Ha hecho carrera entre los dirigentes de «izquierda» y de las organizaciones sociales de Colombia, incluso entre los integrantes de las guerrillas desmovilizadas y reincorporadas a la vida civil, la creencia de que el Estado les va a brindar seguridad, frente a la acción criminal de los grupos armados ilegales que están en crecimiento en […]
Ha hecho carrera entre los dirigentes de «izquierda» y de las organizaciones sociales de Colombia, incluso entre los integrantes de las guerrillas desmovilizadas y reincorporadas a la vida civil, la creencia de que el Estado les va a brindar seguridad, frente a la acción criminal de los grupos armados ilegales que están en crecimiento en la actualidad, llámense paramilitares, guerrillas, bacrim, disidencias o grupos delincuenciales.
Es indudable que hay que exigir esa seguridad porque se supone que el Estado debe ofrecer ese servicio público a toda la población. Pero creer que el gobierno les va a garantizar plena protección a los líderes sociales o a los dirigentes políticos que enfrentan las políticas del gran capital transnacional o de las mafias empotradas en todas las áreas de las economías ilegales y criminales existentes, es ser demasiado ingenuo. Mucho más, con lo vivido en Colombia.
Para los teóricos del liberalismo clásico o de las teorías políticas en boga (Kelsen, Rawls, Habermas, Mouffe, etc.), el Estado es garante de derechos para todos los ciudadanos. No obstante, la realidad del mundo, de Latinoamérica y de Colombia, nos indica que no es cierto y que nunca lo será. Pueda que en los países más «desarrollados» en donde las castas dominantes «subsidian sus democracias» con los recursos extraídos y robados a las colonias (viejas y nuevas), esa apariencia «garantista» engañe a muchos «creyentes». Pero la realidad es muy diferente.
Lo visible es que los «Estados democráticos» muestran hoy su verdadera naturaleza despótica. La crisis acumulada por el capitalismo, que se manifiesta con el actual derrumbe de la globalización neoliberal, que, a su vez, provoca la aparición y el fortalecimiento de «nacionalismos populistas» (algunos de ellos con tintes claramente fascistas), es una demostración de lo que siempre hemos sabido: El Estado es una máquina de opresión al servicio de los poderosos (Marx).
En Europa los «Estados democráticos» son garantes de derechos para «sus» ciudadanos, especialmente, «contribuyentes». Pero para los trabajadores precariados, para los granjeros empobrecidos, para la población invisibilizada de áreas rurales, para los migrantes pobres e ilegales, para la juventud desempleada, esos Estados son verdaderas máquinas de opresión y de guerra. Y lo mismo ocurre en EE.UU. y en todo el mundo. No debe haber la menor duda.
«Quien paga impuestos tiene derecho, los demás que se vayan» repiten a coro Trump, Orbán, Salvini, y otros. Ellos saquean y destruyen nuestros pueblos y países y cuando los migrantes pobres expulsados de África, Asia o América Latina, llegan a sus territorios en busca de trabajo, los discriminan y les ponen muros, los persiguen, encierran y expulsan, y en algunos casos, los matan sin ningún pudor. Sus falsas democracias ya no engañan a nadie. Han perdido la verguenza.
Por ello, frente a una realidad que no se puede ocultar, seguir creyendo que esos Estados van a proteger a nuestros líderes, además de ingenuidad es un crimen (inconsciente). Lo que ocurre en Colombia es un exterminio sistemático. Las comunidades organizadas deben rediseñar su estrategia de resistencia. Las «guardias indígenas» deben servir de ejemplo y referencia, sirven para hacer inteligencia, vigilancia y alerta, pero, ahora toca «poner el cuerpo» -como dice Raúl Zibechi-, pero también hay que hacerlo bien. No podemos dejarnos matar pero tampoco caer en la trampa y la provocación que busca producir masacres y desplazamientos masivos.
Hay que identificar a los sicarios, aislarlos y golpearlos. Si en verdad, hay trabajo organizado, no podemos pedirle a nuestra gente más sacrificios. El derecho a la defensa está garantizado en todo el mundo. No se trata de dejarnos llevar a una guerra abierta, que ya mostró sus grandes limitaciones en Colombia, pero la protección de nuestras comunidades y líderes ahora debe correr por cuenta nuestra. ¡No se puede seguir llamando al ratón a cuidar el queso!
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