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El hombre de dolores

Fuentes: Rebelión

Extracto del libro de Gerd Lüdemann, «Wer war Jesus?». Traducido para Rebelión por Mikel Arizaleta.

Son los hombres quienes fabrican las religiones. Por eso es legítimo preguntar e indagar de qué manera ellas incorporan experiencias humanas fundamentales como el dolor en su estructura de fe. En la religión cristiana son varios los vocablos que rondan y circundan el fenómeno del dolor: llorar, quejar, sentir miedo o angustia. Aparece también la palabra dolor. Pero el término central es la expresión el sufrimiento. Se refiere tanto a Jesús, que padeció en la cruz, como a sus seguidores, que sufren. Como muestran los documentos más antiguos del Nuevo Testamento, las cartas del apóstol Pablo, a los cristianos se les vaticinó públicamente desde el inicio el sufrimiento.

Sigue siendo discutido en qué medida y hasta qué punto hay que valorarlo como hecho histórico. El sufrimiento de los cristianos bajo el dominio de los romanos en la mayoría de los casos fue reclamado nostálgica, anhelantemente. Se fantaseo con él. La política religiosa del imperio romano fue tolerante y la mayoría de las fuentes de los tres primeros siglos reflejan un desarrollo de la Iglesia católica sin trabas ni molestias.

Por ejemplo, y según últimas valoraciones, hasta inicios del siglo IV, cuando el emperador Constantino favoreció la religión cristiana e introdujo su exaltación a culto del Estado, dentro de una población total de siete millones de cristianos habrían padecido la muerte del martirio menos de mil. Lo que significa que la idea de que la Iglesia cristiana se fundó sobre la sangre de los mártires es un mito, por mucho que en casos particulares la firmeza de hombres y mujeres, demostrada hasta la muerte, causara sensación. Sea como fuere, la importancia que los cristianos atribuyen al sufrimiento de Cristo y al de su Iglesia en la devoción cristiana y teología merece una mirada profunda.

Todos los años se hace patente el sufrimiento cristiano en el viernes santo. En este día existe una atmósfera de bandera a media hasta, opaca y tristona. Es un día de «dies irae», de luto. Es en Pascua, dos días después, cuando el creyente puede desvestirse el luto y alegrarse. Este dolor de viernes santo se ha instalado en la mayoría de iglesias en el sentido literal.

Junto al altar se encuentra un crucifijo, pero no sólo aquí sino también en muchas salas judiciales alemanas. El crucifijo representa el símbolo de la religión cristiana y a pesar de una descristianización creciente en la República Federal Alemana se mantiene tercamente por costumbre, pero también porque la tradición unida a el del hombre de dolores, Jesús, se halla muy anclada en nuestra cultura. Incluso a aquellos oyentes, alejados de la Iglesia, se les acerca cada año por ejemplo a través de los grandes oratorios de Juan Sebastián Bach.

El sufrimiento de Cristo, su cruz, es en el fondo parte de un juego celestial cuidadosamente escenificado: Dios entregó a su hijo para que muriera por los pecados de los hombres. Por consiguiente este hijo tenía que ser el sin pecado.

Sólo así y no de otra forma era él apto para el milagro de portar el inconmensurable peso de los pecados. Con distintas imágenes y de diversos modos -reconciliación, rescate, liberación y reparación- pinta y describe la tradición cristiana esta maquinaria de la salvación.

En su base yace el mismo fenómeno: Cristo sufrió su muerte por un pecado original anterior, el pecado original de Adán, para crear y poner de nuevo orden y salvación en todos los descendientes de Adán. El hijo de Dios aplacó a Dios y reconcilió con ello a los hombres. Si se sigue este discurso hasta el final se tiene que el sufrimiento del cordero inocente sacrificado, Cristo, tendría que haber supuesto también un final anticipado del sufrimiento y dolor de los salvados por él. Pero esta eliminación del dolor o no se da nunca o se da sólo de manera incompleta, y es que lo imperfecto del sufrimiento de Cristo tiene mucha más fuerza, es mucho más activo, que la perfección de la salvación por Cristo.

