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El Instituto Cervantes por dentro

Fuentes: Rebelión

Algo en lo que coincide todo el que tiene contacto con el Instituto Cervantes es el pensamiento de que haber elegido su nombre para tal institución es la última injusticia que se le podía infligir al pobre don Miguel, que ya sufrió tantas en vida. Pero quizá, por el contrario, el Instituto Cervantes es la […]

Algo en lo que coincide todo el que tiene contacto con el Instituto Cervantes es el pensamiento de que haber elegido su nombre para tal institución es la última injusticia que se le podía infligir al pobre don Miguel, que ya sufrió tantas en vida. Pero quizá, por el contrario, el Instituto Cervantes es la quintaesencia de lo peorcito del carácter hispano que, según los estudiosos, queda reflejado en sus dos extremos en los personajes inmortales del autor. Y es que la cúpula del Cervantes se divide entre unos pocos quijotes bienintencionados pero alejados del mundo real y que además duran poco en la institución, que se embarcan en proyectos visionarios y ruinosos, y una pléyade de prosaicos sanchopanzas, para los que es imposible digerir la idea de que los beneficios que proporcione una institución como la que nos ocupa no tienen por qué ser materiales y que, incluso si lo son, no tienen por qué ser inmediatos. Dentro de las aberraciones que he tenido oportunidad de oír aquí dentro, quizá una de las más obscenas fue, en los últimos tiempos del PP, la de que el objetivo de la sede era ir subiendo los precios de las matrículas de los centros en los países pobres hasta que sólo la «elite» pudiera permitirse el honor de estudiar español. Quizá habría que recordarles que los artistas, profesores universitarios, políticos y hombres de negocios del futuro no necesariamente van a salir de esa elite, demasiado ocupada en buscar maneras de gastar su dinero, una de las cuales podría ser irse a tomar clases particulares a Marbella, mejor que sufrir el material obsoleto y los profesores en estado de depresión profunda que les ofrece el Instituto Cervantes. Lo triste es que esa dinámica no parece haber desaparecido con el cambio del gobierno. Y es que el Instituto Cervantes tiene una capacidad increíble de trascender cualquier circunstancia política, histórica y social y seguir siendo él mismo, con todos los defectos que lo lastran desde su nacimiento.

Y hablando de elite, una de esas lacras que impiden e impedirán que el Instituto Cervantes llegue a nada es que se basa en un elitismo infundado. Me corrijo: infundado sería si hubiera gente que, sin ser mejor que los demás, gozara de privilegios. Pero no, el Instituto es el mundo del revés: cuanto más demostrada y demostrablemente inútil, ineficiente y dañino se sea, más oportunidades se tiene de prosperar en él. Y no sólo hablo de esos directores elegidos evidentemente con la intención de demostrar al mundo en vías de desarrollo (para los centros de Europa y EE.UU. intentan tener un poquito más de cuidado), que España está llena de mediocres e impresentables. Esos directores que hacen sonrojar a las colonias españolas de los países considerados por los políticos de Madrid como poco importantes. Si los elegidos para representarlos por el mundo son así, ¿qué se puede deducir de cómo son los españoles? Alguien me dijo al principio de la historia del Instituto que los centros iban a ser una especie de «cementerio de dinosaurios». No entendí en aquel momento, pero después de ver unos cuantos «dinosaurios» con mis propios ojos, sé a lo que se referían: hay tanto inútil que colocar, tanto pariente molesto y sableador al que quitarse de encima, tantos que conocen secretos incómodos, tantos a los que se les debe un favor inconfesable… y mejor que pague el erario público ¿no? Y, otra vez, gobierne quien gobierne, el esquema se repite. Es más: confieso con vergüenza que cuando el PP subió al poder en el 96, busqué consuelo pensando que por lo menos esto traería cambios en el Instituto. Pobre de mí: lo único que vi, no sin asombro, es que los culpables de mi miseria y la de mis compañeros se robustecían y afianzaban en sus puestos. Lo mismo ha pasado con el último cambio. Pero para entonces, yo ya sabía demasiado como para esperar nada positivo, en forma de cambio o de lo que fuera, del Instituto.

