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El Emperador Claudio y yo

Fuentes: Rebelión

«Il arrive, il arrive», gritaban al unísono un centenar de personas que se habían reunido para recibirlo en cuanto se pudo divisar la roja flor de arce, insignia de la línea aérea canadiense, estampada en el fuselaje del Boeing que, por sobre el Atlántico, asomaba desde el norte. Agitaban mientras tanto con inusitado entusiasmo otros […]

«Il arrive, il arrive», gritaban al unísono un centenar de personas que se habían reunido para recibirlo en cuanto se pudo divisar la roja flor de arce, insignia de la línea aérea canadiense, estampada en el fuselaje del Boeing que, por sobre el Atlántico, asomaba desde el norte. Agitaban mientras tanto con inusitado entusiasmo otros tantos banderines con los tradicionales colores de la enseña del país, tan parecida a la francesa a excepción de uno de sus colores, que es imposible no sentir lo cerca y vigente que está aún la dominación colonial.

El avión aterrizó tan suavemente como increíblemente suelen hacerlo las aeronaves de ese porte y carreteó hasta el edificio del moderno aeropuerto Port Bouet de Abidjan. El entusiasmo de la multitud se acrecentaba hasta el paroxismo. Cuando se abrió la portezuela del avión y pusieron la escalerilla, sin la menor demora apareció el rostro sonriente y siempre despejado de Claude, quién a pesar del largo viaje no acusaba cansancio, sino que parecía descender de los cielos con una inefable beatitud.

Inmediatamente cuatro fornidos guardaespaldas del presidente marfileño aproximaron al pie de la escalera una especie de silla gestatoria en la que sin demasiados miramientos hicieron sentar a Claude para transportarlo hasta el final de una larga alfombra roja adonde lo esperaba su excelencia Alassan Ouattara el actual presidente de Côte d’Ivoire. Claude se hallaba ciertamente desconcertado no esperaba tan caluroso recibimiento y en su cabeza rondaba una sola idea: cómo huir de allí, él no estaba hecho para los honores, aunque le habían explicado que eran necesarios para lograr la «estabilidad del país» (¡!). En realidad no se trataba de una idea del actual presidente, sino que había venido conformándose desde los tiempos en que el máximo hacedor del país Felix Houphouët-Boigny intuyó que, próximo a dejar el poder, las tensiones entre el norte y el sur del país, sus diferentes etnias y sus diferentes regiones, se acrecentarían y que en consecuencia el país se deslizaría irremediablemente hacia una cruenta guerra civil. Juzgó necesario entonces imaginar algún subterfugio que pudiera garantizar no solo la estabilidad del país, sino su permanencia en el tiempo. Fue entonces cuando uno de sus ministros le sugirió: «¿Y si nombráramos un emperador que estuviera por encima de todas las facciones políticas e inspirara respeto y temor y se comprometiera a no desconocer la autoridad del presidente?»

Houphouët quedó encantado con la idea, reunió al Consejo de Ministros, explicó la iniciativa y no solo no encontró oposición sino que recibió el más incondicional de los apoyos. Surgió entonces la primera dificultad, ¿quién podría desempeñarse con suficiente lealtad como para no convertirse en una amenaza «destituyente» para los futuros presidentes? Fue necesario realizar una nueva asamblea de ministros para escuchar propuestas y adoptar una decisión. Luego de largos cabildeos alguien propuso: «Creo que lo mejor sería encontrar un descendiente de Carlomagno, el emperador medieval tan apreciado por los franceses por su ecuanimidad, su valor y por haber además consolidado un imperio a partir del Sacro Imperio Romano Germánico y que aunque murió a principios del silglo IX su memoria se ha mantenido intacta a través del tiempo y hasta nuestros días».

Tampoco esta vez hubo oposición y bien pronto comenzaron los preparativos para iniciar una paciente búsqueda por los vericuetos de la historia y en todos los continentes que duró más de quince años pero que con el tiempo dio sus frutos.

Con tal objeto se convocó a los más conocidos estudiosos de la genealogía a quienes encomendarles la tarea de encontrar algún descendiente de Carlomagno y la búsqueda se inició, qué duda cabe, en Francia pero se fue extendiendo luego a otros continentes, América del Norte, del Sur, las Antillas…Uno de los primeros descubrimientos fue que parecía ser que Carlomagno había sugerido aún en vida, que con el nombre Claude, en referencia al Emperador romano Claudio, al que admiraba fervientemente, fuera periódicamente bautizado por lo menos uno de los miembros de sus futuras generaciones.