Nada extraño que el Dios crucificado se halle de nuevo en el centro de la fe cristiana. La cruz se entiende por doquier como el símbolo que siempre se ha entendido: de la victoria, de la salvación o de la superación de la muerte. Y porque en él pende el cadáver de Jesús de Nazaret se hace necesaria la negación de la vida y la afirmación del dolor.

Los cristianos se ven por ello impelidos a preguntarse: ¿Acaso somos mejores que Dios? ¿No deberíamos más bien apropiarnos de su dolor? ¿Tenemos que sufrir necesariamente como Cristo? Todo esto ocurrió casi forzosamente así porque no llegaba, se retrasaba, la llegada del reino de Dios con la que se esperaba recibir el premio celestial. Así los primeros cristianos prefirieron mantenerse junto al cadáver sobre el madero de la cruz convirtiendo rápidamente este mundo con siempre nuevos circunloquios en campo o lugar de sufrimiento. Y la mayoría de los cristianos les han seguido hasta el día de hoy.

El sufrimiento y sobre todo el martirio siguieron vigentes en adelante como garantía para el tránsito al reino celestial. El obispo Ignacio de Antioquia, que fue llevado preso a Roma a inicios del siglo II, se alegraba «de ser pasto de las fieras salvajes, siendo posible a través de ellas alcanzar el cielo». Y prosigue: «Soy espiga de Dios, molida y triturada por los dientes de las fieras para convertirme en pan puro de Cristo». Al mismo tiempo les advertía el obispo, deseoso de sufrir y padecer, de cuidarse de no liberarle del martirio mediante rescate.

Protestas ocasionales de hermanos cristianos en la fe y profanos diagnosticaron una tal ansia de martirio como enfermedad. Pero no dio frutos. Por lo visto es un axioma de lógica religiosa que el mártir automáticamente recibe su premio en el cielo y en el padecimiento de sus dolores de muerte abre también a sus hermanos cristianos el camino al paraíso.

Detrás subyace la idea de un trueque, en un primer momento contradictorio pero a fin de cuentas provechoso: Mediante la entrega de la vida terrenal el mártir se asegura la bienaventuranza celestial.

Esta contabilidad espantosa animó no sólo a los mártires de la antigua Iglesia a recorrer el penoso camino hacia Dios, sino que debía demostrarse en épocas posteriores además como un medio soberbio para ejercer la política.

A los cruzados de la Edad Media se les presentó como motivación el mismo premio celestial, igual que a los mercenarios en la Guerra de los Treinta años, daba igual en qué parte combatían. Cálculo que hoy mismo en muchos sitios sigue conservando su fuerza de atracción: Quien muera por la causa justa de Dios, a ese tal se le retribuirá.

En la Edad Media el sufrimiento fue en definitiva el motivo principal de la piedad cristiana. Comenzando con la mística intelectual de la pasión comparativamente inofensiva del predicador de cruzada Bernardo de Clairvaux se llega a formaciones diferentes del dolor como, por ejemplo, la mística franciscana del sufrimiento, la mística de las mujeres, la de la contemplación de las heridas de Jesús, la de la estigmatización y la de los ejercicios prácticos de penitencia.

Especial relevancia adquiere la mística de mujeres, vivida en parte de manera intelectual-contemplativa y en parte de modo práctico, con manifestaciones visionarias, espiritual-eróticas o patologica-histéricas. Esta afinidad con el dolor en la experiencia religiosa fue entre las mujeres tan fuerte que en numerosos conventos de monjas hubo que articular prohibiciones de flagelaciones exageradas.

