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El feminismo de José Luis Sampedro

Fuentes: Público

José Luis Sampedro no sólo era buena persona, simpático, amable y compasivo, lúcido economista, excelente profesor, cercano y didáctico, inteligente analista crítico de la política actual, y buen escritor, sino no menos feminista. Ideología que pocos de sus exégetas deben valorar puesto que en nada la resaltan en los elogios fúnebres que leo. Conocí a […]

José Luis Sampedro no sólo era buena persona, simpático, amable y compasivo, lúcido economista, excelente profesor, cercano y didáctico, inteligente analista crítico de la política actual, y buen escritor, sino no menos feminista. Ideología que pocos de sus exégetas deben valorar puesto que en nada la resaltan en los elogios fúnebres que leo.

Conocí a Sampedro en un programa de televisión de entrevistas que dirigía Mercedes Milá, en los tiempos en que esta reunía a los personajes del país que podían aportar cultura e inteligencia a los debates televisados, y fue un amor instantáneo el que sentí por él porque se lo merecía. Era sorprendente, en aquellos infaustos años ochenta que un hombre de su edad tuviera y defendiera con el apasionamiento que le caracterizaba, las ideas más avanzadas sobre la condición y los derechos de la mujer. Y así fue durante toda su vida.

Tuvo la generosidad de venir a mi casa situada en una buhardilla del centro de Madrid, con lo que tuvo que subir cuatro pisos a pie, para que le hiciera una entrevista para publicarla en el número de la revista Poder y Libertad del Partido Feminista, dedicado al amor. Y sus respuestas a todas las sensibles y trascendentales cuestiones que se refieren a los sentimientos, la sexualidad, las relaciones entre hombres y mujeres y entre padres e hijos, fueron las más acertadas y originales de las que me dieron los diferentes intelectuales a los que entrevisté para aquel número.

Y no solo porque aceptase la igualdad de la mujer con el hombre, su derecho a una sexualidad libre y gozosa, a controlar su natalidad y a decidir interrumpir un embarazo no deseado, y rechazara indignado el machismo que dominaba a la mayoría de los hombres, sino porque era capaz de comprender la sensibilidad femenina, sus anhelos y sus frustraciones y dolerse de las opresiones que padecían las mujeres del mundo entero, con una ternura que conmovía. Aquella entrevista debería ser objeto de estudio en los institutos y universidades, para enseñanza de alumnos y de profesores, cuando tantos intelectuales que hoy sientan cátedra muestran un antifeminismo burdo y carpetovetónico.

Su feminismo era parejo e imbricado, como debe ser, en sus principios revolucionarios. Le recuerdo la noche en que unos cuantos fieles militantes nos reunimos en la plaza de Colón para manifestar nuestro apoyo al Ejército Zapatista de México que había hecho su primera aparición pública. Nos habló, con la indignación que le caracterizaba, de la maldad intrínseca del sistema capitalista. Y lo decía desde su experiencia de cincuenta años de su cátedra de economía, de sus observaciones y de sus viajes por numerosos países. Y nos advirtió, «¡No esperéis nada del capitalismo! ¡Nada más que explotación, guerras y muertes! Dentro del sistema capitalista no se puede pedir ninguna justicia, ningún reparto de la riqueza, ninguna compasión para los más débiles». Y él, que por su ascendencia familiar y relaciones sociales podía haber obtenido rendimientos políticos, sociales y económicos como los que tantos personajes de mucha menor valía disfrutan en la actualidad, siempre fue fiel a su ideología, siempre defendió públicamente sus críticas a un sistema que era bendecido en todas las cátedras y tribunas, y nunca contemporizó ni consensuó ni toleró la mentira de la propaganda oficial.

Su coherencia con los pensamientos e ideales que defendía se mostraba en su propia conducta. Cuando lo conocí hacía poco tiempo que había perdido a su esposa, y el profundo dolor que ello le causaba había marcado su vida. Había sido su camarada, su amante, su amiga, y hablaba de ella como pocos hombres lo hacen de la mujer con la que han vivido largos años. Cambió de casa porque me confesó que no podía soportar seguir en el mismo entorno en que la había tenido a su lado, ahogado por la soledad y la pérdida de su compañera. Me relató cómo había escrito su novela La Sonrisa Etrusca mientras su mujer estaba internada en el hospital y como iba allí a leerle cada capítulo y como ella se emocionaba con su texto y le ofrecía sus comentarios. La Sonrisa Etrusca, una deliciosa crónica de la evolución de un hombre elemental y machista hacia la comprensión de los problemas femeninos, analiza y critica mejor que muchos ensayos la raíz del machismo y de los desencuentros entre los sexos. Yo difundí su obra entre mis compañeras feministas y su lectura creó adictas y amigas con las que se escribió hasta el final de su vida.

Pero es en la obra más original de su creación El Amante Lesbiano, donde se expresa en toda su profundidad y trascendencia la complejidad de los papeles sexuales de los seres humanos. Es inaudito que un autor de ochenta años, en la casposa España de siempre, pueda imaginar y defender los principios que se expresan en esa novela, con la particularidad de que incluso la escribe en primera persona, sin importarle las escandalizadas críticas que pudiera recibir de los más reaccionarios, frente a los misóginos escritores que forman la cúspide de la literatura española actual. Lo comentamos Carlos París y yo, a la vez que conocíamos la admiración que había suscitado en tantos lectores y lectoras y le llamamos para felicitarle, y él, con lúcido acierto, nos recordó que el criterio de las clases dominantes, incluyendo las culturales, no corresponde con el de amplias capas del pueblo, tantas veces más avanzadas y revolucionarias. Tanto el movimiento feminista, como el movimiento gay, como los transexuales, bisexuales y la tendencia queer deberíamos haberle hecho el homenaje que con tanta tacañería se le hurtó.

Yo le rendí mi humilde homenaje dedicándole la edición de mi obra de teatro ¡Vamos a por Todas! y él me lo agradeció con una carta que es una joya.

Le debo también que accediera a presentarme mi ensayo Amor, Sexo y Aventura en las mujeres del Quijote, a pesar del cansancio que ya le suponía pasar dos horas sentado en una tribuna, escuchando a otros oradores. Y lo que marcó su intervención fue la indignación que mostraba ante el episodio que yo narro en la obra del criminal que había violado y asesinado a una muchacha inglesa en Mallorca porque se había negado a prestarse a sus requerimientos sexuales. Y el hincapié que hizo sobre ese episodio machista, diferenció ostensiblemente su discurso del de los demás presentes, más interesados en analizar la obra clásica que en denunciar las desgracias actuales que siguen sufriendo las mujeres.

Se mostraba especialmente irritado con las normas y dogmas de la Iglesia Católica, sobre todo en lo referente a las prohibiciones, segregaciones y desprecio con que trata a las mujeres y así lo expresaba en todas las ocasiones que se le presentaban, en conferencias, entrevistas y programas de televisión, con una claridad y rotundidad como no tienen la mayoría de intelectuales y políticos de izquierda en nuestro país, siempre tan pusilánimes y melifluos en sus juicios sobre la Iglesia.

José Luis Sampedro, ya en el ocaso de su vida, siempre atendió mis cartas, siempre leyó mis libros. De él conservo como un tesoro el elogio que me hizo cuando le llamé la primera vez, para molestarle pidiéndole que participara en los actos que yo organizaba, de que no podía negarme nada porque yo era una persona que siempre había admirado por mi coherencia.

El admirable y amado por la suya, por su valor, por su lucidez, por su independencia y por su feminismo era él.

* Lidia Falcón es abogada y escritora. Líder del Partido Feminista

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