Para Luis Carlos, el tercero de Sevilla. No es verdad. La elección entre una supuesta España «rota» y otra «roja» fue siempre una trampa, en ambos casos la derecha histórica española tenía el mismo tratamiento: golpe de Estado y gobierno militar. El mayor problema de España son sus clases dominantes, el bloque de poder […]
Para Luis Carlos, el tercero de Sevilla.
No es verdad. La elección entre una supuesta España «rota» y otra «roja» fue siempre una trampa, en ambos casos la derecha histórica española tenía el mismo tratamiento: golpe de Estado y gobierno militar. El mayor problema de España son sus clases dominantes, el bloque de poder hegemonizado por el capital financiero que tiene al Estado centralista como su organizador y a las fuerzas armadas como su instrumento en última instancia. Dos siglos de dominio oligárquico, de guerras civiles y de dictaduras militares así lo prueban. La monarquía nunca ha sido en España «una forma de gobierno», ha sido poder, poder puro y duro al servicio de lo peor. No hay que irse demasiado lejos, Juan Carlos I -se va sabiendo poco a poco- ha sido un elemento clave en la corrupción sistémica que nos invade. Para decirlo con finura, la derecha española nunca ha sabido dominar democráticamente, lo suyo es mandar.
El discurso de Felipe VI merece la pena ser leído y visto. Los que lo hicieron no conocen la gramática y menos, la historia, pero acertaron en decir aquello que se les había pedido. La imagen era de cartón-piedra, las de las viejas películas del Nodo ante el besamanos al Caudillo. El Palacio Real, el de las concentraciones franquistas, el de las denuncias contra los contubernios judeo-masónicos que permanentemente conspiraban contra España. Desde ahí, desde el palacio que vio, entre otros, a Fernando VII, a Isabel II, a Alfonso XII, a Alfonso XIII y a Franco. Con estos personajes, -es su familia- nos dice Felipe VI que tenemos que sentirnos orgullosos de la grandeza de España. Vergüenza ajena. Nadie que salvar para la democracia, para las libertades, para los derechos de la ciudadanía. Las trabajadoras, los trabajadores, los sectores medios ilustrados, los intelectuales liberales y republicanos, miles de pequeños campesinos, los tuvieron que soportar durante siglos, pagando sus guerras, poniendo los muertos y sufriendo la tiranía de una minoría especializada en oprimir a su pueblo. ¿Grandeza de qué? ¿De qué España?
La supuesta grandeza de España, con estos antecedentes, de la que según nuestro Rey debemos sentirnos orgullosos, nada tiene que ver con la vida de la gente común; nada tiene que ver con sus derechos y libertades; nada tiene que ver con su soberanía, poco o nada con su bienestar y sus aspiraciones a una vida digna, a una sociedad de hombres y mujeres libres e iguales comprometidos con los verdaderos intereses generales de una patria por construir.
Lo que vino a decir es muy claro: un Estado, uno; una Nación, una; una Constitución, una e intocable, y mi Monarquía, la garantía de todo. Lo demás, cosas secundarias, excrecencias. Con un discurso así trabado no cabe extrañarse ante la poca capacidad de entender lo que realmente pasa en el país. Felipe sabe, como no, que vivimos una crisis de Régimen; lo que está haciendo es intentar pilotarla. Recuerda mucho al primer Aznar: una derecha sin complejos. Se puede hablar ya de un rey sin complejos que toma el timón de Estado desde su legitimidad histórica (Alfonso XIII, Don Juan y Franco) y que nos dirige a un nuevo régimen. Un Rey estandarte de un nacionalismo español excluyente, oligárquico y visceralmente antidemocrático.
Lo primero que tendría que haber hecho un jefe de Estado, servidor de la Constitución, es mostrar alarma y preocupación ante el creciente deterioro de la soberanía nacional por la acción de unas instituciones europeas que desprecian los intereses legítimos de nuestro país y que conspiran contra la soberanía popular. Un jefe de Estado digno de ese nombre debería alertar de los riesgos de guerra para nuestro continente, de los conflictos militares, de los crecientes riesgos de terrorismo, producto de la depredadora actitud de los de las grandes potencias. El Papa Francisco ya lo ha hecho y con fuerza. Un jefe de Estado digno de su pueblo habría mostrado su preocupación por el deterioro de las instituciones democráticas, por el carácter sistémico de la corrupción que pone de manifiesto el creciente poder de unos grupos de poder económico que capturan el Estado y lo ponen a su servicio.
Un jefe de Estado comprometido con las mayorías sociales pondría el acento en la creciente desigualdad, en el paro y la precariedad, en la carencia de futuro de unas generaciones jóvenes de las que depende el porvenir de nuestro país, el de verdad, el real, el de los comunes y corrientes, esos que cada día hacen patria con su trabajo y esfuerzo, los que sacan adelante a sus familias y crean la riqueza del país. Señalaría la monstruosidad de unas políticas que concentran renta, riqueza y poder en una minoría oligárquica, que desposeen de derechos, patrimonio y bienestar a unas mayorías paganas siempre de las crisis regulares de un sistema injusto y depredador.
En fin, nuestro jefe de Estado defendería que la unidad de España se consigue desde el acuerdo y la solidaridad de sus pueblos y de su ciudadanía; denunciaría a los que defienden medidas represivas para resolver conflictos políticos y propondría construir un nuevo Estado federal, desde el reconocimiento del derecho de los pueblos a decidir sobre su futuro político y social. Que España está por construir y que se debe de hacer desde la justicia, la igualdad y la democracia.
Todos lo sabemos. Un jefe de Estado así es incompatible con la monarquía española, tendrá que ser el futuro Presidente de la III República.