En consecuencia se restringió la búsqueda a los descendientes de franceses llamados Claude y de ese modo se extendió la investigación al Quebec y posteriormente por causas imprevisibles a Haití. Fue en esta última en la que los investigadores se encontraron con el primer tropiezo serio. Había llegado entonces a oídos de su presidente Jean Claude Duvalier, hijo del famoso Papa Doc que, como su padre, gobernaba dictatorialmente al país, la noticia de la búsqueda de un descendiente de Carlomagno que se llamara Claude. Ni lerdo ni perezoso, y ambicioso como era, instruyó a sus esbirros para que difundieran la noticia de que era él el buscado descendiente del antiguo emperador francés.

Llegada que les fuera la noticia a los investigadores, fue casi inmediata la decisión de ir a Haití a entrevistar a ese Jean Claude, que bien pudiera hallarse vinculado por lazos de sangre al ascendiente francés. Grande fue sin embargo la decepción de ambos al comprobar que no existía el menor indicio de la relación potencialmente buscada y lo increíblemente cierto es que sin siquiera imaginarlo habían estado a un paso de encontrar al verdadero Claude porque muy cerca de allí en la Parroquia de Santa Bernardita de la barriada de Martissant, en el mismo Port au Prince residía entonces y ejercía su labor misionera el protagonista de esta historia, ubicado muchos años más tarde en su natal provincia canadiense de Québec.

Negarle la pretensión de convertirse en un descendiente de Carlomagno y lo que era aún más para el ambicioso Duvalier en Emperador de Côte d’Ivoire no podía sino generarle la más violenta de las reacciones y así fue como esa misma noche aparecieron en la residencia en que se hallaban alojados los dos expertos cuatro enormes tontons macute que a punta de pistola los obligaron a marcharse precipitadamente de Port au Prince, lugar en el que juraron no volver a poner los pies.

Mientras tanto, alertado por algunos colegas y tratando en parte de eludir un no deseado destino en aquel lejano y misterioso país del África nuestro futuro emperador decidió trasladarse al sur de Chile dispuesto a ejercer su vocación misionera entre los mapuches de la Auracania junto a los que vivió largos años ajeno a espurias ambiciones y a nobiliarias pretensiones. Varias veces sin embargo se vio obligado también allí a declinar algunos insistentes ofrecimientos de los mapuches, que prendados de su carácter y de su oratoria insistían en convertirlo en su lonko es decir en el cacique de una de sus comunidades afincadas apenas al sur del Bío Bío.

Transcurridos varios años en el seno de aquel pueblo indómito y bravío que había resistido durante siglos la dominación incaica y luego la española y que sigue resistiendo las imposiciones de una cultura que no le es propia, decidió nuestro Claude regresar a su país de origen para continuar allí cumpliendo con su compromiso bíblico y evangélico.

De modo que no lo sorprendió aquella tarde la visita de ese par de extranjeros que en nombre de un país lejano y nunca mencionado en las noticias cotidianas, venían a ofrecerle la posibilidad de integrar un proyecto vinculado al desarrollo social y humano de un territorio en el que la pobreza parecía ser uno de los indicadores más terriblemente representativos. Nada le dijeron entonces del proyecto del presidente de Côte d’Ivoire pero todo Trois Rivieres sabía aunque se lo mencionara soto voce que aquellos dos visitantes habían llegado con el único propósito de localizar allí al único descendiente, desconocido hasta entonces, del gran Carlomagno y también era vox populi que disponían ya de las pruebas para confirmarlo, aunque se desconocía quién sería y con qué objeto.

Y así fue como nuestro confiado y entusiasta misionero se embarcaba pocos días después, acompañado siempre, eso sí, por aquellos dos misteriosos personajes en un inesperado viaje hacia el África ecuatorial cuyo destino final sería Abidjan.

De modo que volviendo a su llegada podríamos recordar que se encontró de pronto con aquel insólito recibimiento que nadie parecía tener intenciones de explicarle. Así fue que se halló de pronto con un señor de mediana edad muy atildado que poniendo rodilla en tierra buscó su mano izquierda para besarle un anillo que desde luego no encontró y al que trató de pedirle que se irguiera diciéndole: «Mais, non, mais non…» que el genuflexo parecía no escuchar. A renglón seguido aparecieron dos o tres obispos y un arzobispo un poco más circunspectos aún que le tendieron sucesivamente sus respectivas manos y que tampoco le dieron a entender cuál era el motivo de tanto «rendez vous».

Claude atónito y al mismo tiempo desolado no acertaba a comprender en lo más mínimo lo que sucedía a su alrededor pero siguió mostrando su natural bonhomía a la espera de que los acontecimientos le fueran develando el inexplicable misterio que lo había conducido sin imaginarlo siquiera a tan extraña situación. Sonaron de pronto unas agudas trompetas y el primero que lo había saludado «genuflexamente» lo tomó del brazo y al son de las fanfarrias lo fue conduciendo hasta un imponente, negro y descapotable automóvil al que lo invitó a subir.

