Para Manolo Monereo Fue pintor aficionado, ferroviario y crítico de arte. Pero la ocupación más famosa de Samuel Standidge Boden fue el ajedrez. Para algunos, no hubo en su época otro maestro mejor que él. Hay muchas anécdotas de Samuel Boden, pero los aficionados le recuerdan sobre todo por una partida: la que jugó […]
Para Manolo Monereo
Fue pintor aficionado, ferroviario y crítico de arte. Pero la ocupación más famosa de Samuel Standidge Boden fue el ajedrez. Para algunos, no hubo en su época otro maestro mejor que él. Hay muchas anécdotas de Samuel Boden, pero los aficionados le recuerdan sobre todo por una partida: la que jugó en Londres en 1853 contra R. Schulder, al que ganó con una serie de movimientos que pasaron a la historia con el nombre de «mate de Boden». Básicamente, es un mate que se realiza utilizando los dos alfiles. Mientras uno le corta al rey la vía de escape por su color, el otro, aprovechando que no tiene salida, le da el mate. Previamente, el autor de la jugada ha tenido que sacrificar una pieza importante, la dama o una torre, para facilitar que el alfil que da el mate pueda ocupar su posición. Pero en el ajedrez, como en la política, lo que cuenta es el resultado final. A Samuel Boden no le importó sacrificar una de sus mejores piezas, porque los dos alfiles le habían hecho ganar la partida.
Hoy en día, es difícil que un ajedrecista muerda el anzuelo del mate de Boden. Pero en la política no sucede lo mismo. Y muy pocos conocen la historia de la partida de Schulder-Boden. Quizás por esa razón hemos podido presenciar, en directo, y con escasas diferencias respecto a su modelo original, cómo la estudiada coreografía del mate de Boden se desplegaba ceremoniosamente en el Congreso sin que aparentemente nadie se diera cuenta de lo que ocurría. Solo al final, cuando los dos alfiles ocuparon su posición bajo la histórica mirada de El Abrazo de Genovés, propios y extraños empezaron a sospechar que algo importante estaba pasando. Por supuesto, ni Pablo Iglesias ni Mariano Rajoy, cada uno desde su trinchera, estaban dispuestos a hacer la ola. Sin embargo, y a pesar de que el acuerdo entre Pedro Sánchez y Albert Rivera no tardó en saldarse con el episodio de la investidura «fallida», ni el presidente en funciones ni el secretario general de Podemos tienen razones para cantar victoria. En el mate de Boden, Mariano Rajoy es la pieza que será sacrificada. Y Pablo Iglesias, el rey a batir.
El 22 de febrero publiqué en Rebelión el artículo «La Operación Renzi«, donde apuntaba a algunas señales que parecían indicar que la trama que organiza la matriz del poder había cambiado de caballo (para el concepto de «trama», cf. Monereo, 18-10-2014, Cuarto Poder). Esto significaba que ante la imposibilidad de resolver la situación de bloqueo político con la fórmula de la Gran Coalición, por los vetos mutuos que Mariano Rajoy y Pedro Sánchez se arrojaban el uno contra el otro, la única salida era cambiar el paso y apostar por un «Gobierno reformista» bajo el auspicio de Pedro Sánchez y Albert Rivera. Pero este objetivo no se conseguiría fácilmente. Para alcanzarlo, habría que convocar nuevas elecciones y conseguir que se sustanciara un cambio en la orientación de voto que permitiera reunir en las bancadas de PSOE y Ciudadanos al menos a la misma cantidad de diputados que se sientan ahora en los escaños del Partido Popular (PP) y Ciudadanos. La Operación Renzi, para que pudiera funcionar, necesitaba que durante los siguientes dos meses se operase una transferencia de voto del PP a Ciudadanos y de Podemos al PSOE. Aunque esta transferencia no es imposible, e incluso se ha publicado alguna encuesta que apunta en esta dirección (20-02-2016, El Mundo), mi tesis fallaba en un punto. En realidad, para garantizar el éxito de la Operación Renzi no hace falta convocar nuevas elecciones. El éxito del mate de Boden radica en la posición de los alfiles. Una vez colocados, lo demás no importa.
