Como todos los niños a los que se pregunta qué quieren ser de mayores y dicen alguna profesión que les emociona, yo a edad temprana recuerdo que soñaba y me decía a mí mismo y a los demás que de mayor quería leer y sólo leer, dedicarme a leer. No recuerdo a ningún mayor que […]
Como todos los niños a los que se pregunta qué quieren ser de mayores y dicen alguna profesión que les emociona, yo a edad temprana recuerdo que soñaba y me decía a mí mismo y a los demás que de mayor quería leer y sólo leer, dedicarme a leer. No recuerdo a ningún mayor que se interesase por mis ilusiones, me miraban con distancia y seguían la conversación con quien tuviesen al lado. Las lecturas que formaban parte de mis estudios o que llevaba a cabo por mi cuenta fueron mostrándome la importancia del lector para los escritores, lo que estaba más allá de mis sueños infantiles. Recuerdo, por ejemplo, que el Arcipreste de Hita dejó escrito del lector que haría un buen o un mal uso de lo escrito según el nivel de su cordura, seso y ventura. Que Anónimo, si se prefiere anónimo…, autor de «El Lazarillo», al lector dio el título de «Vuestra Merced»: «Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí laman Lázaro de Tormes.» Medio siglo más debió pasar para que Mateo Alemán hiciese público su «Guzmán de Alfarache» con el siguiente apartado antes de comenzar: «Del mismo al discreto lector.» Aunque el que nos habló de tú a tú, con llaneza, sin alagar nuestros oídos, y advirtiendo que sabía de primera mano el lugar del lector porque él lo era, fue Cervantes.
Recuérdese el comienzo del «Prólogo» de su Don Quijote: «Desocupado lector», refiriéndose al que lee y piensa, al que se dedica a ello, al que está «desocupado» de otras cosas; y en un pasaje le dice: «…lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, pues ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor dello, como el Rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice, que debajo de mi manto al Rey mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y obligación: así puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal, ni te premien por el bien que dijeres della.» Don Miguel de Cervantes advierte lo importante que es el lector, sabe que es «libre de todo respecto y obligación».
Después de haber leído esto, transcurridos los años, yo entré a trabajar como lector de editorial. Y supe ver en las palabras que me reconocían, el fiel reflejo de la tarea que debía llevar a cabo: «así puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal, ni te premien por el bien que dijeres della.» Recuerdo cómo poco a poco, en mi trabajo, me iba haciendo consciente de mi función de filtro. Fue por entonces cuando pegué en la pared, frente a mi mesa de lectura, un folio escrito con aquello que Sainte Beuve, un padre de la crítica, había plasmado en «Chateaubriand y su grupo literario»: «Cualquier persona se atreve a opinar sobre Racine y Bossuet, pero la sagacidad del juez, la perspicacia del crítico, se demuestra sobre todo en los escritos nuevos que no se han sometido todavía a la prueba del público. Juzgar a primera vista, adivinar, anticipar, ese es el don crítico. ¡Qué pocos lo poseen!» Fíjense hasta que punto me tomé en serio la tarea.
