Un resultado que, desde mi punto de vista, confirma una opinión que vengo defendiendo desde hace tiempo: el PSOE de Sánchez es el actor político garante de la unidad de España, de la normalización política, de la revolución pasiva del Régimen del 78. Se ha comido a quienes surgieron desafiándolo: Podemos y el independentismo catalán.
Solo una derecha española constantemente hiperventilada e incapaz de asumir no tener el poder político (pese a tener todos los demás) nos hace parecer lo contrario, incluido a unas izquierdas que han fenecido en su subalternidad con respecto al PSOE.
El PSOE es siempre el que ejerce de
gatopardo en el sistema político español, cambiando lo necesario
para integrar a los potenciales antagonistas del orden con la
finalidad de evitar que una transformación profunda en todos los
órdenes pueda tener lugar. La derecha española, por su esencialismo
españolista y su concepción patrimonialista del poder, no puede
llevar a cabo esta labor. Basta con mirar la historia de las últimas
décadas para confirmarlo.
Sánchez tuvo que subirse a la ola
de indignación propiciada por el 15M y por la traducción política
del primer Podemos, jugando a parecer más de izquierda de lo que es
(un oportunista dispuesto a mirar hacia donde le convenga) para,
primero, renovar internamente a su partido y, después, comerse a
Podemos y al independentismo catalán. Y todas estas tareas las ha
conseguido. Los dos fenómenos que más preocupaban a Emilio Botín
antes de morir han sido anulados por el PSOE. España no se rompe,
los ricos ganan más que nunca y los pobres se conforman con que «no
gobierne la derecha”, habiendo enterrado las expectativas de
superación del orden existente.
Comprender este fenómeno es puro estudio gramsciano. Limitarse a ser muleta del PSOE (con más o con menos gritos, seas Podemos, Sumar o la izquierda independentista) y decir que estás gobernando cuando tan solo estás haciendo lo que el PSOE te deja, mientras te impone las decisiones importantes es, precisamente, no haber entendido nada del pequeño sardo. Y esto, por más fotos suyas que algunos líderes político-intelectuales lleven en su camiseta o en su ordenador.
Otra cuestión de estas elecciones catalanas: los bandazos se pagan. ERC jugó primero a ser el representante del independentismo histórico verdadero. Después, al pragmatismo político. Y entre medias, a volver a ser el más duro del campo independentista, compitiendo con Junts. Demasiados giros para «eixamplar la base», que han mareado tanto a su electorado que este les ha abandonado.
Puigdemont consigue
recoger una pequeña parte de la debacle de Esquerra, pero de manera
claramente insuficiente tanto para su carrera personal como para el
objetivo político de la consecución de la República Catalana Su
figura como President y líder del Procés está agotada, porque el
propio Procés lo está.
Por otro lado, el PP logra un ascenso
importante, beneficiándose con claridad de la desaparición de
Ciudadanos (una prueba más del agotamiento del Procés, ya que
fueron impulsados contra este) y VOX aguanta. El españolismo, en sus
versiones de centro izquierda (el PSC también recoge voto del caudal
perdido de Ciudadanos), de derecha y de ultraderecha logra la mayor
fuerza parlamentaria de los últimos años. Mientras tanto, la
izquierda autodenominada como federalista (que no ha dejado de ser,
en la práctica, otra pata más del campo españolista) sigue su
descenso generalizado en todo el Estado español. Una tendencia que
parece difícilmente reversible a corto y medio plazo.
Por último, la abstención en el campo independentista es trascendental. Gran parte de su base social se siente engañada por buena parte de la dirigencia de dicho campo, tras una gestión del post octubre de 2017 que ha reconducido la política a los cauces autonomistas, mientras seguían hablando de una ruptura y una independencia que tan solo era plausible en su boca. Y este desencanto también influye en la aparición de una ultraderecha independentista que construye el pueblo catalán frente a los inmigrantes.
El procesismo ha muerto, y quien no lo asuma seguirá cayendo. Pero el independentismo, como proyecto político, sigue vivo. Será tarea de futuros liderazgos y militancias volver a ponerlo en pie.
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