El recorrido fue corto, acompañado siempre por los músicos y por mucha gente que se agolpaba a lo largo de la ruta para verlos pasar. Finalmente se detuvieron y muy ceremoniosamente siempre bajaron del automóvil y el que llamaban Presidente y otros acompañantes se instalaron junto a él en un enorme salón, cuyos muebles estilo renacimiento le recordaban los viejos castillos europeos que alguna vez había visitado en condición de turista. Pero era evidente que aquí no había sido recibido como turista y le parecía demasiada movilización para un simple cura de barrio como se consideraba a sí mismo, pese a la importancia que hubiera podido tener el mencionado «proyecto» a cuyo requerimiento había respondido con su mejor e invariable buena voluntad.

Y fue allí entonces cuando se develó el misterio. Había sido convocado por las más altas autoridades políticas y eclesiásticas del país para que en su carácter de descendiente directo de Carlomagno asumiera la dignidad de Emperador de la nación con el objeto de garantizar la paz interior y la prosperidad de sus ciudadanos. Claude es un ser fuerte y absolutamente sensato y lo que estaba escuchando le estaba resultando a tal punto una caja de sorpresas que sintió que su físico y su cabeza casi lo arrastraban al desvanecimiento, pero como tantas otras veces en su vida, en situaciones difíciles, logró superarlo y pudo seguir escuchando las razones y los argumentos con que trataban de convencerlo hasta que aunque sin reponerse todavía del sofocón, aceptó la propuesta marfileña dispuesto a seguir dando de sí lo mejor y a hacer todo lo posible para ayudar a que toda aquella aparentemente honesta gente pudiera solucionar sus problemas.

No dudó ni un instante de que estando en sus manos la posibilidad de contribuir a la pacificación del país y a su progreso su deber estaba allí y su compromiso con ese país que aún debía conocer sería irreversible durante todos los años que le quedaran por vivir. Respiró hondo y se dispuso a seguir las instrucciones que todavía debía recibir. En primer término le informaron que la ceremonia de coronación ya se hallaba completamente preparada y que se realizaría en la hermosa catedral de Santa María de la Paz, sita en otra de las ciudades más importante del país, Yamusukro. Aquella catedral, le informaron, fue construida a imitación de la Basílica de San Pedro en el Vaticano y es uno de los templos más grandes del mundo, capaz de albergar hasta 18.000 personas en su interior y a unas 300.000 en la explanada rodeada de columnatas que imitan la de Bernini. No le era desconocida su existencia y menos aún su historia de despilfarro ya que su costo de 300 millones de dólares, en un país carcomido por la pobreza, resulta ciertamente ofensivo. Claude tragó saliva y se dispuso a aceptar las responsabilidades de su futuro cargo con la convicción de que ciertamente su aporte podría y debería ser positivo.

Tal como estaba previsto, pocos día después, mejor dicho exactamente a una semana de su llegada, lo instalaron en una nueva y suntuosa residencia y el día de su coronación, rodeado del fasto más inimaginable fue conducido a la Catedral, colmada de fieles, de curiosos y de toda una nutrida y variopinta concurrencia llegada de todos los rincones del país. Sintió un poco de vergüenza y otro poquito de miedo ¡Qué lejos estaba todo aquello de sus sueños de construir un mundo mejor! Subió lentamente los tres peldaños que lo llevaban al frente del altar donde ya lo esperaba una especie de trono dorado, tapizado en rojo y tachonado de perlas o algo parecido. Le habían puesto un manto recamado en oro y muy cerca de allí sobre el altar alcanzó a ver una corona de hierro, probablemente similar a la que se supone habría portado Carlomagno. Cerró los ojos y dijo para sí, sea lo que Dios quiera, espero no haberme equivocado al aceptar este ofrecimiento que tanto difiere de mi vida pasada y de mi promesa de ayudar a los más necesitados cualesquiera fuere el nivel de sacrificio que tenga que realizar.

De pronto una mosca lo despertó, se sacudió la modorra y vio junto a sí a un enorme muchacho negro que desde un «chiringuito» cercano había venido a ofrecerle algo de beber. Reconoció que se había quedado dormido en una reposera en la que había caído exhausto luego de una larga caminata por la costa de Abidjan. Se llevó instintivamente las manos a la cabeza, para comprobar si aún estaba allí la pesada corona que había sentido ceñir su sien comprobando con alivio que todo no había sido más que un extraño sueño del que acababa de despertar para emprender ahora sí la verdadera tarea para la que había sido convocado en su lejano Québec…

Se levantó, se sacudió la arena que llevaba adherida a sus piernas y a sus pies y ya un tanto más tranquilo emprendió el camino de regreso a su hotel.

¿Y yo? ¿Qué estoy haciendo yo finalmente en esta historia? Nada. Rien du tout simplemente la estoy escribiendo

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.