarada mediocridad, no hay ninguna indicación de que ninguno de ellos tenga ya no conocimientos básicos sobre el mundo y su propio país, sino al menos mínima curiosidad intelectual, y la rara habilidad de pensar lo que nadie ha pensado antes.
Mientras lo vieron necesario, Suárez y Gorbachov pretendieron, el uno, ser tan franquista como Franco, y el otro, la reencarnación de Lenin, pero nadie nunca creyó que eran ignorantes o idiotas, que es la impresión que los sucesores de Raúl provocan en los que los oyen hablar. Quizás, en privado, cuando están seguros de que nadie los oye, salvo sus amigos más leales, estos gaznápiros se convierten de repente en una combinación sacrílega de Oscar Wilde y Groucho Marx, ingeniosos y cortantes, disertan brillantemente sobre cualquier tema que cruce su imaginación, hablan de literatura y música clásica y The Shape of Water y Kendrick Lamar, admiten que la alharaca sobre «esa película y Martí» fue una equivocación, discuten sobre lo que quisieran hacer para transformar la agricultura cubana o reformar los tribunales o insuflarle un poco de vida y del idioma español a Granma, especulan sobre lo que harían en Siria si fueran Trump, y lo que harían si fueran Putin. Francamente, ¿alguien cree que esto es siquiera posible? Algunos de ellos no podrían encontrar Siria en un mapa.
No importa cuán ignorantes sean los sucesores de Raúl, o bien, sí importa, por el daño que su ignorancia y crueldad causarán al país, por todos los innecesarios sufrimientos que los cubanos padecerán mientras aparece una salida a este atolladero, pero más importa el hecho de que posean una común característica política, su pequeñez.
Esos pigmeos terminarán peleando entre sí, tratando cada uno de escapar con un pedazo del decrépito edificio del Estado castrista antes de que se derrumbe. Algunos querrán apoderarse de los restos del ideario original de la revolución y de esos retratos de cartón de Marx, Engels y Lenin que adornaban los congresos del Partido, y ya no, pero deben estar guardados en alguna parte, mientras que otros preferirán quedarse con ETECSA o con medio Varadero.
Los dividirán todos los grandes temas eternamente pospuestos por Raúl, desde la reforma del Estado hasta el matrimonio gay, y lo primero que los podría dividir, y permanentemente, sería cómo responder a una más animada actividad opositora en el país tras la muerte o incapacidad de Raúl, con diálogo, con indiferencia o a golpes. En ausencia de un líder indiscutible, que todos acaten, de un propósito común, y de un sistema ideológico coherente, tres cosas de las que estos nuevos gobernantes carecerán, se formarán previsiblemente clanes y fracciones que encontrarán crecientemente difícil convivir, no se diga colaborar.
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No sería nada extraordinario, lo inusual es que no haya pasado antes. Los politburós comunistas en Europa del Este y la Unión Soviética fueron nidos de víboras, Erich Honecker forzó el retiro de Walter Ulbricht en Alemania Oriental, Nicolae Ceauşescu peleó con Gheorghe Apóstol por el poder en Rumanía, Antonin Novotný fue desplazado por Alexander Dubček en Checoslovaquia, y, por supuesto, el Kremlin fue durante décadas un matadero.
Quizás dentro de tres o cuatro años El Estornudo esté comentando cómo un nuevo bloque de reformistas en el Consejo de Estado orquestó la destitución de Díaz-Canel, visto como el títere de una facción neocastrista, un líder apático, ineficiente y ampliamente despreciado, mientras en la Asamblea Nacional ocurren cosas nunca vistas, votaciones no unánimes, fragmentación, aparición de bancadas rivales, discursos mencionando la palabra «democracia» no para referirse a la de tipo «socialista», y un diputado sugiriendo que el artículo 5, capítulo 1 de la Constitución, el que establece la supremacía del Partido Comunista, debe ser anulado, y recibiendo a la vez abucheos y aplausos.
Cuando se llegue a ese punto, todo podría pasar.
No sería necesario que un huracán como Irma llegara a La Habana para derribar a esos capitostes. Cualquier vientecito podría hacerlo. O un puñado de rufianes de Centro Habana.
Juan Orlando Pérez. Periodista cubano. Estudió y enseñó periodismo en la Universidad de La Habana. Creyó él mismo ser periodista en Cuba durante varios años hasta que le hicieron ver su error. Fue a parar a Londres, en vez de al fondo del mar. Tiene un título de doctor por la Universidad de Westminster, que no encuentra en ninguna parte, si alguien lo encuentra que le avise. Tiene, y eso sí lo puede probar, un pasaporte británico, aunque no el acento ni las buenas maneras. La Universidad de Roehampton ha pagado puntualmente su salario por casi una década. Sus alumnos ahora se llaman Sarah, Jack, Ingrid y Mohammed, no Jorge Luis, Yohandy y Liset, como antes, pero salvo ese detalle, son iguales, la inocencia, la galante generosidad y la mala ortografía de los jóvenes son universales. Ahora solo escribe a regañadientes, a empujones, como en esta columna. La caída del título es la suya, no le ha llegado noticia de que haya caído o vaya pronto a caer nada más.