Sabía eso de que en cada familia hay una puta y una monja. Lo que no sabía es que en cada familia hay un tío del PP y otro del PSOE dispuestos siempre a colocar o a mantener en el puesto, según les toque, al tontito de la familia. Y yo no me quejaría si sólo fuera esto. En España, por lo visto, todavía existe ese instinto atávico que te empuja a defender a los tuyos aunque sepas que no se lo merecen. Pero es que el problema de darle un puesto de esa, por lo menos aparente, categoría a alguien de pocas luces y/o escrúpulos y mandarlo a un país lejano e, insisto, poco importante a los ojos de los políticos españoles, es que casi inevitablemente sacará al cacique que muchos celtíberos llevan dentro y convertirá al Instituto en cuestión en su cortijo particular. Además, ya se sabe lo que hace el diablo cuando se aburre: matar moscas con el rabo, y las moscas en este caso, son los pobres subordinados que se encuentran sometidos al capricho del sátrapa de turno. El «mobbing», más que un fenómeno aislado, es una característica constitutiva e inseparable de la naturaleza del Instituto. La buena noticia es que, tras años de sufrirlo, los que no hemos caído por el camino estamos desarrollando unas defensas que hacen que resistamos impávidos injusticias, insultos, arbitrariedades y tropelías de todo tipo.

Pero, como decía, no sólo hablo de los directores que, a fin de cuentas, gozan de un puesto «político» cuya gracia es ésa precisamente: no hay que rendirle cuentas a nadie de por qué se ha elegido a éste y no a otro. Pero ¿y los otros puestos directivos a los que supuestamente se accede mediante concurso de méritos? Con honrosas excepciones (siempre las hay, pero se pierden en el océano de los que cumplen a pies juntillas con la regla), la mayoría han sido elegidos siguiendo esa lógica depravada del Instituto de preferir al inútil sobre el útil y al malo sobre el bueno. Y cuando encuentran a un tontimalo, ese ser perfecto que une las dos características favoritas de esta institución… Ese día debe de haber júbilo en la sede.

Pues bien, esta «elite», a pesar de la ausencia total de motivos objetivos para considerarse así, asume la idea de su superioridad sobre el resto de los trabajadores del Instituto con un desparpajo pasmoso. Y consideran sus sueldos, que triplican a los de los demás, como muy bien ganados e insuficientes para compensar los grandes esfuerzos que realizan para pasar sus responsabilidades a los subalternos mientras buscan nuevas y sofisticadas formas de tocarles las narices.

Pero hay más. Pobres de nosotros, los trabajadores de los centros, no sólo tenemos al dictadorzuelo de turno inmediatamente sobre nuestras cabezas, también tenemos a los que desde Madrid se dedican a estudiar cómo pueden exprimirnos el jugo un poco más. Así fue que un día encontramos que se había firmado una resolución unilateral por la que se modificaban nuestros contratos, por supuesto a peor y, además, se abría la puerta a futuros cambios al antojo de la sede. De ese modo, se aumentaba nuestra jornada laboral, que además pasaba a ser computada anual en vez de semanalmente, se reducían nuestros días de asuntos propios, se nos imponían más obligaciones, sin ninguna compensación económica (es más, nuestra participación en tribunales del examen DELE, celebrado en fin de semana, que antes era considerada como trabajo extra y por tanto, pagada aparte, se convirtió en obligación) y se supeditaba nuestro derecho a la formación al cumplimiento de ese mínimo de horas anuales impuesto por ellos. Es decir, que el profesor sería castigado si de repente bajaba el número de alumnos de un centro o si en un determinado país había una clara preferencia por parte del estudiantado de un horario concreto o ciertas épocas del año o si, como es a veces el caso, el jefe de estudios es demasiado torpe como para coordinar los horarios de su equipo de profesores. Porque no conozco el caso de ningún profesor que se haya negado a trabajar, y son sólo circunstancia externas las que podrían llevarle a cumplir más o menos horas en un año. Por supuesto, esta resolución no fue aceptada y se llevó a los tribunales al Instituto, que demostró su talante democrático e igualitario: igual les da tomarle el pelo a sus empleados que a un juez. La actuación del Cervantes fue tan vergonzosa que hasta nos fue difícil de digerir a los que estamos acostumbrados a esperarnos lo peor de él. Con unas artes más propias de un prestidigitador que de una institución seria, se sacaron de la manga una jugada maestra: sabiendo que tenían todas las de perder, cuando les llegó el momento de enfrentarse con el juez, le dijeron que ya no había razón para el juicio puesto que el mismo Secretario General había anulado el documento de la discordia. El juez, aunque no muy feliz con la burla que el asunto suponía para los trabajadores, sus representantes y él mismo, se limitó a «condenar» al Instituto a sentarse y negociar con sus trabajadores en el exterior las condiciones de trabajo de éstos. Pero es que lo mejor estaba todavía por venir. Aquella misma tarde el Secretario General volvió a firmar los puntos esenciales del documento anulado en forma de doce normas internas. Esta gente le ha dado una nueva dimensión al concepto cinismo.

