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El dios, el rey, el presidente y el comandante

Fuentes: Rebelión

El Dios Jiddu Krishnamurti, conocido como Krishnamurti, nació el 12 de mayo de 1895 en la ciudad Madanapalle, del estado indio de Andhra Pradesh. Hasta el 1909 fue un niño bastante normal, aunque algo desaliñado y de comprensión lenta, según testimonian sus amiguitos de entonces. Ese año, mientras paseaba -como cualquier chico de su edad- […]

El Dios

Jiddu Krishnamurti, conocido como Krishnamurti, nació el 12 de mayo de 1895 en la ciudad Madanapalle, del estado indio de Andhra Pradesh. Hasta el 1909 fue un niño bastante normal, aunque algo desaliñado y de comprensión lenta, según testimonian sus amiguitos de entonces. Ese año, mientras paseaba -como cualquier chico de su edad- por la playa privada del centro de Teosofía de Adyar, en Madrás, fue «reconocido» como re-encarnación del Buda de Maitreya por el súbdito del colonialismo inglés C.W. Leadbeater, teósofo, ocultista y autoproclamado clarividente, quien vio en torno del párvulo una muy brillante aura (conocida raíz latina del vocablo «oro» que nombra el vil metal). El ilustre orovidente, en un rapto de poderoso fervor sacro-crematístico, comprendió el alcance de su hallazgo, por lo que el entretenido niño se vio aclamado… dios. Para asegurar su divina esencia con procedimientos educativos terrenales, Krishnamurti pasó una suerte de postgrado intensivo divinizante bajo la tutela de Annie Besant y el propio C.W. Leadbeater, dentro de los predios de la Sociedad Teósofa Mundial. En previsión de los entuertos que seguramente encararía el joven dios durante su profano paso por la Tierra, sus mentores organizaron una nueva iglesia, la Orden de la Estrella de Oriente, la cual quedaría encargada de todo cuanto de engorroso enfrenta la propagación de La Verdad en este mundo cruel, tales cuales son la recaudación de fondos, el cobro de impuestos, la formación de capitales, la transferencia de divisas, la recolección de dádivas, la exacción de utilidades, el incremento de dividendos, el control de activos y otras benditas diligencias no menos enjundiosas.

Krishnamurti resultó ser una persona sensible y despierta, razón por la cual, tras meditar profundamente en los hechos que ponían ante él las agudas observaciones a que sometía a su entorno, arribó a tres bizarras conclusiones, a saber: a) la primera misión de cualquier dios es eliminar las miserias que sufren los seres humanos; b) dichas miserias provienen de la incautación de poderes que padecen los seres humanos; c) toda religión ningunea a las personas y ayuda al mencionado despojo de poderes. La inferencia obligada de tan perturbadoras premisas no podía ser otra que la auto-negación de su invocada divinidad: no son nuevos dioses lo que requiere la humanidad, sino eliminar los existentes. Así, renunciando a una posición de incomparable privilegio, en 1929, durante la primera sesión de la Orden de la Estrella de Oriente bajo su égida, Krishnamurti -actuando en contra de los estrechos y mezquinos intereses de su iglesia, pero a favor de los seres humanos- se rehusó a ser considerado mesías y disolvió la organización que encabezaba.

El gesto de la ex-deidad constituyó una valiente confirmación práctica de la tesis que, en 1845, Karl Marx adelantó, al criticar las ideas del joven filósofo hegeliano Ludwig Feuerbach: «Los filósofos sólo han interpretado el mundo en diversas maneras; el asunto es transformarlo» [Die Philosophen haben die Welt nur verschieden interpretiert; es kömmt drauf an, sie zu verändern].

La decisión de Krishnamurti fue muy sabia y valiente, y lo reveló como un ser mucho más relevante que un simple dios: una persona extra-ordinaria, por lo que pasó el resto de su vida como venerado conferencista y reconocido profesor, viajando por el mundo y enseñando sus atisbos y conclusiones referidas a la subjetividad humana.

El Rey

La mayoría de los seres humanos que sean parte de un grupo social específico, compuesto por un número limitado -aunque no necesariamente pequeño- de personas, encuentran alguna vez la oportunidad de demostrar su optimidad, incluso su idoneidad, para ofrecer las mejores soluciones (según algún criterio) que conduzcan al vencimiento de una situación puntual que enfrente el grupo en ese momento. Tal es el caso de un cocinero, por ejemplo.

Más difícil resulta probar que una persona es óptima, incluso idónea, para propiciar la generación e implementación de las mejores políticas (según complejos criterios multifactoriales) que permitan afrontar venturosamente las tareas del grupo en una gama muy amplia de actividades propias, eventualmente en todas. Quienes alcanzan esa reputación se convierten en líderes a diferentes niveles.

