Es un lugar común que considera síntoma de saber y sofisticación política no creer en conspiraciones. Como todo sentido común, tiene una parte muy importante de verdad. La política de la clase política, en realidad, es siempre una síntesis de táctica (responder a las contingencias impuestas por un sistema estructuralmente inestable) y estrategia (crear las […]
Es un lugar común que considera síntoma de saber y sofisticación política no creer en conspiraciones. Como todo sentido común, tiene una parte muy importante de verdad. La política de la clase política, en realidad, es siempre una síntesis de táctica (responder a las contingencias impuestas por un sistema estructuralmente inestable) y estrategia (crear las condiciones para que estas contingencias no impidan su reproducción).
Desde el inicio del ciclo 15M, los grandes partidos del sistema político español han tenido que elegir entre dos opciones estratégicas para ir respondiendo a los problemas tácticos impuestos por la inestabilidad política. Una vez Podemos perdió su impulso inicial y se alejó la opción real de que se abriese algún tipo de ruptura constituyente, las opciones podrían reducirse a dos: restauración o transformismo. Esa necesidad sigue vigente, porque a pesar del profundo reflujo del impulso constituyente, la clase política sigue sin cerrar la crisis su crisis orgánica, es decir, la separación entre «gobernantes y gobernados». La paradoja es que mientras tanto, los poderes económicos siguen tranquilos e intocables.
Pedro Sánchez se planteo en un momento la opción «transformista». Se trataba de girar a la izquierda, recuperar un poco de terreno social y recomponer ciertos consensos básicos para el funcionamiento del sistema político integrando a Podemos. Esta posibilidad parecía real durante y después de las elecciones de abril. El PSOE y Podemos se hacían guiños mutuamente; unos parecían dispuestos por primera vez a compartir el gobierno y los otros a renunciar a sus puntos más incómodos para entrar en el ejecutivo. Pero de repente, algo se torció.
No se entiende este cambio sin comprender que la crisis orgánica de la clase política está determinada (si, determinada, es decir, que hay una causa que limita la autonomía de lo político) por la crisis de fondo que sufre el sistema capitalista. Se anuncia una nueva recesión. Las tasas de paro vuelven a subir. En el mundo ya no hay lugar para el «libre comercio globalizado»: cada burguesía tiene que devaluar su mercado de trabajo interno para seguir sobreviviendo en un sistema mundial cada vez más competitivo. Una cosa es admitir algunas mínimas veleidades «socialdemocratas» cuando la fase económica es ascendente: otra muy distinta es afrontar una nueva fase de la onda larga recesiva con Unidas Podemos en el gobierno. A todo ello, se suma que el movimiento independentista catalán está lejos de ser derrotado. No hay margen para un gobierno que no cuente con el apoyo tácito de los partidos propios de las naciones sin Estado. La operación transformista ha quedado bloqueada por las dos vías que han agitado el ciclo político español: la cuestión socio-económica y la cuestión territorial. Ya no hay margen.
Pedro Sánchez lo asumió forzando las elecciones del 10 de noviembre. Cegado por su ego bonapartista y por los gurús de los sondeos electorales, ha forzado unas nuevas elecciones para forzar el camino a la restauración. ¿Cual es el problema? Que la aritmética parlamentaria va a seguir fallando.
Descartada la opción de pactar con Unidas Podemos e iniciar una vía transformista, parece también difícil que a corto plazo la derecha consiga una mayoría que les permita formar gobierno. Así pues, la restauración adquiere la forma táctica de un pacto entre el PSOE y el PP. Pero, ¿qué forma tendría ese pacto? No parece que vaya a ser la de un gobierno conjunto entre los dos grandes partidos (una «gran coalición»). Allí donde se ha ensayado ha terminado con resultados estrepitosamente malos para el partido de origen socialdemocrata y con un ascenso de la extrema derecha que coloca en aprietos a la fuerza conservadora. Los sistemas parlamentarios neoliberales no necesitan simplemente un gobierno fuerte, sino también retomar la alternancia consensual entre derecha e izquierda.
Por lo tanto, la perspectiva más probable parece ser un pacto entre PSOE y PP para llevar a cabo una serie de acuerdos de Estado (que preludien la crisis económica que viene y golpeen al independentismo catalán, cercenando de paso derechos civiles en el resto del Estado) y reformas constitucionales que garanticen nuevas gobernanzas parlamentarias.
