Desde los tiempos en que Bolívar escribió su «Carta de Jamaica», una tarea fundamental de este continente es el diálogo entre la unidad y la diversidad. Mentiríamos si dijéramos que nuestra América es una: por todas partes surge la evidencia de su pluralidad: desde los desiertos de coyotes de Sonora hasta los «vértigos horizontales» de […]
Desde los tiempos en que Bolívar escribió su «Carta de Jamaica», una tarea fundamental de este continente es el diálogo entre la unidad y la diversidad. Mentiríamos si dijéramos que nuestra América es una: por todas partes surge la evidencia de su pluralidad: desde los desiertos de coyotes de Sonora hasta los «vértigos horizontales» de la Patagonia, desde los incontables azules del Caribe hasta ese «verde que es de todos los colores» de la cordillera y la selva, desde el aire de fuego de las costas caribeñas hasta la noche blanca de los páramos, desde la fecundidad de valles y de pampas hasta lo que llamaba Neruda «el estelar caballo desbocado del hielo».
Y no hablo solo de la extraordinaria diversidad geográfica y biológica sino, en ella y sobre ella, de la diversidad de los pueblos y de sus culturas, o de algo más sugestivo aún, los muchos matices irrenunciables de una vasta cultura continental.
En esa misma «Carta de Jamaica» Bolívar afirmaba que «somos un pequeño género humano». Dos siglos después, hay que quitarle el adjetivo «pequeño» a esa frase, y afirmar que somos una muestra muy amplia de lo que es el género humano, porque tal vez en ningún otro lugar del planeta está más presente la diversidad de la especie. Alguna vez el doctor Samuel Johnson le dijo a James Boswell: «Amigo mío, si alguien está cansado de Londres, está cansado de la vida, porque Londres tiene todo lo que la vida puede ofrecer». Pero ¿qué es hoy la diversidad de Londres, de París o de Nueva York comparada con la diversidad de Sao Paulo, de México, de Buenos Aires o de las Antillas? Las viejas metrópolis se apresuran a imitarnos y se llenan vertiginosamente de inmigrantes, Londres se llena de caribeños pero sin el mar Caribe a la vista, París se llena de muecines y de senegaleses pero no tiene el desierto ni las praderas fluviales de África, Madrid ve llegar a los sudamericanos, pero siguen estando lejos los Andes y la selva amazónica.
Europa sigue siendo un continente de tamaño humano, como diría George Steiner: el continente de los cafés, el continente que fue medido por las pisadas de los caminantes, el continente que ha convertido sus calles y sus plazas en una memoria de grandes hombres y de hechos históricos, el continente que descubrió que dios tiene rostro humano. Nuestra América es definitivamente otra cosa, aquí la naturaleza no ha sido borrada, aquí sí hay verdaderas selvas y verdaderos desiertos. Allá todos los caminos llevan a Roma, aquí todas las aguas buscan el río, nada tiene unas dimensiones humanas, todo nos excede, y Dios mismo necesita de otros rostros y de otras metáforas para ser concebido, para ser celebrado.
Fue Paul Verlaine, maestro sensorial y musical de los poetas hispanoamericanos, quien escribió en su arte poético que lo importante no es el color sino el matiz, y creo que si a algo nos hemos aplicado los pueblos de este continente es a desplegar y ahondar en los matices locales y particulares de una cultura cuyos trazos generales son similares.
Quiero decir con ello que hay una característica común de la cultura latinoamericana y es que nada en ella puede reclamarse hoy como absolutamente nativo, salvo quizá esos pueblos mágicos del Amazonas que nunca han entrado en contacto con algo distinto. En otras regiones del mundo, hasta hace poco tiempo, podía hablarse de pureza, de razas puras, de lenguas incontaminadas. Aquí las mezclas comenzaron muy temprano, no para llegar a lo indiferenciado sino para producir en todos los casos cosas verdaderamente nuevas. Digamos que en nuestra cultura continental casi nada es nativo pero todo es original.
John Keats decía que explicar un poema puede equivaler a «destejer el arco iris»; lo mismo podríamos decir del proceso de revelar todas las tradiciones, todas las fusiones, que llevaron al nacimiento de la cumbia o del tango, de Pedro Páramo o de Macondo, de la obra de Niemeyer o la de Borges.