Merecer un reconocimiento de idoneidad vitalicia es una verdadera proeza para cualquier humano, toda vez que ella es otorgada -si el beneficiario no fallece accidentalmente en cumplimiento de sus funciones- de forma apriorística respecto a los eventos en los que esa idoneidad, en propiedad, debe de ser demostrada. Eso es algo que ocurre en condiciones extremas; las bélicas, por ejemplo. En semejantes circunstancias, los pueblos encuentran prudente reafirmar constantemente un liderazgo exitoso. Frecuentemente tales seres son considerados héroes nacionales. La historia reciente conoce múltiples ejemplos de héroes nacionales: Franklin D. Roosevelt, Yasser Arafat, Ho Chi Minh, Iosif Broz Tito.

Es probable que los primeros reyes que conoció la historia hayan sido héroes en su momento… Sin embargo, por algún extraño motivo, pronto apareció una institución que supone no solo la idoneidad vitalicia del rey, sino la de sus descendientes respecto de los súbditos que habrán de tener (se subraya el tiempo verbal), independientemente de quiénes y cómo serán ellos y (no menos absurdo) a despecho de cuáles serán los eventos que exigirán la exhibición de competencia idónea a estos sucesores reales. En otras palabras, los reyes, amparados de idoneidad vitalicia reclamaron (y obtuvieron de sus solícitas cortes) idoneidad trans-generacional o idoneidad genética universal.

Como las pretensiones de superioridad permanente y esencial de unas personas sobre otras son en Occidente extremadamente absurdas ante la razón del más humilde de los individuos, e impedida por esa misma causa a argüir procedencia descarnadamente divina (demasiado fuerte), la realeza acudió en su sustentación a un eficaz argumento de aceptación social tan probado como indemostrable: la sagrada volición.

Consecuentemente, en Occidente, después que quedó sellada la alianza de Constantino con la iglesia de Cristo, cualquier persona sabe perfectamente que tras toda exaltación real se agazapa la idea oscurantista y medieval de la divina predestinación. Por esa causa, la mayor parte de los pueblos rechaza la idea de instaurar, en pleno siglo XXI, monarquías en sus repúblicas, aun si en el curso de su historia aparece la propuesta de transitar por la disyuntiva de la realeza.

Con todo, la idea de ser rey es tan sugestiva para los ciudadanos ordinarios -incluso si el elegido sabe perfectamente que su propia naturaleza, muy lejos de ser mínimamente divina, es sencillamente vulgar- que los ramplones no pueden sustraerse al encanto de convertirse en rey -aun si la designación no proviene de una deidad de imposible materialización ni de un evento excepcional, sino de un corpóreo caudillo asesino, fascista y nefasto-.

Parece razonable pues esperar de semejantes individuos mediocres cualquier ordinariez…

El Presidente

El actual presidente del gobierno español se declaró en la recién culminada cumbre iberoamericana «persona no dogmática», porque él acepta la coexistencia de la propiedad privada y estatal sobre los medios de producción y los servicios a la población. Él fue enfáticamente dogmático en descalificar, acusando de dogmáticos, a quienes sospechan de que la libre competencia entre economías fuertes y débiles es una redomada idiotez, a los que afirman que el libre mercado simplemente no existe, a quienes sustentan que el neoliberalismo es la peor proposición de desarrollo que se puede ofrecer a nuestros pueblos de América, y a los que insisten en que la tenencia en propiedad de los medios de producción en manos de una clase conduce indefectiblemente a la lucha de clases.

El actual presidente del gobierno español asumió un competente aire profesoral para hablar didácticamente, apelando visiblemente a la paciencia, con los lerdos presidentes latinoamericanos a los que instruía exponiendo ante ellos jugosas lecciones acerca de cómo España alcanzó un desarrollo vertiginoso de sus índices macro-económicos (se subraya la singularidad) luego del proceso democrático que experimentó, evento que le permitió ser aceptada en el seno de las naciones ricas de Europa. Al actual presidente del gobierno español le pareció increíble la manifiesta incapacidad de sus escuchas para asimilar una verdad muy sencilla: el status económico de España se debe a la plena inserción del reino en la Europa neoliberal, hecho que le permite disfrutar de las ventajas del comercio desigual con las naciones empobrecidas del mundo e imponer, con la fuerza que aquella representa, políticas gansteriles en las antiguas colonias.

