Habíamos pensado leer un libro para poder comentarlo con su autora, queríamos conocer sus métodos, sus porqués, sus motivaciones para escribir la novela, queríamos indagar, queríamos mostrar nuestras impresiones al respecto, queríamos entablar un diálogo crítico, queríamos debatir, queríamos explicaciones y respuestas y, quizás, no nos dimos cuenta de que queríamos demasiado, incluso habíamos tomado […]
Habíamos pensado leer un libro para poder comentarlo con su autora, queríamos conocer sus métodos, sus porqués, sus motivaciones para escribir la novela, queríamos indagar, queríamos mostrar nuestras impresiones al respecto, queríamos entablar un diálogo crítico, queríamos debatir, queríamos explicaciones y respuestas y, quizás, no nos dimos cuenta de que queríamos demasiado, incluso habíamos tomado notas, leído reseñas y documentado nuestras preguntas y comentarios. La literatura siempre nos ha parecido interesante porque creemos que la literatura sirve para transformar lo que nos rodea y no nos gusta mucho lo que nos rodea.
Pues bien, acudimos hace unas semanas al Círculo de Bellas Artes en Madrid a la presentación de la última novela de Rosa Montero «Instrucciones para salvar el mundo» (debimos darnos cuenta, las presentaciones de libros vetan actualmente las preguntas, he aquí la paradoja, las palabras sirven para amordazar otras palabras) y nos encontramos con el espectáculo, el famoseo, las actuaciones, la magia, el escenario, el soliloquio, la exaltación mutua de ciertos ombligos, la permanente explicación superficial de los personajes de un libro y un fin de fiesta que indicaba a todas luces que la literatura es concebida por Rosa Montero como un mero espectáculo circense y mercantilista para el que hay que ponerse guapo, cuidar al máximo los detalles estéticos, olvidarse de las preguntas del público para edulcorar el acto y convertirlo finalmente en una constante autoafirmación autocomplaciente (nótense los autos). La única forma de preguntar algo sobre el libro era el precio en la puerta y el nombre para la dedicatoria pues, eso sí, Rosa Montero prometió firmar los ejemplares que se podían adquirir, según sus palabras, en la puerta del teatro donde nos encontrábamos.
Curiosa fecha la elegida para publicar sus novelas, siempre unos días antes de la archipublicitada Feria del Libro de Madrid, curioso también que ella estuviera allí firmando casi la mayoría de los días, inefable hecho para una escritora que recalcó en el acto que se acababa de dar cuenta de que escribía novelas de perdedores, utilizando esa retórica tan americana (¿o habríamos de decir capitalista?) que trata de vendernos, sí, de vendernos sin metáforas, que escribir de perdedores es escribir novela social comprometida con su tiempo, ahorrémonos añadir que lo hace desde el púlpito almidonado de un discurso tan ideológico que admite, como Rosa Montero nos recordó aquella tarde, que ya no hay ideologías y que eso lo permite todo en las formas, en los contenidos y en los adyacentes y alrededores de la construcción novelística.
La estudiada capacidad eufemística que utilizaba Rosa Montero para esquivar el término «capitalismo» nos sorprendía por lo cómico, por el uso de expresiones en el libro como «el mundo va mal porque hay mucho desamor» que le hacía decir a uno de sus personajes y que al rato corroboraba ella misma en directo, con ideas del estilo «con la que está cayendo, si somos buenas personas, al menos nos irá mejor y no nos cuesta nada», endeble instrucción para salvar el mundo esta de la bondad permanente, así se han conseguido muchos empleos precarios y se han sudado múltiples hipotecas, sonriendo y siendo buenas personas; claro, pensamos, lo gratis nos acaba saliendo caro. Otros eufemismos nos sublimaron, «modernidad apocalíptica» para referirse al tiempo que vivimos, donde recordó como comentábamos que ya no había ideologías, olvidando en un descuido citar la primordial, pero para eso estaba el celofán, para envolver, porque aquello era más una fiesta de cumpleaños con esencias megalómanas que una presentación de literatura.