Caminaba yo una vez por un museo de México cuando pasaron a mi lado dos personas y alcancé a oír que una decía a la otra: «Hay tres culturas en el mundo, la asiática del arroz, la europea del trigo y la americana del maíz». La frase, recibida así «por los caminos del viento» como dice la canción, no me pareció tan importante por su contenido cuanto por su enfoque. Dejaba al África por fuera, y eso ya era grave, pero atribuir la raíz última de la cultura a la alimentación y a los bienes básicos de la naturaleza me pareció original en el sentido profundo de que habla de orígenes. En esa medida podríamos decir que aunque los pueblos nativos de América eran muy distintos unos de otros, aztecas, incas, muiscas, sioux, arhuacos, tainos, los centenares de pueblos que habitaban el continente compartían la cultura del maíz, y no hablo solo de los hábitos alimenticios sino de los dioses, los ritos y las pautas de civilización que nacen de él.
Hoy se habla mucho de globalización, pero ese proceso comenzó hace siglos. Ya el cristianismo, que fundió en su trinidad mitos hebreos, ideas griegas y ambiciones romanas era un fenómeno de globalización. Y lo que suele llamarse el descubrimiento y la conquista de América fue una de las grandes avanzadas de ese viento global. Hoy, si en algo estamos globalizados, es en el modo como los distintos pueblos del mundo compartimos los productos de la naturaleza: yo he visto maizales en Illinois, en el norte de Italia y en las praderas de Katmandú, he visto trigales en Rosario y en las llanuras de Francia, sé de los arrozales de Birmania y de los del Tolima.
Ello parece decirnos que no reinan ya los dioses del lugar, que muchas cosas que antes eran locales son planetarias, que las divinidades del opio, del vino, de la amonita muscárida o del cornezuelo de centeno hace rato reinan sobre el planeta entero y ya no instauran religiones, en el sentido profundo de ritos que religuen a los seres humanos.
En el humano luchan y dialogan dos tendencias distintas: el interminable deseo de arraigar y la insaciable necesidad de otros mundos y otros cielos. Si hasta el árbol, que parece tan condenado a no moverse, arroja al viento sus nubes de semillas y hace crecer sus hijos muy lejos, qué decir de esta especie nuestra siempre insatisfecha, que arraigada en la patria sueña mundos desconocidos, y extraviada en el exilio añora sin fin el paraíso perdido. Hace unas semanas pude ver cómo los noruegos, grandes caminantes y grandes navegantes, que viven hoy en un país próspero y confortable, sienten su costa como un hermoso barco encallado en la vecindad de los hielos, y viven un anhelo profundo de tierras remotas y de mares tórridos. Esto es tan intenso que incluso beben un Aquavit que tiene que haber ido hacia el sur hasta cruzar la línea ecuatorial y haber vuelto, para tener el gusto adecuado.
La humana es una historia de diásporas. Según dicen las noticias recientes, esos dos mil seres a los que alguna vez se redujo la humanidad, en el momento más vulnerable de su existencia, se dispersaron en pequeñas hordas por el mapa del África hace cientos de miles de años, y cuando volvieron a verse eran ya tan distintos, que parecían a punto de configurar varias especies. Nosotros mismos tenemos que admitir que los nativos de América, los primitivos habitantes del territorio, llegaron algún día por caminos de hielo desde las estepas del Asia, o navegando desde la Polinesia hasta las costas de Chile. Así que todo arraigo es hijo de una diáspora previa, y tal vez todo amor por el suelo nativo oculta la honda nostalgia de una tierra perdida en los meandros del pasado.
Lo nuestro es la edad de las naciones, y entre nosotros esos estados nacionales son un fenómeno tan reciente que casi puede observarse a simple vista. Venimos de formar parte subalterna del primer gran imperio planetario, y hace apenas dos siglos los distintos países emergimos a un intento de vida independiente. Pero ya las sociedades anteriores a la llegada de los europeos habían alcanzado ciertos rasgos distintivos que después la historia no ha podido borrar: el culto al padre mítico y el diálogo con la muerte propio de la cultura mexicana, la fragmentación mítica del territorio propia de la cultura colombiana, la insularidad de la cultura cubana, la noción del triple mundo propia de la cultura incaica, los mundos del cóndor, del puma y de la serpiente, que eran desde temprano la percepción de una realidad en la que tienen que dialogar y entenderse de un modo complejo las montañas nevadas, las fértiles tierras medias y la selva fluvial.
La violenta conquista y la edad colonial rompieron muchas cosas y añadieron muchas otras al mosaico: pienso en la reviviscencia del culto de la diosa madre indígena de las lagunas bajo la forma de las vírgenes mestizas de Guadalupe, o de Chiquinquirá. Hay en el altar mayor de la iglesia de San Francisco en Quito la imagen de una virgen alada y grávida que no es posible encontrar en la iconografía católica europea. Muchos la asocian con la virgen alada que Juan de Patmos describe en el Apocalipsis, pero los estudiosos del arte religioso colonial ven en ella una representación de la Pachamama incaica, y dicen que el artista tallador, Bernardo de Legarda, un indígena quiteño, solo se animó a hacer sus vírgenes aladas, muchas de ellas con rostros indios, cuando vio llegar en barcos a las costas del Pacífico unas muñecas birmanas de madera.
