Que el conocimiento de nuestra historia contemporánea sigue siendo pasto de tergiversaciones no le es ajeno a quien conozca el éxito de los best sellers del revisionismo franquista que han anegado los anaqueles de nuestras librerías en los últimos años. Es un síntoma de que algo ha fallado, de que la investigación académica, liberada de […]
Que el conocimiento de nuestra historia contemporánea sigue siendo pasto de tergiversaciones no le es ajeno a quien conozca el éxito de los best sellers del revisionismo franquista que han anegado los anaqueles de nuestras librerías en los últimos años. Es un síntoma de que algo ha fallado, de que la investigación académica, liberada de la mordaza a la que fue sometida durante la dictadura franquista y enormemente prolífica en estudios en la transición democrática no ha calado hasta los niveles básicos de la enseñanza, allí donde la mayoría de los ciudadanos adquiere el conocimiento de su historia reciente. Es como si, frente a los avances en la Biología, en las aulas continuase prevaleciendo la enseñanza del creacionismo o de los humores galénicos en Medicina.
La publicación del Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia no deja de ser un caro monumento -6,4 millones de euros aportados por los Ministerios de Educación e Industria- a una historiografía caduca y a la egolatría de alguno de sus inspiradores. Tampoco es la primera vez que la vetusta institución rinde un servicio al conservadurismo rancio: durante el mandato de José María Aznar y bajo la égida en el Ministerio de Educación de Esperanza Aguirre y Pilar del Castillo proporcionó munición para la renacionalización del currículum escolar, supuestamente amenazado por los nacionalismos periféricos, los localismos y la disolvente pedagogía moderna. Fue la época en que alguien del citado Ministerio se lució afirmando que en las clases de Historia había que enseñar quién, dónde, cómo y cuándo de los hechos, pero no las razones, que son controvertibles.
Como es conocido, el contenido de algunas de las reseñas biográficas aparecidas en los 25 tomos publicados (de un total previstos de 50) suscitó una enorme alarma en el gremio de los historiadores y en la sociedad en general. La obra que, en origen, debería ofrecer el canon informativo sobre los personajes que han protagonizado la Historia española a lo largo de los siglos mostró un perfil muy caracterizado para aquellos cuya biografía transcurrió en los años decisivos del siglo XX, los que van de la crisis de la Restauración y la República hasta el Franquismo, pasando por el hito fundamental de la guerra civil: una apreciación hagiográfica de los individuos vinculados al conservadurismo, la Iglesia o el Ejército tradicional, y marcadamente peyorativa para los ligados a posiciones republicanas y de izquierdas. El paroxismo de esta óptica sesgada se alcanza en la reseña biográfica del general Franco, elaborada por un devoto Luís Suárez Fernández, medievalista de formación y responsable de la Fundación Francisco Franco. Todo un monumento a la parcialidad, la tergiversación y el empleo de sofismas para ocultar deliberadamente la naturaleza dictatorial del régimen político que imperó por la fuerza y la represión entre 1939 y 1975.
El escándalo trascendió del mundo académico y se convirtió en tema de debate social. Desde entonces, lo que empezó siendo motivo de crítica va camino de convertirse en objeto de chanza, a tenor de las supuestas medidas de corrección propuestas por el Ministerio sufragante, encabezado ahora por el impetuoso José Ignacio Wert. Se propone la corrección de 31 biografías e incluso la redacción de una versión alternativa de las más polémicas. Es decir, si a usted no le complace la idea de un Franco «autoritario pero no totalitario» siempre podemos ofrecerle la del «dictador con las manos manchadas de sangre». Si estamos extendiendo la lógica del mercado a la sanidad y a la educación, ¿por qué no a la pluralidad de productos historiográficos, y que el consumidor decida cuál es la verdad histórica que le queda a medida? ¿Se imagina el lector algo así en Alemania: «Tenemos dos biografías del Führer: Hitler, el genocida implacable, o Adolf, el mañoso acuarelista de paisajes vieneses»?