Y me dediqué a la lectura, deseo infantil, como profesión: debía analizar todos los libros que llegasen a la editorial, a los afortunados por mi juicio positivo, les esperaba el sistema industrial inventado por Guttemberg. Entre las condiciones para ello, debía encontrarse una principal: que el autor cuidase un «estilo natural» e invertir en claridad. Cervantes lo dijo así: «…procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintado en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos, sin intrincarlos ni obscurecerlos.» Una vez visto esto, el planteamiento inicial del texto debía agarrar al lector, introducirse en él y hacerle dependiente, que necesitase volver en caso de haber tenido que dejar la lectura. Gorgias, un principal entre los retóricos griegos, en su «Encomio de Helena» dice que la poesía es uno de los usos del lenguaje, y que su mayor virtud es llevar a cabo obras que hechicen con la ficción, que conmocionen la psique y persuadan a los oyentes a través de lo verosímil, lo ético y lo emocional, empleando eso tan insignificante que es la palabra. Pues bien, Gorgias hablaba de cómo atraer y retener al lector. Yo buscaba principios de esos, que ante la doble opción de dejar de leer o continuar leyendo, la segunda tuviese una fuerza irresistible. Por otra parte, mi bagaje literario me hacía saber que el que fuese buen escritor habría eliminado lo insignificante, eso que sobra y nos deja indiferentes. Suprimidos tales estorbos, estaría en primer plano la fuerza y el sentido del texto. Esa literatura me haría dudar de «lo razonable» particularizando el mundo y permitiendo que yo lo particularizase. Para ello esa visión del mundo debía establecer dos erres en mi interior: la erre de reconocimiento, por medio de la cual iba a reconocer a los personajes y a reconocerme a mí mismo; y la otra erre, la de revolución, la que me iba a cambiar haciéndome ver las cosas desde otro punto de vista. ¿Sacaría de la lectura alguna experiencia? Si había dado con una buena, entonces hallaría en mí, marcado, un punto de inflexión, una frontera entre cómo había pensado antes y cómo pensaba después, cómo había sido antes de leerla y cómo era después de leerla, ya no podía ser aquél porque después supe: no había camino por el que volver.
Había una duda que siempre estaba presente. Del subconsciente salía la pregunta: ¿habré leído bien? Si me alejaba del libro y no experimentaba nada, no salía de mí mismo, no buscaba y no podría aprender. Así es que me mantenía atento, siempre dando paso a las lecturas para que impactasen contra mi conciencia, que la impresionasen como si fuese una placa fotográfica, que la marcasen con su señal y yo la pudiese reconocer entre todas las que tenía. Aristóteles llamó a esa mirada la «cualidad de extranjería», «extranjerismo» o «extrañamiento».
El libro es un puente que se interpone entre la visión del mundo que sostiene el narrador y la visión del mundo que tiene el lector, y ese puente tiene que ser cruzado por el pensamiento del lector. Si yo, lector, hacía tal trayecto, quería decir que me interesaba, el narrador me incentivaba con detalles, yo intuía apariencias, límites, veía un proyecto que se llevaba a cabo, evolucionaba, y quería verlo acabar. Recordaba unas palabras de Baltasar Gracián en «El arte de la prudencia»: «Es más estimulante un deseo impaciente que un hartazgo de placer». El libro me suspendería en el aire de la imaginación y, posiblemente, me llevaría a pensar en algo abyecto o sublime. Como lector de editorial, suburbio de la literatura, debía comprender al lector medio, mito para el editor; iba a leer lo que Sainte Beuve llamaba «los escritos nuevos que no se han sometido todavía a la prueba del público» con el compromiso de «Juzgar a primera vista, adivinar, anticipar», y señalar aquel texto, decía Don Miguel de Cervantes, «que leyendo… el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade,…». No buscaba un libro para mí, buscaba un libro para un ser humano, un libro que rompiese por dentro la vida hecha con instrucciones.
Hoy, ahora, soy un sencillo lector.
Ramón Pedregal Casanova (Valverde de Jucar (Cuenca) 1951) estudió en la Universidad Complutense de Madrid Ciencias Políticas y en la Escuela de Letras. Asesor literario de la Editorial Lengua de Trapo. Dirige una Escuela de Literatura (Biblioteca Municipal. Las Rozas. Madrid) y es profesor de novela contemporánea española y de relato breve en la Escuela de Letras. Tiene publicaciones literarias, reportajes, entrevistas, crítica, ensayo, en revistas y diarios como Revista Delibros, Añil (revista de cultura de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha), Cuadernos del Matemático, El Cenital, Lateral, Platea, Diario Ya, Diario Lanza (Ciudad Real), La Nueva España (Asturias).
Fuente: http://www.dosdoce.com/articulo/opinion/2771/el-lector-suburbio-y-mito-de-la-literatura/