Así son los caminos de nuestra cultura: a veces utilizamos los aportes del mundo entero para expresar lo más profundo y original de nuestro ser. El vistoso politeísmo del santoral católico latinoamericano logra mediante complejas astucias rituales que el culto de un dios único no sea incompatible con el culto de infinitas divinidades menores, identificables y especializadas. Y Derek Walcott argumentó con gran belleza y sabiduría en su discurso para recibir el Premio Nobel de Literatura en 1992, que la mirada colonial, el discurso superficial de las metrópolis, no advierte que en nuestras aparentes imitaciones hay una originalidad nueva, la expresión de algo que no es derivación sino plenitud presente; que la representación del Ramayana que hacen en verano en Trinidad incontables muchachos de origen hindú no es una obra de teatro sino una obra de fe, no es imitación sino originalidad.
En nada se advierte tan nítidamente el modo como lo ajeno se volvió carne y sangre propia como en el vasto tejido de las lenguas europeas llegadas a América, en las que empezaron a circular desde muy temprano las savias del mundo americano, y en cuyas literaturas fue emergiendo la exuberancia de las distintas regiones del continente. Las literaturas americanas son fruto del encuentro de unas lenguas ya formadas con un mundo desconocido. La tensión entre unas lenguas establecidas y un mundo sorprendente representó para nosotros desde el comienzo la tensión entre lo real y lo mágico, ya que la magia no es más que lo que obedece a otras leyes.
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Es conveniente recordar que, aunque las civilizaciones del planeta registran una historia varias veces milenaria, hace apenas cinco siglos dos mitades del mundo estaban completamente incomunicadas. La tierra, como la luna, tenía una cara oculta, y el encuentro entre esas dos maneras de lo humano desarrolladas a lo largo de los milenios de un modo independiente planteaba los más apasionantes desafíos para la vida y para la imaginación. Fue algo más extraño aún que si el latín hubiera arraigado en África; fue como si, a consecuencia de las aventuras en el espacio exterior, el inglés arraigara en algún planeta con vida inteligente.
Ahora bien, es muy distinto lo que ocurrió en las dos mitades del continente americano. En el norte la lengua inglesa solo tuvo que hacer un esfuerzo por reconocer el mundo físico y por permitir que las culturas llegadas de lejos arraigaran en él, en tanto que en la América Latina, donde florecían diversas y complejas civilizaciones, y donde no fueron exterminados completamente los pueblos indígenas, las lenguas latinas tuvieron que dialogar con las lenguas nativas, aunque ese no fuera su propósito inicial, y todavía hoy siguen haciéndolo. Lo que en los últimos siglos, de un modo creciente, ha mostrado nuestra literatura es el modo gradual como asciende a través de una lengua ajena la savia de un mundo nativo, con sus colores y sus metáforas, con sus sueños más inexplicables y sus recuerdos más profundos, con la radical extrañeza de sus modos de representación. Se siente en ella la profusión, la exuberancia, el colorido y la fragancia de una tierra nueva, de unas selvas que no habían sido taladas jamás, de una fecundidad de los suelos, de una abundancia de mamíferos y de insectos, de reptiles y de aves en la que nuestra época de postrimerías bien puede encontrar las virtudes del Paraíso.
La literatura de la América Latina comenzó con las crónicas de Indias. Detrás de las campañas casi siempre brutales de los conquistadores avanzó una asombrada legión de cronistas describiendo la naturaleza, interrogando las selvas, los suelos, los climas, la fauna, las culturas nativas, sus costumbres y sus mitologías. Dado que los grandes letrados permanecieron en el mundo europeo, la historia tuvo que improvisar sus historiadores, sus narradores y sus poetas, con soldados más llenos de curiosidad que de información, hombres apenas formados en la tradición cultural de sus tierras de origen, pero dueños de un singular espíritu de observación y de esa extraordinaria audacia mental que caracterizaba a los hombres del Renacimiento.
Y allí ocurrió un fenómeno muy significativo: muchos querían solamente cantar las hazañas de los grandes capitanes de conquista, querían pintar sus retratos con el paisaje de fondo del mundo americano, pero ese escenario era tan vigoroso que muchas veces el retrato se perdió detrás de las selvas y las anacondas, de los caimanes y los ríos, de las tempestades y los pájaros. El mundo americano avanzó como una enredadera sobre las páginas de los cronistas, y lo invadió por completo, y les demostró que aquí el hombre no puede llenar todo el cuadro. Los cronistas de Indias no podían bastarse con repetir lo aprendido en su mundo de origen, y dado que «en los comienzos de una literatura nombrar equivale a crear», aquellos aventureros tuvieron que inventar un lenguaje y prepararon el terreno para una extraordinaria literatura.
