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El inquilino

Fuentes: Cubadebate

Una discute con colegas locales la noticia internacional que un día sí y otro también aparece en la prensa, desde que a Estados Unidos le entraron fiebres «liberadoras» en el Medio Oriente -y ya vamos para tres lustros. Siempre hay quien parte del tema que ha sido titular más o menos destacado en los periódicos, […]

Una discute con colegas locales la noticia internacional que un día sí y otro también aparece en la prensa, desde que a Estados Unidos le entraron fiebres «liberadoras» en el Medio Oriente -y ya vamos para tres lustros. Siempre hay quien parte del tema que ha sido titular más o menos destacado en los periódicos, según el pelaje político del medio. Otro comenta algo sobre las torturas en Guantánamo, escándalo del que es muy difícil sustraerse. El de más allá recuerda que entre los presentes está una cubana, y de pronto, la pregunta cae solita, como si se desprendiera de las vigas del techo: «Si a Cuba le molesta tanto la presencia norteamericana en Guantánamo, ¿por qué Castro no le ha exigido a los yankis que se vayan del territorio cubano?

El ritual es más o menos el mismo, con esta y otras interrogantes que parecen clonadas en la mente de gente que uno supone medianamente informadas. Cuando oigo cosas así, ya ni siquiera siento esa suerte de admiración y estupor que padecía al principio, ni trato de averiguar si la persona me está hablando en serio o está jugando al idiota para ver con qué chambelona lo premian. Y ante eso, una tiene dos opciones: pedirle a otro que arree al ganado, o contestar con una fabula, que cabría en un guión de Hollywood, del tipo «película del sábado en la noche, por Cubavisión».

Algo así:

Imagínese que usted es dueño de una preciosa casa con balcón al mar (Cuba) y un mal día recibe la ingrata visita de un ladrón, que para colmo no habla su idioma y se apodera con descaro de todo lo que usted posee, mientras le apunta al corazón con una pistola de dos cañones. Al cabo de un tiempo y en circunstancias poco venturosas, este acepta salir de su propiedad, solo si usted firma cierto contrato de alquiler por un cuarto de desahogo, a razón del cual le va a pagar, eternamente, cinco centavos al mes. En la cláusula de ese «acuerdo», dice que el ladrón tiene derecho a mantener a allí, cada vez que se le antoje, a otros inquilinos de su familia, y que todas las decisiones trascendentes de la casa que usted habita se tomarán en el castillo del inquilino -al otro lado del mar-, por la simple razón de que él es el que manda.

Suponga que un buen día usted logra expulsar al ladrón de su casa, dándole una buena patada en el trasero, pero no puede desalojar el cuartito. El «inquilino» posee miles de propiedades, pero se atrinchera en esa minúscula pieza, intentando que usted pase el umbral del cuartito para destruirle toda su casa y asesinar a su familia, aplicando el enorme arsenal militar que este ladrón posee y glorifica.

Imagine que el «inquilino», en vez de utilizar el cuartito que usurpa para descansar y dormir, lo emplea para guardar parte de su peligroso armamento y para detener y torturar a presos a quienes ni siquiera les reconoce el derecho a juicio. En el colmo del descaro, el «inquilino» lo enjuicia a usted ante tribunales internacionales, porque no le gusta como está arreglada su casa con balconcito al mar y porque odia profundamente al jefe de familia, que siempre lo ha mirado de frente, no tolera la provocaciones del usurpador y ha sido el único que ha presentado una denuncia ante ese gran jurado mundial por las torturas injustificables que practica, día tras día, en ese cuartito que, por supuesto, se llama Guantánamo.