El PSOE y Ciudadanos no necesitan conseguir más votos de los que ya tienen. Ahora cuentan con 130 diputados. Pero no tenemos que pararnos en esta cifra. Lo que tenemos que mirar es el porcentaje. Si reunimos los votos que ambas formaciones consiguieron por separado el 20-D nos encontraremos con un 36%. En las elecciones generales de 1979, gracias a la magia de la ley electoral y a una afortunada distribución de los resultados, Adolfo Suárez se quedó a solo ocho escaños de la mayoría absoluta cuando apenas alcanzó el 35%. Con un 38,7%, Felipe González obtuvo 159 diputados en 1993. Y tres años más tarde, con el mismo resultado, José María Aznar se hizo con 156.
¿Qué sucedería si sumamos los porcentajes que PSOE y Ciudadanos obtuvieron el 20-D y aplicamos al resultado la ley electoral en cada provincia? Pues que la bolsa de la coalición, sin necesidad de conseguir un solo voto más, se engrosaría con otros 12 diputados. Pero esto no es lo importante. Lo realmente significativo es lo diferente que hubiera sido la fotografía electoral. Por un lado, la coalición de PSOE y Ciudadanos habría ganado claramente las elecciones con un 36% de los votos y 142 diputados. Por otro, el Partido Popular, en lugar de presentarse como el triunfador de la jornada, habría sido el gran derrotado, con 116 diputados, siete menos de los que ahora tiene. Y en último lugar, Podemos y sus confluencias se habrían quedado bastante lejos de su anhelado sorpasso a Pedro Sánchez. En concreto, de sus 69 diputados actuales, habrían bajado a 64. La distancia de poco más de un punto y 21 escaños entre el PSOE y Podemos se habría convertido en un abismo de 15 puntos y 73 escaños. Pero estos resultados son política ficción. Ya hemos visto que con un porcentaje menor, Adolfo Suárez casi consigue la mayoría absoluta. Y con un porcentaje algo superior, Felipe González se aupó hasta los 159 diputados. Todo depende de lo que saquen los otros. Si el PP continúa su declive, la coalición «reformista» podría multiplicar exponencialmente sus resultados. ¿Y cómo reaccionarán los votantes de los partidos de la coalición ante un escenario en el que concurran bajo la misma papeleta? Aquí, todo son especulaciones. Pero si PSOE y Ciudadanos no cometen ninguna torpeza, hay razones para pensar que podrían retener a la mayor parte de sus electores. Y quizás, ganar alguno más. Todo depende de la puesta en escena. Y esto es algo que ya ha comenzado. El primer paso: el programa. Si Junts pel Sí pudo reunir a partidos tan dispares como Esquerra Republicana (ERC) y Convergencia Democrática (CDC) bajo el paraguas del derecho a decidir, el «Acuerdo para un Gobierno reformista y de Progreso» bien puede constituir la base programática de un acuerdo electoral entre el PSOE y Ciudadanos. De hecho, Albert Rivera lo presentó como si así lo fuera: «Aquí están las bases para una nueva etapa política». Y añadió: «El acuerdo recoge el 80% de nuestro programa» (24-02-2016, El País). Además, la elección del candidato a la presidencia debería realizarse a través de un proceso de primarias al que pudieran postularse tanto Pedro Sánchez como Albert Rivera. En un escenario normal, debería ganar Pedro Sánchez. Pero la celebración de este proceso serviría para comprometer con la coalición a los seguidores de Albert Rivera, un compromiso que podría reforzarse llevando las primarias también a los territorios, para favorecer que Ciudadanos, en aquellos lugares en los que está particularmente fuerte, pudiera ocupar la cabeza de las candidaturas. Algunos referentes sociales, como el hasta ahora secretario general de UGT, Cándido Méndez, han dedicado palabras lisonjeras a los intentos de Pedro Sánchez y Albert Rivera de formar gobierno (04-03-2016, 20 minutos). No sería extraño que la coalición intentara incorporar a alguno de ellos en la candidatura del 26-J.