Desde temprano se empezó a hablar en el arte y en la literatura del barroco latinoamericano. Pero si el barroco, como ha dicho Borges, es la manifestación final de todo arte, ese momento en que un lenguaje extrema sus posibilidades y «linda con su propia caricatura», el arte de nuestros orígenes no podía corresponder a esa definición crepuscular. A los europeos les parecieron barrocas esas fachadas de los templos católicos donde se combinaban de un modo imaginativo y caprichoso los decorados del Renacimiento con los dibujos de las tradiciones indígenas, pero esas cosas no obedecían a razones ornamentales, ostentosas o retóricas, sino a necesidades concretas, una de las cuales era hacer convivir las culturas y fusionar sus símbolos en una estética que difícilmente podía caracterizarse por su austeridad.
Hace poco, visitando la ciudad del Cuzco me contaron que en los primeros tiempos, después de construida la catedral sobre las ruinas del templo del Sol, los sacerdotes católicos les preguntaron a los jefes incas por qué los nativos no entraban al templo, si había sido construido para ellos. Los jefes contestaron que no podían ver como un sitio de culto un lugar donde no entrara el sol. Los sacerdotes tuvieron entonces la idea de abrir unas ventanas hacia el oeste que recibieran la luz de la mañana, y disponer grandes espejos en el interior para que la luz se multiplicara por todas partes. Solo después de esto los indios entraron finalmente en el templo, pero quizá no del todo a adorar al dios cristiano sino porque el dios solar había hecho suyo el recinto. Y ya en la propia España se habían dado por siglos fusiones entre el mundo cristiano y el moro; la realidad estaba ajedrezada y también la imaginación. Eso ayuda a entender la aparición de un poeta tan extraño y fascinante como Luis de Góngora y Argote, nacido en lo que fueron los viejos reinos moros, y cuyo amor por la sonoridad de las palabras parece pertenecer al orden de la poesía árabe, más interesada por la musicalidad que por el sentido.
Una vez más, allí encontramos la leyenda de una influencia. Se atribuye a una imitación del culteranismo de Góngora la obra del magnífico poeta de Tunja, en el siglo XVII, Hernando Domínguez Camargo. Pero hay que añadir que su profusión de metáforas nacía de una zona fronteriza entre lenguas distintas, entre universos mentales distintos, y revela también un esfuerzo extremo por pertenecer a Europa, pero a una Europa inaccesible para un pobre clérigo de las colonias, una Europa magnificada y desdibujada por la distancia. Esos énfasis son más bien la extrema tensión de un creador que no está en el centro de una cultura sino en sus orillas, la lengua de los que sueñan con otros mundos, una aventura de metáforas comparable a la tradición de los skaldos septentrionales.
Parece barroca la ornamentación de los retablos de los templos y de la pintura colonial, llena de frutos, hojas y flores nuevas, de un bestiario a menudo fabuloso. Pero ¿cómo llamar barroca a la representación de las pinas y de los armadillos, si no son exageraciones ni inventos sino la fidelidad clásica a unas formas naturales? Sería tan necio como hablar del barroquismo del pico enorme del tucán, de los colores del papagayo, o de la exuberancia de las selvas equinocciales. Allí donde la naturaleza es exuberante no estamos en presencia de un énfasis estético sino de otro canon de lo natural, de un clasicismo sujeto a otras leyes.
El arte europeo buscó, desde los griegos, la justa medida y el equilibrio. Buscó también sujetarse siempre a un patrón humano, pues Europa no solo pensó que el hombre es la medida de todas las cosas sino que llegó a la conclusión de que lo humano es la medida misma de lo divino. Ese es, me parece a mí, el sentido del Cristianismo. Y solo por esas nociones el arte europeo evolucionó hacia la búsqueda de la perspectiva, del naturalismo, del arte del retrato, del realismo, de la minuciosidad del dibujo, y de la fidelidad a las formas, de un modo que ya en el Renacimiento estaba alcanzando su plenitud.
Pero el descubrimiento de América fue también una metáfora de la necesidad que sentía Europa de salir de sí misma, la sed de descubrir los mundos no europeos que había en este mundo. A partir del siglo XVI, de un modo creciente, comenzaba en Europa en todos los reinos del espíritu, en la filosofía, en la política, en el arte, en la poesía, la crisis del centro, la crisis de la forma y la crisis de la proporción. Empezaron los sueños de la Utopía y del buen salvaje, de las Nuevas Atlántidas y de los Eldorados, creció el gusto por las especias exóticas, y comenzaron las fugas míticas en busca de lo nuevo. No deja de ser significativo que hayan sido los finales descubridores de otras tradiciones estéticas, impresionistas y expresionistas, quienes emprendieron una lucha contra la nitidez del dibujo, un proceso de experimentación y de abandono de cánones estrechos y de normas rígidas.
