La corriente de la literatura política y el intelectual comprometido tuvo su apóstol en Jean Paul Sartre, pero ya antes del auge del existencialismo, tuvo importantes adherentes. La Guerra Civil Española dio lugar a una importante pléyade de intelectuales comprometidos que se reunieron en el famoso congreso de Valencia en 1936. Mientras en España se […]
La corriente de la literatura política y el intelectual comprometido tuvo su apóstol en Jean Paul Sartre, pero ya antes del auge del existencialismo, tuvo importantes adherentes. La Guerra Civil Española dio lugar a una importante pléyade de intelectuales comprometidos que se reunieron en el famoso congreso de Valencia en 1936. Mientras en España se luchaba por el porvenir de la humanidad, en Moscú se iban mitigando las esperanzas en la utopía.
Los procesos, que sirvieron para erradicar toda oposición a Stalin, tuvieron de terrible fiscal a Andrei Vishinsky y su objetivo fue aniquilar a Bujarin y su grupo, dos años después de haber liquidado a Zinoviev. Fue esa purga política la que dio lugar a un libro, punto de partida de muchas rectificaciones: «Oscuridad al mediodía», de Arthur Koestler, traducido al español como «El cero y el infinito».
Judío húngaro, educado en Viena, Koestler poseía el cosmopolitismo centro europeo. Se unió al partido comunista y permaneció siete años militando en él. Mientras de una parte los escritores «progresistas» se unían contra el capitalismo, que había dado tan pésimos resultados conduciendo al crac del 29, de la otra Trotsky llegaba a la idea de que el comunismo ruso, tras subordinar todos los demás movimientos comunistas a sus propios intereses, se había convertido en una fuerza contrarrevolucionaria. Según Bujarin, Stalin era un maquinador absoluto para quien su verdadera preocupación era conservar el poder y lo subordinaba todo a ese fin, hasta la teoría marxista. Koestler fue un testigo privilegiado de esta desintegración del idealismo revolucionario. El personaje central de su novela, Rubashov, se considera culpable de no haber comprendido a tiempo las necesidades de la razón de Estado ante la cual hay que supeditar la individualidad. Pero comprende que él y sus coetáneos han sido una generación sacrificada a la historia. Las energías de esta generación, declara, se han agotado en la revolución, Nos hemos desangrado y no queda nada de nosotros, solamente una masa de carne gimiente y apática destinada a la inmolación.
Finalmente Rubashov capitula, manifiesta su lealtad al Número Uno y se declara culpable de haber puesto la idea de hombre por encima de la idea de humanidad. Peculiar «desviación» que mucho se repitió en aquellos tiempos de generoso altruismo y esperanzada creencia en la redención del mundo. Rubashov pedía una mayor liberalización, una reforma democrática del partido pero llega a la conclusión que esas demandas, en la situación imperante, eran objetivamente contrarrevolucionarias. El bastión de la nueva era no podía ponerse en riesgo. Mientras tanto desaparecía el intento de liberar al ser humano de todas sus servidumbres. El partido ya no significaba el futuro del hombre sino más bien su sombrío pasado.
Fueron situaciones como la desilusión de Andre Gide, los casos de Koestler y Victor Serge, las arremetidas teóricas de Raymond Aaron y Merleau Ponty, las que fueron erosionando las posiciones del escritor comprometido (l’ecrivain engagée), tal como lo pretendía Sartre y condujeron a la literatura de aislamiento y vida interior,
Arthur Koestler fue un producto de la Guerra Fría. Tras haber fracasado en su intento de abrazar el hebraísmo, tras quedar profundamente decepcionado del comunismo, su única razón de ser, su tabla de salvamento, fue un anticomunismo estéril, manipulado por las fuerzas sombrías de la contrarrevolución mundial. Fue un activo colaborador de la CIA, amigo personal de John Foster Dulles.
Pero no hay que olvidar que a una acción corresponde su reacción. Koestler supo reconocer, en otros, el fenómeno que le afectaba: la devoción exaltada que puede conducir a la irracionalidad. Esa lealtad mal entendida lleva a rendir la individualidad a la omnipotencia del Estado, del partido o del dirigente máximo. No hay cabida para la resistencia interior y mucho menos para la oposición organizada. Crear, edificar y unir eran los únicos estímulos de los constructores de la nueva sociedad. Ese estado de ánimo llegó a trasmitirse, de manera más o menos atenuada, a los intelectuales de todo el mundo en la década de los treinta.
Con la desilusión de esos escritores se fue desvaneciendo la vertiente efusiva de los intelectuales identificados con las causas políticas que ha vuelto a renacer tras la arremetida del gobierno reaccionario de Bush. La identificación de la ética con el menester literario produjo una generación de abanderados de las causas que trascienden el destino individual. La realización personal fue abandonada por la trascendencia de lo colectivo. El entusiasmo por las reformas sociales dominó el siglo XX, quizás como ninguna otra época desde los tiempos de Lutero. Koestler la llamó «La era del anhelo».