En ese sentido hay varias opciones: o reformar el famoso artículo 99 de la Constitución para garantizar que la lista más votada pueda terminar gobernando sin haber articulado mayoría parlamentarias, o una reforma del sistema electoral, por ejemplo, como la que ha funcionado en Grecia hasta las pasadas elecciones. Esto es, una bonificación de diputados para la primera fuerza política, garantizando que con aproximadamente un 30% de los votos, una fuerza política pueda conseguir formar gobierno.
Ciudadanos, reducido a un pequeño partido sin muchas expectativas, podría aceptar el trato: sería la llave que otorgaría el gobierno a PP o PSOE a cambio de un par de ministerios. El famoso bloqueo político terminaría con una restauración y todo aparentemente en su sitio.
Esta hipótesis tiene algunos problemas para la clase política. En primer lugar, está por ver si existe una mayoría para una reforma constitucional y los mecanismos para activarla. Aunque parezca mentira, los propios mecanismos que hacen tan difícil de modificar a la Constitución dificultan una salida reconstituyente-restauradora. Por ejemplo, está por ver si sería constitucional una bonificación a la griega, ya que los diputados tienen que estar vinculados a una circunscripción. Eso sí, no se pueden descartar trampas como la generación de una bolsa de diputados vinculados a una circunscripción estatal, como parte de un proceso de recentralización que busque restar influencia a las fuerzas independentistas.
Por otro lado, dejaría libres los espacios anti-establishment a izquierda y derecha. En realidad, en la mayoría de países europeos, la generación de un «extremo centro» (Tariq Alí) ha fortalecido a la extrema derecha, con lo cual no ha supuesto un problema demasiado severo para el sistema, aunque si para su clase política. Otro riesgo sería el resurgir de una fuerza popular y de masas, con un carácter neosocialista, como ocurrió en Grecia o en Reino Unido con Jeremy Corbyn.
En ese caso, un sistema electoral de estas características reabriría la hipótesis del sorpasso, pues una la izquierda ya no necesitaría al PSOE para formar gobierno. Tendría que (y esto es algo ineludible para cualquiera que quiera gobernar desde la izquierda en el Estado español) buscar acuerdos con los independentistas catalanes y vascos.
El mayor problema de esta hipótesis es la propia izquierda. Enfrascada durante años en una estrategia de cogobierno con el PSOE, este giro requeriría una profunda renovación programática, de liderazgos y repertorios que no está en condiciones de asumir. Los sectores que tendrían voluntad de hacerlo carecen de fuerza y los que podrían impulsarlo carecen de voluntad. Una paradoja que reduciría de nuevo a la izquierda a un macizo ideológico impermeable, estancado en el 10% por ciento de los votos, más preocupado de reproducir los intereses de sus aparatos que de impulsar una gran mayoría constituyente capaz de articular una revolución política.
En resumen: tanto una reforma constitucional como una gran coalición en diferido tienen grandes dificultades para la clase política. No parece existir una salida fácil. Mientras tanto, la apuesta es el cansancio. Convertir las elecciones en una rutina, desgastar a la ciudadanía a la espera de mejores condiciones.
Pero hay un último factor que planea sobre esta hipótesis. Es un factor inesperado. Es el fantasma que recorre el mundo: el fantasma de las revueltas. En tiempos de crisis orgánica, la revuelta está siempre implícita en la situación. Ocurrió en Francia con los Chalecos Amarillos. Ahora en Chile. Existe en todo el mundo una clase trabajadora abigarrada, desconfiada, antipolítica, que de repente irrumpe violentando a la derecha e incomodando a la izquierda. Un cierre por arriba, mediante trampas parlamentarias, no resolvería las raíces políticas y materiales de crisis orgánica que vivimos a nivel global. Es más, al bloquear los canales institucionales mediante los cuales expresar la rabia y el descontento, la momentánea sensación de alivio que sentiría la clase política al acabar con el bloqueo podría ser el preludio de nuevas irrupciones «mesiánicas» (Walter Benjamin) de los no representados. No son tiempos fáciles. Tampoco para nuestra decadente y putrefacta clase política.
Brais Fernández. Militante de Anticapitalistas. Forma parte de la redacción de viento sur.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/brais-fernandez-despues-10N-dificil-camino-restauracion