Habrán pensado ustedes que qué triste mundo éste en el que hay que «condenar» a una empresa a hablar con sus trabajadores. Pero es que esa simple acción de dialogar ha probado ser imposible para el nuevo premio Príncipe de Asturias a la Comunicación. (¡Qué ironía!). Meses han pasado y el Instituto ha sido incapaz de cumplir con lo dicho por el juez: después de mucho torear a los representantes de los trabajadores, por fin los recibieron para decirles que no tenían poder para negociar nada.

Se podría pensar que una empresa tan ocupada en exprimir hasta la última gota de la sangre de sus trabajadores estaría boyante en el terreno económico. Pero no, el Cervantes resulta ruinoso. Esto quizá no debería preocuparles ya que son, y lo claman a los cuatro vientos, una institución sin ánimo de lucro. Pero es que el despilfarro es tan exagerado que cuando las cuentas no salen, cosa que sucede todo el tiempo, se ven obligados a tomar medidas, pero no piensan en suprimir alguno de esos puestos privilegiados de los que hablamos antes. Prefieren subir las matrículas de los pobres y sufridos estudiantes o cortar por abajo: las plantillas de profesores se han reducido de un modo increíble y ahora la mayoría del trabajo docente está en manos de arrendados malpagados y maltratados. ¿Es lógico que en un centro que por tener un número elevado de alumnos se considera de categoría A haya un director y tres jefes de área, con el correspondiente séquito de oficiales y auxiliares administrativos, bedeles y ordenanzas que necesitan para sentirse jefes, y tan sólo cuatro o cinco profesores de plantilla? La paradoja, además, es que cada vez son más los requisitos para llegar a ser profesor del Cervantes. Esto se podría interpretar como que se nos tiene a nosotros y a nuestra profesión en alta estima dentro de la institución pero, en realidad, es todo lo contrario: como pueden elegir, eligen y la gente cada vez está más cualificada y preparada pero, a la hora de la verdad, cualquier persona puede dar clases en un Cervantes. En algunos centros, sólo hace falta pasarse por allí a la hora de reparto de cursos. Si no se tiene experiencia ni preparación, no pasa nada. A fin de cuentas ¿qué hace un profesor? Entrar en clase y entretener un rato a los alumnos. Siempre me ofendió oír esta idea en boca de algunos ignorantes. Pero que los altos cargos de una institución que basa su existencia en nuestro trabajo piense así y actúe en consecuencia, me duele. Sin mencionar la injusticia flagrante que sufren los alumnos que están pagando para que gente sin experiencia se entrene con ellos.

Otra posibilidad que les sugiero, si quieren cortar gastos, sería cancelar alguna de esas actividades llamadas culturales (me cuesta usar esta palabra refiriéndome a esas pantomimas), a las que no acudiría nadie si no fuera porque se extorsiona a los alumnos para que pierdan alguna de sus clases y sirvan de comparsas. Los Cervantes del mundo son la pasarela de flamencos del montón, músicos que desafinan y eruditos de tercera. Quién y con qué criterio decide la realización de esos espectáculos y conferencias, muchas veces bochornosos, es un misterio. Quizá sea la rama pseudoartística e igualmente molesta de esas familias de las que hablábamos antes… Por otro lado, una queja general entre la dirección de los diferentes centros y de la sede es que los alumnos no se involucran en las actividades culturales y que esto es culpa de los profesores que no les saben convencer de su interés. Personalmente, después de haber sufrido la vergüenza de llevar de buena fe a algún grupo de alumnos a actividades que, al menos sobre el papel, no sonaban demasiado ridículas y haber sentido sus miradas de reproche, que parecían acusarme de querer saltarme una clase, he jurado nunca más sugerir a mis estudiantes que acudan a ninguna.

Cuando se cuentan detalles del Cervantes a gente ajena, primero recibes una mirada de incredulidad. Y es lógico: la gente sólo conoce la imagen de oropel que da la prensa convencional: centros de diseño, gente sonriente, palabras lisonjeras del autor del reportaje de turno… O ese premio Príncipe de Asturias, inmerecido si los hay, que acaba de recibir. Si por fin te creen y llegan a digerir cosas tan increíbles como que los profesores de plantilla del Centro de El Cairo estén trabajando ilegales, con un visado de turistas que ellos mismos se gestionan tristemente cada cierto tiempo y en el que pone con letras bien claras «trabajo no permitido», por poner un ejemplo, se indignan y te dicen: «esto se tiene que saber, acudid a los periódicos». ¡Qué inocencia! La gente ha visto demasiadas películas. Por supuesto que hemos acudido a la prensa, que ha ignorado sistemáticamente el tema. Supongo que los directores de los periódicos también tienen su colección particular de parientes molestos, amigos pesados, chantajistas y otros dinosaurios, para los que el Instituto Cervantes ha probado ser el cementerio perfecto.