Todo lo que precede es el corolario de una atroz falta de conciencia colectiva sobre la trascendencia del conocimiento de nuestra Historia reciente. Ahora bien, cabe decir que, en este sentido, lo peor no es lo de la Academia. Más preocupante es lo que ocurre en la enseñanza obligatoria. En la actual ordenación de la ESO, la Historia reciente se imparte en el último curso. Tres horas semanales no son suficientes para completar un temario que abarca desde el siglo XVIII hasta hoy. En la práctica, es probable que muchos estudiantes estén abandonado la escolarización sin un conocimiento adecuado de las raíces de la sociedad en que se insertarán como ciudadanos activos. Los libros de texto son una herramienta habitual en el aula. La mayoría se acogen a un modelo teleológico, en el que los acontecimientos se encadenan para conducir a un final previsible. La República y la guerra civil van emparejadas en una misma unidad didáctica. La República queda connotada como un periodo conflictivo cuyas contradicciones desembocan fatalmente en tragedia. Se emplea el término «bando» para referirse a las partes en guerra, como si el gobierno legítimo y los sediciosos estuviesen en plano de equivalencia. ¿Sería aceptable una lectura del 23-F que lo describiera como el choque de los bandos de Milans-Tejero-Armada, y el monárquico-constitucional? ¿Aceptaría la derecha democrática que la figura de Suárez fuera pintada con los trazos con que le caracterizó el búnker?
Con la cesura entre guerra civil y franquismo, este queda exonerado de su origen. Como si el franquismo no hubiera sido siempre el «Estado del 18 de julio» o, parafraseando a Clausewitz, la continuación de la guerra civil por otros medios. Sin embargo, según los manuales, tras una fase de aislamiento, implantó el desarrollismo gracias a su alianza con los EEUU. A partir de la Guerra Fría se suceden los hitos que hicieron eclosionar la democracia desde el seno del propio sistema. El crecimiento económico sirvió para legitimar y reforzar al régimen, que poco a poco fue iniciando una reforma política, aunque muy tibia: La Ley Orgánica del Estado (1967), la Ley de Prensa de Fraga (1966)… Los gobiernos tecnócratas del Opus Dei impulsaron el crecimiento económico: España pasó, en afortunada y rancia imagen, «de la alpargata al 600». Se nutrieron las clases medias que, primero como mayoría silenciosa y luego como base social del consenso, se constituirían, junto con el Rey, en los motores del cambio. El turismo contribuyó a relajar las costumbres y la rígida moral católica y la emigración al exterior abrió nuevas perspectivas a la mano de obra. La culminación del aperturismo fue el nombramiento de Juan Carlos de Borbón, en 1969, como sucesor de Franco a título de Rey. Colorín, colorado.
Episodios fundamentales de la memoria democrática quedan invisibilizados. Poco o nada leerán los estudiantes sobre exilio, maquis, resistencia en Francia, españoles en los campos nazis, cárceles y trabajos forzados, ejecuciones sumarísimas, depuración del magisterio, leyes de excepción y tribunales especiales, clandestinidad, persecución de otras religiones y de la objeción de conciencia, Ley de Peligrosidad Social, censura moral e intelectual, violencia en la transición, temas que deberían ser de obligado conocimiento para la correcta valoración del precio al que se consiguieron las libertades democráticas. Sobre estos auténticos protagonistas de aquella lucha que, si bien no pudieron lograr su objetivo de derribar a la dictadura, sí consiguieron erosionarla, primero, e impedir su perpetuación después, cae en los manuales escolares de nuestro sistema educativo el más impenetrable de los silencios.
Frente a este estado de cosas, un grupo de historiadores, especialistas en Historia Contemporánea en diversas áreas (política, social, económica y cultural) fuimos convocados por el editor Gonzalo Pontón a elaborar una respuesta al Diccionario de la Academia, así como a una visión manipulada de nuestro pasado como sociedad. El resultado el En el combate por la Historia, el volumen colectivo publicado por Pasado&Presente que, más allá de su denominación comercial como Contradiccionario ha tratado de responder al espíritu del título tomado de la obra de uno de los grandes renovadores de la historiografía, Lucien Febvre. Junto con Marc Bloch, Febvre fundó la Escuela de Annales y planteó el estudio y la divulgación de la Historia como un compromiso del historiador con el mundo y la sociedad en la que vive. Bloch llevó este compromiso hasta sus últimas consecuencias, uniéndose a la Resistencia y siendo, por ello, fusilado por los alemanes en 1944. Los historiadores, los docentes tenemos que asumir la tarea de desvelar a los ciudadanos de mañana la realidad de nuestro pasado reciente. Es un imperativo no ya historiográfico, sino cívico.