El pasado día 17, Bush promulgó una nueva ley con la pretensión de salvar las pensiones de los norteamericanos. Porque, aunque aquí haya pasado casi desapercibido, lo cierto es que desde hace algunos años las pensiones están en quiebra, pero no en Europa, sino en Estados Unidos, y no las públicas, sino las privadas. La […]
El pasado día 17, Bush promulgó una nueva ley con la pretensión de salvar las pensiones de los norteamericanos. Porque, aunque aquí haya pasado casi desapercibido, lo cierto es que desde hace algunos años las pensiones están en quiebra, pero no en Europa, sino en Estados Unidos, y no las públicas, sino las privadas. La Oficina de Auditoría del Congreso ha estimado que el déficit conjunto de los fondos privados asciende a seiscientos mil millones de dólares.
El PBGC, organismo público encargado de pagar las pensiones en Estados Unidos cuando los fondos privados resultan insolventes, atiende ya las jubilaciones de un millón de trabajadores. El peligro que se quiere evitar es que este organismo se vea arrastrado también a la bancarrota y que suceda algo parecido a la crisis de las cajas de ahorros de los años 80, cuando el Estado se tuvo que hacer cargo de la deuda. Un estudio del Congreso norteamericano cifró el coste para el erario público en cuatrocientos ochenta y un mil millones de dólares. Por otra parte, la asunción del pago de las pensiones por el PBGC representa para los trabajadores un cierto expolio, ya que las prestaciones abonadas por este organismo son mínimas y muy inferiores a las que les corresponderían en los respectivos fondos.
Durante años en nuestro país y también, aunque en menor medida, en Europa, desde distintas instancias y tribunas, incluyendo los organismos internacionales, se nos ha intentado convencer de que el sistema público de pensiones era inviable, que estaba predestinado a la quiebra y que la única alternativa posible eran los fondos privados de pensiones. Y hete aquí que son precisamente éstos los que se han mostrado más vulnerables, lo cual no debería extrañarnos puesto que por poco idóneos que sean los gobiernos, los Estados suelen ser más fiables que las empresas privadas. En Estados Unidos las dificultades de los fondos han surgido porque las grandes corporaciones no han aportado las cantidades que les correspondían, amparadas en que la burbuja financiera y tecnológica había revalorizado sus inversiones; cuando ésta pinchó, se acudió a la ingeniería contable disfrazando con la permisividad de las autoridades los déficits existentes.
Los adalides de los fondos privados aducen sin ningún fundamento su mayor seguridad y rentabilidad. Conviene resaltar que un plan privado de capitalización no puede garantizar unas prestaciones determinadas. Al tratarse de planes a largo plazo, van a estar sometidos a incertidumbres tales como las tasas de inflación y las rentabilidades futuras. En realidad, es imposible medir el valor final de los fondos acumulados. Evidentemente, el capital se evalúa en unidades monetarias, pero el fondo de pensiones no es un número de unidades monetarias, sino que ha tenido que transformarse en capital real, equipos productivos, etcétera, y, por consiguiente, cambia de valor de acuerdo con variables tales como las técnicas de producción y el porcentaje de distribución de la renta. Por otra parte, si se pretende alcanzar una certidumbre razonable, es obvio que habrá que diversificar las inversiones, huir de las de alto riesgo y, por lo tanto, habrá que esperar que su rentabilidad coincida con el rendimiento promedio del conjunto del capital instalado en el sistema económico; es decir, esa rentabilidad tendrá una evolución parecida al crecimiento económico y al incremento de los ingresos del Estado.
No hay por qué suponer, pues, que desde el punto de vista económico las prestaciones por término medio hayan de ser muy distintas en un sistema de capitalización de las que podrían darse en un sistema público, siempre y cuando exista la voluntad política de mantenerlo y de indiciarlo de acuerdo con la inflación, tal como se configura en el artículo 50 de nuestra Carta Magna. Por otra parte, por mucho que hoy se hable de quiebra de la Seguridad Social y del Estado, existen muchas más probabilidades, como lo demuestra el caso de Estados Unidos, de que sean las aseguradoras o entidades financieras las que quiebren, y si no lo hacen, es precisamente porque el Estado las sanea con cargo al erario público.
Otro inconveniente de los fondos privados de pensiones proviene de las características diversas de las empresas en las que prestan sus servicios los trabajadores, y la desigualdad que ello genera. En las grandes sociedades o empresas públicas, los trabajadores, organizados en sindicatos, tendrán más fuerza para presionar y conseguir acuerdos encaminados a la constitución de planes de pensiones; mientras que para la gran mayoría de empleados -con relaciones laborales más precarias y en sectores y explotaciones más frágiles, donde apenas existen las organizaciones sindicales o, si existen, carecen de fuerza- la posibilidad de conseguir planes empresariales será nula. En realidad, lo que a menudo se olvida es que el fundamento y el sentido de la Seguridad Social radica precisamente en su carácter redistributivo y en la cobertura generalizada del riesgo de vejez. Bien es verdad que no nos movemos en un sistema por completo igualitario, y que las pensiones son diferentes en función de los años de cotización y de las bases sobre las que se ha cotizado; pero no es menos verdad también que no existe una proporcionalidad estricta entre cotización y prestación. Es este carácter universal y compensatorio, en el que se exige una caja única, lo que diferencia radicalmente el sistema público de los planes privados, y lo que impide que éstos puedan constituirse en alternativa.
Pero en el caso de España la disfuncionalidad es mucho mayor porque cuando se habla de planes de pensiones privados no se está haciendo referencia a verdaderos fondos de pensiones privados, tal y como existen en Estados Unidos, alimentados por las aportaciones de las empresas. Éstos se dan en España exclusivamente en algunas sociedades que fueron públicas y en determinados bancos o entidades financieras y siempre como complemento a la Seguridad Social. Lo que en nuestro país llamamos indebidamente fondo de pensiones tiene de todo menos de pensiones. Si analizamos con cuidado esa charanga publicitaria, descubriremos que en realidad se trata simplemente de una forma de ahorro individual. La única alternativa que ofrecen a las pensiones públicas es que cada persona, de forma individual, ahorre para la vejez. Pero para ese viaje no hacían falta tales alforjas, eso ya lo sabíamos. Resulta insultante, sin embargo, que encima quieran indicarnos a qué tipo de inversión debemos canalizar nuestro ahorro. ¿Por qué en fondos y no directamente en bolsa o en vivienda o en un negocio o en obras de arte o de cualquier otra manera? En realidad, los fondos de pensiones individuales no son más que una forma de ahorrar y no precisamente de las más ventajosas para el inversor. El neoliberalismo económico, que canta loas al mercado, está presto a traicionar sus leyes tan pronto como le interesa, y por ello propone discriminar fiscalmente un sistema de ahorro frente a los demás.
Los fondos de pensiones individuales sólo benefician a las entidades financieras y, si los consideramos detenidamente, carecen de toda razón de ser. De hecho, dejarían de existir tan pronto como perdiesen los beneficios fiscales. Para el partícipe carecen de todo aliciente: ausencia de liquidez, carencia de control sobre la inversión, importantes comisiones. Pero precisamente las que son rémoras para el cliente se convierten en ventajas para las entidades financieras. Fondos cautivos que pueden manejar a su antojo a través de las gestoras, y que les dotan de enorme poder económico al tiempo que les permiten apropiarse, mediante distintas comisiones, de casi toda la rentabilidad que tales recursos puedan generar.