Sería incompleto un análisis del sufrimiento y dolor de Cristo sin considerar el papel de la sangre de Cristo. Recordemos los himnos sangrientos: Ein Lämmlein geht und trägt die Schuld der Welt und ihrer Kinder… («Un corderito camina portando la culpa del mundo y sus hijos…)» u «Oh cabeza llena de sangre y heridas») de Paul Gerhardti (1607-1676), quien basó sólo su fe en Jesús y su sangre y que ha encontrado muchos seguidores hasta nuestros días.

Tal teología de la sangre se formula en exageraciones del valor de la sangre de Jesús, cuando por ejemplo se dice que una gota de él pesa más que todos los pecados del mundo. Aquí, pero también en todas las demás interpretaciones del sufrimiento de Cristo, se sobrecarga la figura histórica de Jesús de Nazaret con teorías que sólo sirven para apaciguar la angustia propia y asegurar la bienaventuranza personal en el cielo.

Visto de una manera sistemática el dolor sirve:

-Como instrumento de religión -cuando a él se le atribuye una tarea comparable a la ley en atención a la antropología bíblica. Mediante el dolor el hombre reconoce sus propios límites frente a Dios y tiene la posibilidades de conversión.

-Al enaltecimiento del sufrimiento -aparece claro especialmente en la literatura de los mártires. Cabe preguntar si en definitiva los relatos de los martirios de la Iglesia cristiana y la pornografía clásica no ponen su pie en las mismas bases psicológicas. Y es que en ambas se dirige la mirada y un vivo interés por determinadas partes del cuerpo, que han perdido su envoltura, incluida piel, pelo y carne y en ambas se sirve dolor y placer con precisión anatómica-quirúrgica.

-Como inicio y desencadenante de religión -en la negación de un mundo concebido como enemigo. Esta valoración surge porque el mundo se concibe como aparente y contrario, desde el que merece emigrar a la auténtica realidad.

De igual manera la experiencia del dolor puede llevar al acabose de la religión. Aquí alcanza el dramatismo de la teodicea. Por la realidad del dolor y del sufrimiento, así como por la injusticia en esta tierra, se llega al cuestionamiento de la verdad religiosa y del gobierno divino del mundo.

Al final todo depende de la pregunta banal y seria sobre si existe aquel Dios, que envió a su hijo a este mundo para reconciliar a él y a sus habitantes consigo, resucitándole a continuación de los muertos.

La crítica de la religión, que nos enseñó a entender las religiones como proyección de los anhelos humanos, y el método crítico-histórico, que desenmascaró cada verso de la Biblia como palabra humana, han sacudido en los últimos 200 años la verdad de esta exigencia tan eficazmente que ella ya no se puede sostener.

La nueva realidad de la salvación, predicada infatigablemente por la Iglesia, manifestada por la resurrección de Jesús de los muertos, es una nada y una patraña porque Jesús jamás resucitó. Si falla el punto de referencia básico para la teología cristiana del sufrimiento y el dolor a uno no le queda más remedio que despedirse de ella. El dolor quiere ser padecido y finalmente superado por la salvación o el triunfo sobre la muerte. Esta experiencia lo han hecho personas miles de veces. Es la trágica ley de nuestra vida, aunque también alentadora, al final no existe un traslado al cielo sino una inserción en el todo.

Notas:

i Ein Lämmlein geht und trägt die Schuld
Der Welt und ihrer Kinder;
Es geht und träget in Geduld
Die Sünden aller Sünder;
Es geht dahin, wird matt und krank,
Ergibt sich auf die Würgebank,
Verzeiht sich aller Freuden;
Es nimmet an Schmach, Hohn und Spott,
Angst, Wunden, Striemen, Kreunz und Tod
Und spricht: Ich will’s gern leiden.

[Un corderito camina portando la culpa
del mundo y sus hijos, camina cargado pacientemente
con el pecado de los descarriados;
acude, se sentirá fatigado y herido,
se entregará al exterminio,
privado de toda alegría y contento.
Asume ignominia, burla y mofa,
angustia, heridas, castigo, cruz y muerte,
Y clama: acepto padecerlo de buena gana.]

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.