El arte americano nace de una tensión entre las formas del lenguaje europeo y las convulsiones de un mundo que no logra agotarse en lo humano. Como lo dijo, antes de Steiner, el inglés Auden, hay en América verdaderas selvas y verdaderas tierras vírgenes, ríos desmesurados y civilizaciones incomprendidas. «En Europa -dijo Auden- un viajero, por perdido que se encuentre, está a media hora de un sitio habitado, en tanto que no hay americano que no haya visto con sus ojos comarcas prácticamente intocadas por la historia».
Aquí el patrón humano no logra aprisionar todo el sentido, y los artistas sintieron la necesidad de transgredir la norma áurea, la escala europea de las proporciones. Eso ahora es menos difícil, porque también el arte europeo se ha lanzado a la búsqueda de un nuevo sentido de la belleza, y ya en el siglo XIX el hombre que sintetizó esas búsquedas de la modernidad, Chares Baudelaire, había escrito en uno de sus poemas:
Plonger au fond du gouffre, Enfer ou Ciel, qu’importe? Au fond de l’inconnu pour trouver du nouveau.
(Hundirse hasta el fondo del abismo, Infierno o Cielo, ¿qué importa? / Al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo.)
Todo habitante de América, a pesar de sus esfuerzos por habitar en la polis en el sentido urbano del término, vive en la vecindad de una naturaleza no conquistada del todo, a medias innominada, en gran medida desconocida. Cuando pensamos que casi toda la farmacia europea nace del conocimiento de las seis mil especies vegetales que pueblan el continente, y que la América equinoccial tiene cincuenta mil especies de plantas, de cuyas propiedades solo tienen un conocimiento profundo los chamanes amazónicos, entenderemos mejor cuál es el sentido abrumador de la presencia de la naturaleza en el imaginario del hombre americano. La naturaleza no es aquí algo conocido (la verdad es que en ninguna parte lo es), pero en América es más difícil caer en la ilusión de que tenemos al mundo dominado y sometido, de que lo tenemos domesticado. Y ello, que podría parecer un fenómeno exterior, el tipo de relación que establecemos con los bosques y los ríos, con los animales y los climas, es algo que incluye también la relación con nuestro propio sentido de humanidad y con nuestro propio cuerpo.
Nuestra América es todavía el reino de la perplejidad, y a ello contribuyen por igual las tensiones y los desajustes entre la realidad y el lenguaje, los mestizajes y los sincretismos. No deja de ser asombroso que estas tierras ya suficientemente complejas por su composición geográfica y biológica, se hayan enriquecido más aún con el aporte de razas, lenguas, tradiciones, religiones, filosofías, modelos económicos e ideales políticos llegados de otras partes.
Pienso en mi país, Colombia, por ejemplo, donde no somos mayoritariamente blancos europeos, ni indios americanos ni negros africanos sino uno de los países más mestizos del continente, en una región que es a la vez caribeña, de la cuenca del pacífico, andina y amazónica, que habla una lengua que es hija ilustre del latín y del griego, que profesa una religión de origen hebreo, griego y romano, que ha adoptado unas instituciones nacidas de la Ilustración y de la revolución francesa, que fue incorporada al orden de la sociedad mercantil y a la dinámica de la globalización hace ya cinco siglos, y siento que estamos amasados verdaderamente de la arcilla planetaria; pienso en esta América Latina, que produjo buena parte de las riquezas con las que se construyó la moderna civilización europea, y me digo que es apenas comprensible que el arte y la literatura que surgen de esa colorida complejidad estén más llenos de fusiones de lo que uno pueda imaginar, y que esas fusiones pueden alcanzar por momentos apasionantes síntesis de la cultura planetaria.
Uno de los fenómenos más interesantes de nuestro mundo americano y en especial de la región equinoccial es el modo como participamos de la franja ecuatorial, del paralelo cuatro que produce no solo la mayor diversidad biológica sino buena parte del oxígeno que respira el planeta. Es la región donde no hay estaciones, es decir, donde la naturaleza no descansa, donde el suelo no duerme, donde el sol y el agua mantienen, por decirlo de ese modo, en un insomnio permanente. Se diría que es la región perfecta para que los sueños broten de la vigilia. La luz produce otro colorido, el cielo está aborrascado de nubes gigantescas, la lluvia a veces produce diluvios interminables, es región de fantásticas tormentas eléctricas, de truenos ensordecedores, de inundaciones y avalanchas. Los ríos cambian de cauce y la superficie de la tierra se estremece a veces, acomodándose a la actividad de las profundidades.
