La clamorosa ausencia de reflexiones sobre el nacionalismo español es tanto más llamativa cuanto que éste experimentó, durante los años de gobierno del Partido Popular, un rebrote visible. A su amparo medraron una singularísima invención de una tradición y muchos espasmos agresivos, a tono a menudo con los discursos que habían llenado las plazas en […]
La clamorosa ausencia de reflexiones sobre el nacionalismo español es tanto más llamativa cuanto que éste experimentó, durante los años de gobierno del Partido Popular, un rebrote visible. A su amparo medraron una singularísima invención de una tradición y muchos espasmos agresivos, a tono a menudo con los discursos que habían llenado las plazas en la España de Franco.
Nada invita a concluir, sin embargo, que el ascendiente del nacionalismo español se ha diluido en la nada. Pervive, muy al contrario, de la mano de un nuevo gobierno que –parece– no tiene muy claro a qué atenerse. Si unas veces, en un intento baldío de ocultar la realidad, se inclina por negar cualquier vínculo con el nacionalismo y sus querencias, otras se reclama, en un ejercicio de bonhomía tan artificial como estéril, de una versión liberal del nacionalismo español que, lejos de cualquier ultramontanismo, haría de éste un crisol de respeto y de convivencia.
Porque lo primero que despunta en estas horas es una regla de oro que no se asienta precisamente en la tolerancia: todo irá bien –se nos dice– si se acepta que la España plural y abierta ha de ser, también, una e indivisible. Nadie debe cuestionar, en otras palabras, lo que a la postre es, florilegios verbales aparte, una defensa esencialista del Estado, sus estructuras, sus fronteras y su ejército. Esta posición tajante encaja sin fisuras con una superstición que cobró cuerpo merced a la Constitución de 1978: la de que el nacionalismo español se diluía en la nada, de tal suerte que sólo estaban llamadas a pervivir, en lugar por fuerza marginal, torcidas y ultramontanas querencias. Desde el momento en que el orden naciente hizo suyas muchas instancias, mentales y materiales, que en el pasado habían servido de asiento a un nacionalismo que nada tenía, por cierto, de liberal, la distinción entre las versiones democrática y reaccionaria del nacionalismo español pasó a antojarse, por añadidura, menos sencilla de lo que a algunos gustaría.
Señalemos, en segundo lugar, que entre nosotros –y esto afecta por igual a populares y socialistas– es difícil apreciar esfuerzo alguno de construcción de un espacio político y cívico no marcado por lo nacional. Dejamos de por medio el cauteloso «es difícil» como tributo a quienes, con respetable ingenuidad, aseveran que en el Partido Socialista se barrunta una división entre sectores claramente endilgados por el marchamo del nacionalismo español en su versión más esencialista y otros que, comedidos, pujarían por una incipiente «desnacionalización». Aunque así fuere, y admitamos que tal vez por efecto de una inercia irrefrenable, un alud de hechos viene a respaldar el vigor de la tesis que tenemos entre manos. Ahí están, sin ir más lejos, banderas e himnos, academias –a cual más rancia– que imparten doctrina, desfiles adobados de patriótica mitología, hazañas deportivas, fastos conmemorativos que permiten rescatar el vigor de la monarquía ilustrada o la actualidad de añejos «descubrimientos», sutiles imposiciones lingüísticas que beben de maquinarias mediáticas que nada tienen de neutrales o, en fin, incuestionables cánones artísticos y literarios. Pero está también un esfuerzo, tenso y continuado, encaminado a proseguir con la tarea de la invención de la tradición –curioso es que sólo se preste atención a los libros de texto que emanan de la presunta insania que promueven los nacionalismos de la periferia cuando se olvida, en cambio, la ratificación de un cuento de hadas que bebe de los arcanos del nacionalismo español–, alimentada también por sociedades estatales, museos, monumentos y fiestas «nacionales». Qué no decir, en fin, de la propia institución monárquica, adalid de la continuidad histórica, portadora de la llama de la cristiandad católica y, a los ojos de tantos, y de nuevo, intocable.
Dejemos contancia, para rematar, de un tercer hecho que anuncia un grave problema para quienes gustan de defender una modalidad silenciosa –estaría ahí pero, al tiempo, apenas se dejaría notar– de nacionalismo. Y es que el fuego del nacionalismo español se ha visto atizado, claro, de la mano de la confrontación con sus competidores periféricos –cuesta dar crédito a la idea de que aquel se asienta, sin más, en un filantrópico designio de inclusión y de tolerancia–, al calor de la necesidad, que algunos juzgan imperiosa, de preservar señas de identidad en el marco azaroso de la construcción de la UE y de la vorágine globalizadora, o al amparo de las respuestas, a menudo xenófobas, que recibe lo que algunos se empeñan en describir como «el problema» de la inmigración. Porque, y al cabo, no hay mejor prueba de la existencia de un nacionalismo español que hunde sus raíces en un pasado poco estimulante que la vitalidad que su versión trivial –arrogante, ignorante y recelosa de lo ajeno– muestra en el quehacer cotidiano de muchos de nuestros conciudadanos. Y es que como en España no se come en ningún sitio.