Además de cumplir el docto papel que le correspondía, el actual presidente del gobierno español, con toda urbanidad y sencillez, a fin de justificar su privilegiada posición de superioridad intelectiva y cultural respecto de sus (im)pares latinoamericanos y evitar tanto enojosas muestras de asombro y frenesí por quienes lo escuchaban arrobados como disculpables complejos de inferioridad en los menos aventajados, subrayó que Europa es la cuna de las mejores ideas del mundo acerca de la libertad e, incluso, del marxismo. (También lo es del apotegma de que la opulencia de unos es imposible sin la miseria de otros -negación argumental del dogma neoliberal primermundista o lacayuno, según sea el caso-, y que el actual presidente del gobierno español prefirió soslayar para no aplastar con su sapiencia a sus educandos ocasionales.) Parecería lícito inferir que fue esa misma intención de no apabullar a sus oyentes, y no la estrechez de miras que los más ingratos le imputan, la que impidió al actual presidente del gobierno español preguntarse en público cómo es posible que haya «mejores ideas» y, algo mucho más extraño e inquietante, cómo es posible que ellas hayan nacido mayormente en el sector minoritario de la población terrícola que habita una parte relativamente pequeña del mundo, hechos todos que evidencian que quizás la eficacia intelectual no depende tanto de etnias como del apoyo tecnológico que recibe la propagación de ciertas ideas, habida cuenta de que la universalidad de que ellas gozan proviene seguramente del eco que encuentran en la subjetividaz de los pobladores de los más oscuros rincones del planeta, evento que nos induce a concluir que es harto probable que ellos las hayan, a su vez, pensado y expresado en sus muy desconocidas y enrevesadas lenguas.

Sin embargo, no es difícil deducir que algún aporte personal ha hecho a sus luces las peculiaridades volitivas y emocionales del propio presidente del actual gobierno español, toda vez que Europa es también la matriz del nazismo, el fascismo, el sionismo, el apartheid, el antisemitismo, la intolerancia religiosa de la Inquisición y las Cruzadas, el sexismo maximalista, el oscurantismo medieval y el genocidio fundamentalista cristiano en las tierras de América.

La gigantesca lucha que se libra en el alma del actual presidente del gobierno español entre la grandeza de su espíritu y la mezquindad de algunas ideas que germinan graciosamente en su cortesano medio, nunca quedaron mejor expuestas que cuando, a pesar de sus evidentes esfuerzos por alcanzar permanentemente el equilibrio emocional requerido y la amplitud espiritual que exige el iberoamericanismo, el actual presidente del gobierno español no pudo evitar defender a sus connacionales -por ostentar esta única condición, según confesara orgullosamente a los medios- de los ataques de los furibundos malagradecidos vástagos bastardos americanos, en detrimento de… la Verdad.

El actual presidente del gobierno español es pues un mercenario pedestre, eurocentrista y dogmático del capital, lo cual testimonia el avance ético que ha experimentado la composición gubernamental del reino de España: el anterior era un redomado fascista, proveniente de un partido político, cuyo secretario general actual niega el calentamiento global.

El Comandante

Bolívar combatió las tropas de Fernando VII, pero nunca se enfrentó con el rey en persona, porque en la época de su reinado hacía bastante tiempo que los monarcas no se acercaban a los campos de batalla a una distancia inferior a… muchas leguas.

Bolívar, visionario apasionado, seguramente soñó incontables veces con un encuentro semejante: se vería a sí mismo, a pecho descubierto, erguido con su pequeño tamaño y sus pulmones deshechos, defendiendo ante el monarca el derecho a la libertad de indios, mestizos, negros, criollos, aunque en ello le fuera la vida…

Bolívar, hombre sabio y paciente, tiene que haber soñado con ese encuentro, porque él había sido educado en el valor de la virtud y de la trascendencia histórica de los seres humanos, en la importancia de hacer expandir las luces del ejemplo personal, en la gloria que se alcanza al morir por la libertad, y pocas oportunidades tan insignes para hacerlo como las de encarar a un soberano. ¿Acaso es posible olvidar a Diógenes increpando a Alejandro por taparle el sol?

Quien vio nacer estas cumbres iberoamericanas, otrora manifiestamente neoliberales, sabe que el tema central de algunas de ellas, en defensa de sofismas burgueses, fue alevosamente elegido para encerrar discursivamente al díscolo pueblo de Cuba, cuya participación se propició en tales cónclaves -al decir de muchos- con ropajes de magnanimidad e intenciones no veladas de domesticación. Nadie, por tanto, ni siquiera el más optimista sibarita, podía predecir que apenas transcurrido algo más de tres lustros de su inauguración, no solo Cuba no fue domeñada, su voz no fue acallada, sus exigencias no fueron silenciadas, sino que la senda que ella inauguró ahora es recorrida por otros pueblos…

Pero, más increíble -si tal cabe- fue ver, en esta recién finalizada Décimoséptima Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile, a Bolívar, con rostro de mestizo, encarnado en negro, indio, criollo, blanco, alzar la voz de toda América en boca del comandante Chávez para responder la anodina exigencia de un intrascendente monarca reclamando silencio, con un categórico «¡Nunca callaré la verdad!» que retumbará para todos los tiempos.

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