Nos habíamos adentrado en la novela y queríamos contrastar impresiones, decíamos al principio. Queríamos saber si estábamos equivocados, pero Rosa Montero dejó claro desde un principio que aquello era una fábula y que el título así lo daba a entender (coartada o excusa para justificar el contenido que siempre podría explicarse recurriendo a lo imaginario, lo mágico, pensamos al unísono, al mismo tiempo que atrayente cebo para atraer incautos que buscan soluciones). No habría preguntas y si las hubiese habido, ya había una respuesta para las inapropiadas: la fábula, la magia y la felicidad del personal allí presente, una buena táctica, débil, pero suficiente en los actos y novelas que corren por estos pagos.
Pensamos al leer su novela que las casualidades redentoras con las que interactúan sus personajes ante la falta de radiografía social de los mismos (los tópicos y las anécdotas, aunque sean sexuales, no construyen un personaje sino un estereotipo), que el hecho de ser buenas personas y que la búsqueda permanente de la felicidad exclusivamente a nivel individual no pueden constituir, ni de fábula, un compendio de instrucciones para salvar el mundo. Queríamos saber de qué hay que salvar al mundo y por qué, qué es esa modernidad apocalíptica y que nos explicase cómo se había documentado para escribirnos un libro titulado y novelado de aquella manera.
Queríamos descifrar ese mensaje que transmitía la novela de que la resignación es un modo de supervivencia porque en la espera vendrá una casualidad salvadora que nos redimirá y hará que nuestras vidas cobren sentido (¿no termina por hundirnos aún más en la mayoría de las realidades?), recordábamos otra vez ese discurso de las películas americanas de entretenimiento que nos pide vivir resignados, esperando el minuto de éxito que cambiará nuestras vidas, las apasionantes vidas de los perdedores cuyas peripecias tanto le gusta narrar a Rosa Montero.
La teoría de las casualidades nos tenía subyugados porque era utilizada también para los encuentros de los personajes, pensábamos que Rosa Montero utiliza como narcótico los insuperables matices misteriosos de la probabilidad y la estadística para explicar en un pseudo estilo sociológico lo que siempre ha sido la lucha de clases, sin referirse, por supuesto jamás a ella, porque es mejor construir encuentros con calzador que con la política de lo colectivo. Pero ya sabíamos que no obtendríamos respuesta. Nos daba la repelente sensación de que los problemas del día a día que genera el capitalismo eran como una especie de aventuras mágicas de los personajes antes del maravilloso punto de inflexión que la vida nos pone por delante como un polinomio ya factorizado.
Queríamos oír hablar a la autora su elección de los ingredientes indispensables en la novela comercial: sexo, misterio, asesinatos, autoayuda y conflicto individual a raudales, sin medida. Nos sorprendía mucho la vehemencia y la energía que emplea en sus columnas semanales para con ciertos casos que le escandalizan y esta laxitud con ciertos temas para ser una novela, digamos, de perdedores. Queríamos una explicación de su uso indiscriminado en la novela de más eufemismos en el tema de los anuncios de prostitución, (uno de sus personajes gasta 900 euros en dos prostitutas, una de ellas protagonista a su vez), porque esos anuncios son para Rosa Montero «anuncios de sexo» o «páginas eróticas», nunca son anuncios desde los que periódicos se lucran con la prostitución, como el periódico donde ella escribe sus columnas. Queríamos conocer su crítica o su valoración porque nunca la hemos leído en sus columnas, pero mucho nos tememos que para ella no sea, ni siquiera una contradicción, sino un gaje más del oficio. Queríamos saber su opinión al respecto porque la novela nos lo estaba pidiendo a gritos, pero de las instrucciones para salvar el acto parecía desprenderse el dogma editorial de hacer evidente que no habría lugar a las preguntas porque era una cómoda presentación para disfrutar del espectáculo.
Nos quedamos boquiabiertos, conocimos más del marketing de fabricación de un producto porque aquello no era un libro, no, era otra cosa, todavía no sabemos bien qué, lo estamos reflexionando. Así que mientras sonaban los bongos de un grupo musical africano, caían las serpentinas de colores y Rosa Montero saludaba sonriente a todo el público y daba gracias a la actriz que había leído los pasajes del libro, al mago que nos había mostrado sus trucos (¿?), al técnico de sonido e imagen que había proyectado al principio fotografías cosmopolitas acompañadas de música algo lacrimógena, mientras pasaba todo eso, pensamos sincronizadamente que el mundo y la literatura deberían salvarse del capitalismo, el mundo va camino de ser un pestilente mercado y la literatura una inservible fiesta de cumpleaños. Seguiremos informando.