No somos plenamente indígenas, ni europeos, ni africanos, pero nos nutrimos sin cesar de esos orígenes para al mismo tiempo diferenciarnos de ellos. No hace mucho, un escritor amigo mío, de una población que se afirma cada vez más como afrocolombiana, tuvo la oportunidad de encontrarse con un escritor de África, y le expresó su alegría de estar hablando con alguien con quien podía identificarse plenamente. El otro, con gran cortesía y sabiduría a la vez, le dijo que ellos dos no eran muy semejantes. Y claro que se lo decía sobre todo para formular un desafío tácito. «En realidad somos distintos -le dijo-, nosotros somos africanos, ustedes son negros». Mi amigo lo escuchó con extrañeza. Y el hombre de África añadió: «Ustedes descienden de esclavos. Nosotros nunca hemos sido esclavos».
Es evidente que los negros americanos tienen que afirmarse en algo más que en su común origen africano; sin negarlo, tienen que sentirse más decididamente parte mitológica del mundo americano, y luchar por su originalidad aquí, en diálogo con este mundo en el que viven hace ya cinco siglos. También para ellos son esos versos de Leopoldo Lugones:
Que nuestra tierra quiera salvarnos del olvido, Por estos cuatro siglos que en ella hemos servido.
Y al mismo tiempo, hay que saber que sin esa savia vital que llegó de África, nadie en América Latina sería lo que es. Todos tenemos derecho a reclamar «la parte de África» en nuestro ritmo, en nuestra carne y en nuestra imaginación. Todo es cuestión de ver bien los matices. Y lo mismo puede decirse de «la parte de Europa» y de «la parte de América». Los hispanoamericanos podemos sentirnos españoles solo hasta el día en que vamos a España, ese día comprendemos para siempre que somos otra cosa, y ese descubrimiento puede ayudarnos incluso a amar a España, a admirar a España, a descubrir España.
Ahora bien, el modo como está lo indígena en nuestra cultura mestiza me resulta más fácil pensarlo recurriendo a la literatura. Siento que hay, por ejemplo, en la obra de Gabriel García Márquez, una manera de discurrir que no es en rigor occidental, que se resuelve en imágenes y en variaciones, como aureola o resplandor de los hechos centrales. Se diría que hay algo de estirpe indígena en cierto modo de presentar los hechos y de no resolverlos mediante argumentaciones, digresiones y teorías, sino mediante trazos y figuras que satisfacen a un tiempo al sentimiento y a la imaginación.
García Márquez pertenece a un mundo profundamente influenciado por ese pensamiento mágico, pero suele repetir que a pesar de saber muy bien cómo era la historia, o el río de historias, que pensaba narrar, encontró con claridad su tono y la certidumbre de sus recursos cuando leyó la novela Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo. Tal vez lo afectó la libertad con que Rulfo se deja influir por el viento de las voces indígenas, por el modo de estos sueños americanos, por la persistencia en la vida cotidiana de los mitos profundos de su pueblo. Así, en la novela Cien años de soledad nada sabemos de la singular relación que hay entre la madre, Úrsula Iguarán, y su hijo mayor, José Arcadio, hasta el día en que este decide abandonar el pueblo, enrolado en la tropa de los gitanos. En cuanto se da cuenta de su ausencia, Úrsula sale en su búsqueda abandonando todo lo demás, su marido, su casa, sus otros hijos, dejando de ser el centro de gravedad de su mundo. José Arcadio es el primer nativo que abandona el pueblo y se aleja por el mundo distante con el que su padre siempre ha soñado. Yendo tras él, Úrsula llega a sentirse tan lejos que ya ni piensa en regresar, y encuentra al fin el camino hacia el mundo que todos los hombres del pueblo habían buscado en vano.
Años después el hijo regresa, transformado por la ausencia, cruza el pueblo y la casa y avanza sin detenerse por los pasillos y los cuartos saludando con un gesto a quienes ve, pero solo llega al final de su viaje cuando encuentra a Úrsula. Está desandando el camino de su fuga, el camino por el cual su madre lo había seguido, y solo se detiene al llegar nuevamente junto a ella. Ese doble movimiento que primero nos revela la importancia que tiene para ella el hijo, y después la importancia que la madre tiene para él, muestra el lazo invisible que los une y que nunca delataron sus diálogos.
