El mismo gobierno colombiano que acaba de permitir, mediante un acuerdo secreto, la instalación de siete bases militares norteamericanas en su suelo, se rasga las vestiduras ante la opinión pública internacional, acusando al venezolano de «militarista». Imagino que semejante expresión de desvergüenza inescrupulosa hubiese hecho las delicias de un lector zumbón y mortalmente irónico, como […]
El mismo gobierno colombiano que acaba de permitir, mediante un acuerdo secreto, la instalación de siete bases militares norteamericanas en su suelo, se rasga las vestiduras ante la opinión pública internacional, acusando al venezolano de «militarista». Imagino que semejante expresión de desvergüenza inescrupulosa hubiese hecho las delicias de un lector zumbón y mortalmente irónico, como lo fue Voltaire. No es para menos: los comediantes mediocres apelan a cualquier expediente, por ridículo que sea, cuando comprenden que la escena les queda grande y que los espectadores observan en silencio.
No he podido menos que recordar esta manida jugada de guerra psicológica, tan del gusto tradicional de los creativos chicos literarios de la CIA, cuando leo el artículo de Mark Margolis, actor de comparsa de Hollywood, publicado el pasado 24 de octubre en Newsweek bajo el título de «¡Luces, cámaras, revolución!».
Brumosamente recordado en filmes como Scarface o Hannibal, lo que ha provocado este performance y la santa cólera de Mark Margolis es nada menos que la Revolución Bolivariana haya inaugurado en el 2006 su Villa del Cine, unos estudios donde con recursos ínfimos, comparados con los que moviliza para una sola de sus superproducciones la industria para la que trabaja, se intenta apoyar la creación audiovisual nacional y latinoamericana, y de paso, plantar cara al cine yanqui más alienante y adormecedor. Y esto, claro está, es demasiado.
Tras afiliar este proyecto a la tradición de lo que llama «autócratas del Siglo XX», entre los que enumera a Hitler, Mussolini y Stalin, Mark Margolis no ve más que «una compañía estatal cinematográfica» y «el cuartel para la última campaña de Chávez en su combate para capturar los corazones y las mentes de Latinoamérica». Pero lo reconozco: sería demasiado pedirle al señor Margolis que tenga los conocimientos necesarios de la región, y la decencia, no ya para constatar quién ha dominado, y para promover qué principios y paradigmas, las salas oscuras y parte del imaginario de los pueblos del continente, sino que entienda, al menos, qué significa la tradición de lucha y resistencia, de creación agónica encarnada en el concepto de «Nuevo Cine Latinoamericano», tantas veces enterrado y otras tantas resurrecto.
Pero, ¿a qué se debe este repentino malestar de Hollywood, esta súbita comezón que lo hace abandonar por segundos, en la voz prestada de Mark Margolis, el inaccesible Olimpo donde moran los sueños y las fantasías de una cultura que se cree global, eterna e ineludible?
Si un sistema ha tenido conciencia de la importancia de dominar los símbolos y las industrias que los generan, y de paso, maniatar al imaginario popular, alimentándolo con remedos inocuos de la realidad y falsas contradicciones desmovilizadoras, ese ha sido el capitalismo. Precisamente por ello no ha cesado, y evidentemente no cesa, como se constata en este «acusación colombiana» contra la cultura revolucionaria en América Latina, de acusar a sus enemigos de lo que mismo que hace cotidianamente.
No es que Hollywood no aborde la realidad: esta es tan palpitante y desgarradora que se ha colado, no como concesión, sino como conquista, en sus guiones y producciones, como mismo el sistema ha tenido que aceptar a regañadientes la jornada de ocho horas de trabajo, las prestaciones médicas, la necesidad de respetar un poco el medio ambiente y no mostrar siempre a los representantes de las minorías como villanos y bárbaros.
Cuando vemos filmes, como Bordertown, sobre las violaciones y la masacre impune de jóvenes trabajadoras de las maquilas yanquis en Ciudad Juárez, protagonizada por Jennifer López y Antonio Banderas, es señal de que los tiempos cambian, y también de que el sistema sabe astutamente reciclarse con los temas que puedan vender mejor. Y que esa tensión entre la necesidad de garantizar las ganancias de la industria y la necesidad de mostrar la realidad y denunciar las injusticias, está siendo aprovechada por artistas e intelectuales más conscientes. Por eso, aunque a la larga los neoconservadores saben la importancia de Hollywood para el dominio cultural del mundo, en sintonía con sus propios planes, no pierden la oportunidad, como solía hacer recurrentemente el recién desaparecido Irving Kristol, de satanizarlo como fuente del malestar cultural que corroe los cimientos del sistema, como vehículo de masas de la contracultura que, más que aquellos proletarios del marxismo, será el verdadero sepulturero del capitalismo.
El también desaparecido periodista polaco Ryszard Kapuscinki, en su artículo «La misión del reportero», refuerza una de las aristas del presente análisis al dictaminar: «En el mundo de hoy no se libran grandes guerras ni estallan revoluciones que podrían cambiar el curso de la historia, por eso se vuelve importante lo habitual, lo cotidiano… La cultura ha resultado ser sorprendentemente sólida y duradera… Por eso creo que deberíamos intentar descubrir la causa de las cosas, que en mi opinión, hallaremos en la cultura…».
Lo que ha motivado la airada salida del señor Margolis ante unos estudios cinematográficos en manos de una revolución latinoamericana, no es tanto la competencia comercial de sus producciones, incomparablemente más modestas que las de Hollywood, sino su incidencia cultural, y por tanto, política. Y Hollywood tiene toda la razón del mundo para sentirse preocupado. No solo se va abriendo paso un cine latinoamericano propio, sino también un pensamiento cultural muy peligroso, en tanto eficaz y vanguardista, libre del lastre de los dogmas y las burocracias mediatizadoras del ayer, definido por Alfredo Guevara, en su artículo «El Nuevo Cine en América Latina», publicado en Le Monde Diplomatique, número 6 del 2009, de la siguiente forma: «Suele creerse que el objetivo de las Revoluciones o del espíritu revolucionario es la sociedad toda o la liberación del hombre como ciudadano-partícipe. Preferiré siempre precisar que lo revolucionario raigal es eso y algo más: esa liberación tendrá que ser ‘de uno en uno’. Lo realmente desalienante es el rescate y el ejercicio de la autonomía de pensamiento y la decisión. En la obra de los jóvenes cineastas está presente esa voluntad de ser ellos, cada uno y ser parte, pero violando muchas veces límites objetivos, pues no viven ni trabajan en mundos desalienados».
La revolución latinoamericana en marcha, señor Margolis, verá el final de esta película cuyo desenlace desvela a tantos, entre ellos, al hasta ahora inconmovible Hollywood.
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