Poco o nada se ha escrito sobre el reciente intento de derrocar al Gobierno aprovechando la crisis del coronavirus.
Algunos comentaristas, como el catedrático de Derecho Constitucional Pérez Royo, han calificado la intentona de “golpe de Estado duro”. El calificativo de “duro” se debe a que los conspiradores pretendían encarcelar al Gobierno y se supone que también a los disidentes más conspicuos. Realmente, el complot no se puede calificar en sentido estricto como golpe de Estado, puesto que en los proyectos de los complotados no entraba el sacar los tanques a la calle, no por falta de ganas, sino por la imposibilidad de llevarlo a cabo. Buscaban más bien un plante militar y del Instituto Armado de la Guardia Civil.
Los conspiradores se basaban en el artículo 8 de la Carta Magna, que atribuye a las Fuerzas Armadas la defensa de la Constitución, caso único en Europa, pues en los países civilizados la Constitución la defienden los tribunales constitucionales u organismos equivalentes. En un Estado de Derecho, con separación de poderes, las leyes las defienden los jueces, que son los que interpretan y deciden si se respetan o no las normas. Dejar la interpretación de la Carta Magna en manos de la cúpula militar supone el riesgo de que cualquier general piense que se está vulnerando la ley y decida por su cuenta acciones que no le corresponden. Atribuir a las Fuerzas Armadas la defensa de la Constitución fue una más de las imposiciones de los generales franquistas para garantizar que la Transición no se iba a descontrolar y que las autonomías catalana y vasca iban a ser similares a la murciana.
Los complotados para conseguir un enfrentamiento del Gobierno con las Fuerzas Armadas y Guardia Civil bombardearon con bulos a grupos de militares en las redes sociales privadas. Estas misivas iban cargadas de un odio inimaginable. No es de extrañar que un receptor de esos mensajes hiciese un simulacro de fusilamiento del Gobierno en una galería de tiro. Además de insultos también se distribuyeron instrucciones concretas, como por ejemplo la forma de dificultar la labor de la Policía Nacional durante las caceroladas. Entre los mensajes falsos difundidos profusamente a través de las redes destaca uno atribuido al jefe del Estado Mayor del Ejército manifestando: “Si su majestad no actúa en un breve espacio de tiempo será función de los generales actuar en defensa de la Constitución y España”.
Las soflamas a los militares se mezclaban con otras reales como la del general de Vox Fulgencio Coll llamando a la intervención militar, o la alocución de Santiago Abascal dirigida a los militares diciendo: “Buenas tardes, soy Santi Abascal y me dicen que es obligatorio saludar a este grupo, un abrazo muy fuerte para todos y viva España”. Mientras esto sucedía, los políticos de extrema derecha adoptaban la postura llamada de la crispación, con objeto de derrocar al Gobierno sin celebrar elecciones.
Lanzaron la Operación Albatros, que pretendía nombrar un Gobierno de técnicos presidido por Margarita Robles. Por eso nadie se sorprendió cuando el general Mestre, diputado de Vox, el 8 de junio, en la última comparecencia de la ministra de Defensa en el Congreso, se deshizo en elogios hacia la “candidata” y en críticas al resto del Ejecutivo. Llegados a este punto, conviene aclarar que el teniente general Mestre es del Ejército del Aire, como también lo es el general Julio Rodríguez, de Podemos. Al general Mestre le han arropado todos sus compañeros sin excepción; por contraste, la práctica totalidad de sus antiguos compañeros de armas reprocharon al general Rodríguez su ingreso en Podemos, muchísimos le han retirado el saludo y bastantes le han calificado de traidor y otros epítetos más graves.
Los argumentos de los complotados eran que Pedro Sánchez había provocado los muertos de la pandemia y que, además de criminal, era un dictador por recluir al país en sus casas. Enviaron a los militares estudios psiquiátricos para demostrar que el presidente del Gobierno era un demente. Pensaban que la pandemia iba a provocar el caos y que el país se iba a hacer ingobernable con millones de manifestantes indignados haciendo sonar las cacerolas. Pero la intentona se fue desinflando a medida que se doblegaba la curva de contagios, disminuía el número de muertos y, lógicamente, el rey no mostraba el más mínimo interés por estos proyectos propios de una república bananera y no de una monarquía parlamentaria europea.
Como ya viene siendo tradicional, los múltiples intentos de golpes de Estado que hemos sufrido han quedado impunes, salvo excepciones imposibles de ocultar. En palabras del ex ministro de Defensa Alberto Oliart, en los años ochenta había un intento de golpe de Estado todos los días. Incluso el proyecto de volar la tribuna de autoridades con el rey presidiendo el desfile de 1985 en A Coruña no tuvo consecuencias penales. Los políticos de la época se limitaban a resaltar “el comportamiento ejemplar de las Fuerzas Armadas”, mientras los aludidos no cesaban de intentar acabar con la democracia.
Al menos en esta ocasión el Gobierno ha reconocido la existencia del complot, aunque no parece que haya tomado medidas para evitar que se repita. Únicamente sabemos que la Guardia Civil ha investigado la distribución de los bulos porque un general de la propia Guardia Civil lo mencionó en la rueda de prensa celebrada el 19 de abril en el Palacio de la Moncloa. En cuanto a alguna deseable investigación en el seno del estamento militar, todo apunta a que no se ha hecho nada. Así se desprende de la respuesta que el Ministerio de Defensa ha dado al exdelegado en Aragón de la Asociación de Tropa y Marinería Española, ATME, cuando denunció la existencia de grupos activos de extrema derecha en las Fuerzas Armadas.
No hace falta ser un especialista en la materia para concluir que la extrema derecha tiene una gran implantación en las Fuerzas Armadas. En las últimas elecciones generales, en las mesas donde votaron militares, como es el caso de El Goloso o El Pardo, sedes de grandes unidades del Ejército de Tierra, la extrema derecha sacó un porcentaje de votos cuatro veces superior a la media obtenida en la provincia de Madrid. Otra cifra elocuente es que más de mil militares —la mayoría generales y coroneles— se opusieron públicamente al traslado de los restos de Franco y sólo poco más de medio centenar, incluidos soldados y guardias civiles, se opusieron al manifiesto que criticaba dicho traslado. El resultado también fue diferente: la ministra Robles abrió expediente a uno de los firmantes del contramanifiesto en activo, que concluyó con la expulsión; mientras que ninguno de los cinco expedientes abiertos a los militares franquistas en situación de reserva tuvo consecuencia alguna.
La extrema derecha se prodiga desafiante con inquietante frecuencia e impunidad y no va a desperdiciar la implantación que tiene en las Fuerzas Armadas para intentar tomar el poder sin pasar por las urnas. Si no se pone remedio, en la próxima crisis volverán a las andadas.