Y es por este dibujo secreto, intensamente trazado en nosotros por el relato, es por ese surco entre ambos que, sin saberlo, estamos dispuestos a creer uno de los episodios fantásticos más poderosos de la novela, aquel en que un hilo de sangre sale del hijo muerto, va recorriendo pasillos y calles y andenes, y no se detiene hasta encontrar a Úrsula y llevarle el mensaje de la muerte. De nuevo vemos el movimiento contrario, y es ella ahora quien siguiendo el hilo encuentra al final el cadáver de su hijo. Este dibujo ancestral del hilo de sangre que busca su fuente es una de las imágenes más bellas y memorables de la novela, y sospecho que nuestra mente la hospeda con tanta facilidad y gratitud porque no es un trazo arbitrario sino una necesidad de la historia; nos muestra poderosamente, con el poder de la poesía y del mito, la inexpresada relación del hijo con la madre, el lazo de la sangre materna convertida en camino del hijo, sendero de sus fugas y de sus retornos, de su soledad y de su muerte.
Algo en la moderna novela occidental ha tendido a abandonar los juegos libres de la imaginación, a subordinar las historias a las ideas y a abundar en tesis y en teorías. Desde las minuciosas reflexiones de Dostoievski sobre los motivos de la conducta humana, pasando por la sobreabundancia de propósitos intelectuales del infinito Ulises de James Joyce, hasta el tono ensayístico de muchas novelas de Thomas Mann, la narrativa procuró a menudo abandonar el viejo hábito de soñar libremente, de dar vuelo a la imaginación y de permitir que lo fantástico y lo real se combinaran a su antojo. Ese había sido el espíritu de las epopeyas clásicas, de las historias del ciclo de Bretaña, del Nibelungenlied, de la Comedia dantesca y del Orlando Furioso. Y por supuesto ese es el espíritu de las dos obras orientales que más han influido en nuestra civilización: la Biblia y las Mil y una Noches.
Lo que más asombró al barón Alexander von Humboldt en su viaje por la América equinoccial fue la imposibilidad de encontrar como en Europa bosques de una sola especie, porque en cada pequeño espacio proliferaban decenas de especies distintas. Lo que mejor ilustra la correspondencia de nuestra literatura a este mundo es la abundancia febril de las formas de su imaginación; no solo la vivacidad de los elementos y la intensidad del color, eso que Chesterton llamaría, hablando del posible origen criollo de Robert Browning, «una teoría de orquídeas y de cacatúas», sino incluso la tendencia continua a contrastar distintas etapas de la metamorfosis de los hechos y de las cosas.
En nuestro continente el tiempo fluye de un modo vertiginoso. Hemos tenido que pasar en cinco siglos de los altos imperios comunitarios a las disgregaciones de la posmodernidad, de la vasta e indemne selva continental a las paredes apocalípticas de los incendios que cercan y carcomen la selva amazónica para sembrar soya, de las praderas del bisonte y del indio a los aviones estrellándose contra los acantilados de cristal de las torres gemelas.
Durante mucho tiempo, la América Latina se gastó en el esfuerzo de alcanzar una lengua propia, de convertir las arrogantes y rígidas lenguas que llegaron de Europa en lenguas nutridas por la savia del mundo nuevo. Solo a fines del siglo XIX, con la labor de los extraordinarios poetas y narradores a los que llamamos modernistas, simbolizados por el más melodioso de ellos, el nicaragüense Rubén Darío, conquistamos por fin unos recursos literarios capaces de enfrentar el desafío de nombrar plenamente nuestro mundo, y de dialogar con las otras literaturas del planeta.
El siglo XX nos ha visto emprender esa tarea: las obras de los modernistas, de Rubén Darío, del mexicano Alfonso Reyes, de tantos autores en todo el continente, han madurado esos recursos. Y después, entre los numerosos autores del medio siglo y del llamado «realismo mágico», surgieron muchas voces que de algún modo resumen la pluralidad de ese clamor continental. Entre ellas es necesario mencionar a Juan Rulfo, cuya obra breve e inagotable muestra los viajes de la lengua española en la profundidad de la memoria mexicana, a Pablo Neruda, cuyo canto de piedra y de selvas explora y celebra por igual naturaleza y la historia, a Gabriel García Márquez, cuya Biblia pagana del Caribe condensa la elocuencia de la lengua de Cervantes, el pensamiento mágico de los pueblos indígenas y la alegría, el colorido y la sensualidad de los hijos de África, y a Jorge Luis Borges, quien, interesado por la poesía gauchesca y por la cábala judía, por el Islam y por el budismo, por las mitologías del Indostán y por las sagas nórdicas, en el mayor país de inmigrantes, supo recoger la memoria de todas las bibliotecas y sentir el rumor del planeta entero mezclado en nuestras venas y en nuestras almas.
Todavía estamos en el deber de interrogar cómo puede ser ese diálogo nuestro de lo uno con lo diverso, pero yo diría que no lograremos integrar a la América Latina mientras nos neguemos a ver la infinidad de sus matices, la riqueza sutil de sus diferencias. Es urgente abandonar los nefastos conceptos de subdesarrollo y de Tercer Mundo, que pretendían hacer del desarrollo un camino prefijado y exterior. Hijos de la edad de los descubrimientos, engendrados en las primeras avanzadas del mercantilismo, herederos de las lenguas, las religiones y las instituciones de Europa, nosotros somos el primer gran fruto de la globalización.
Pero ahora se hace evidente que el énfasis en lo universal despierta enseguida la necesidad y la defensa de lo local. Desde que comenzó la prédica imperativa de la globalización ya no nos bastan las naciones, cada región del globo, cada aldea, cada tradición pugna por hablar, por diferenciarse, por existir. Hay un verso del poeta León de Greiff, al que él traviesamente llamó: «la fórmula definitiva y paradojal». Esa fórmula dice: «Todo no vale nada si el resto vale menos». Es paradójico que alguien hable del todo y del resto, pero en términos lógicos es comprensible. El todo no solo es la suma de las partes, es también diferente de las partes. Y no se puede hablar del todo, del amor por la totalidad, para predicar el descuido de lo particular y de lo fragmentario.
Creo que esa fórmula significa: el bosque no vale nada si el árbol vale menos, la especie no vale nada si el individuo vale menos, el universo no vale nada si cada lugar en él es deleznable. Las naciones son importantes, pero necesitamos con urgencia un diálogo nuevo, de cada lugar con todos los otros y de lo local con el universo. Se diría que necesitamos un diálogo de los dioses del lugar con el omnipresente y disperso dios de Spinoza, y ello supone no solo el respeto por el universo como un todo, por el planeta como un todo, sino la recuperación del sentido sagrado de cada arroyo y de cada peñasco, de cada árbol y de cada criatura. Y creo que no es la política sino el arte quien sabe ver a la vez el conjunto y el detalle.
Es verdad que los seres humanos no podemos sobrevivir sin perturbar, pero ya empezamos a comprender que tampoco sobreviviremos si perturbamos demasiado. Hoy el mundo siente el peso oneroso de la especie humana, advierte demasiado su presencia, siente la rudeza y la torpeza de nuestra relación con las cosas, y es evidente que se hace necesario el aprendizaje de la levedad, de no pesar mucho, el aprendizaje de cierta invisibilidad, tan contraria a esta manía moderna de lo que es excesivamente visible y estridente, el aprendizaje de la delicadeza, y el aprendizaje de la sutileza. Lo que adivinaron los primeros críticos de la modernidad: que Dios está en los detalles, que lo importante es el matiz más que el color, que frente a la excesiva pretensión de conocimiento no necesitamos entender todo sino comprenderlo, y que no necesitamos saber todo para disfrutarlo y agradecerlo.
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De la América Latina podemos decir que es uno de los pocos sitios del planeta donde todavía queda la naturaleza, muy vulnerada pero todavía cargada de sus atributos originales. Nosotros somos, además, la Europa que se fue y que se mezcló de lo distinto, y mucho tenemos que enseñarle a esa Europa que solo ahora está sintiendo la vecindad física del resto del mundo. Nuestra rica cultura continental ha experimentado las fusiones y ha alcanzado poderosas síntesis. Los males del mundo se ven mejor desde las orillas que desde el centro, porque los viejos centros estuvieron siempre demasiado engreídos de su importancia y no veían más allá de su horizonte, y en cambio los nuevos centros de la esfera participan de los atributos del centro y de la orilla. En esa medida es verdad que en los sótanos de nuestras ciudades está el Aleph, está el universo.
Tenemos un mundo a medias conquistado, y a medias demorado, por fortuna, en sus atributos originales. La modernidad, la era tecnológica, el prodigio científico han hechizado nuestra realidad de un modo fascinante y peligroso. Estamos, como dice el poeta Aurelio Arturo, «con un pie en una cámara hechizada y el otro a la orilla del valle, donde hierve la noche estrellada». Y ya nada es tan importante como encontrar un equilibrio entre nuestra capacidad de modificar el mundo y nuestra necesidad de conservarlo, entre la tarea de construir una morada humana y el deber profundo de respetar el universo natural.
Si nuestras naciones fueron los primeros frutos modernos de la globalización, son escenarios propicios para que encontremos también sus límites. Porque la especie humana, envanecida de sus derechos, ha olvidado la pregunta por sus límites y necesita con urgencia un sentido responsable y nítido de esos límites. De esa delicada tarea, bien podría depender el destino del mundo.
Intervención especial en la inauguración de la Semana de Autor, que le está dedicada y en la que participaron especialistas y estudiosos de su obra.