No cabe duda de que algunos votantes de Ciudadanos verán esta maniobra como un engendro político que les hará volver espantados a los brazos del Partido Popular. Pero al margen de que para paliar este efecto se ha buscado intencionadamente que el acuerdo tengo la impronta personal de Albert Rivera, lo importante es que la coalición se puede permitir prescindir de ellos. Incluso en el caso de que todo saliera mal, y PSOE y Ciudadanos no consiguieran juntos lo que obtuvieron por separado, la magia de la ley electoral intervendría para corregir los resultados y asignarle a la coalición más diputados con menos votos. Pero mucho más importante: sea con un 36% o con un 32%, de lo que resulta difícil dudar es del triunfo de la coalición en las próximas elecciones generales. Y aquí el PP caería víctima de su propio discurso. Mariano Rajoy, si es que vuelve a presentarse, habiendo descendido a la segunda posición, se vería obligado a favorecer la investidura de Pedro Sánchez.
No es difícil adivinar que los problemas para materializar esta coalición estarían más en la órbita de Ciudadanos que en la del PSOE. Esta es la razón por la que Andrea Levy, vicepresidenta de Estudios y Programa del PP, coincidió el día 7 de marzo con Cristina Cifuentes, presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, en realizar un llamamiento público a Ciudadanos para que aclarase si iría en coalición con el PSOE a unas nuevas elecciones generales (07-03-2016, Telemadrid; 07-03-2016, La Vanguardia). Mientras tanto, la revista digital de la Fundación Sistema, cuyo patronato preside Alfonso Guerra, se descolgaba con un artículo de José Martínez Cobo donde se defendía abiertamente las ventajas de la coalición: «El pacto entre PSOE y Ciudadanos no es el primer pacto entre socialistas y centro derecha», y «los socialistas no tuvieron en el pasado ninguna razón para arrepentirse de haberlos suscrito, más bien remordimientos cuando los hicieron fracasar» (Martínez Cobo, 07-03-2016, Sistema Digital). Durante las próximas semanas, presenciaremos cómo el PP intenta hacer saltar por los aires la posición de Albert Rivera explotando las contradicciones ideológicas de su base electoral. Mientras que el PSOE, arropado por sus altavoces mediáticos, se ocupará de alimentar las condiciones que puedan favorecer un escenario político donde la coalición reformista sea cada vez más atractiva para el electorado de centro-izquierda. En esta línea cabe situar la serie de sondeos que Metroscopia realizó para El País en torno al debate de investidura, donde se apuntaba, entre otras cosas, que la mitad de los votantes del PP y de Podemos pensaban que sus respectivas formaciones deberían haber dado vía libre al pacto entre PSOE y Ciudadanos (26-02-2016, El País), o que la mitad del conjunto de los electores consideraba que es una «mala noticia» el fracaso de la investidura (06-03-2016, El País). Por otra parte, el éxito de la coalición depende de que Albert Rivera siga teniendo un perfil propio, por lo que es previsible que no dé por sentado el liderazgo de Sánchez, algo que también contribuirá, de paso, a mantener abiertas sus opciones de cara a las primarias que deberían decidir quién encabeza la candidatura conjunta. Algunos dirigentes territoriales del PSOE, a los que Ciudadanos está sometiendo a un fuerte marcaje, podrían intentar obstaculizar el acuerdo. Pero ya se ha visto que la capacidad de veto de estos dirigentes sobre Pedro Sánchez no llega más lejos de la cuestión nacional y las relaciones con Podemos. En cualquier caso, lo más relevante del mate de Boden es que una vez que las piezas han tomado su posición, un ajedrecista avezado no necesita consumar la jugada. Si Pedro Sánchez y Albert Rivera son capaces de convencer al PP de que van en serio, quizás podrían conseguir su objetivo sin necesidad de acudir a una segunda convocatoria electoral. Se cumpliría así el pronóstico que adelantaba Manolo Monereo, cuando advertía que un nuevo llamamiento a las urnas iría a contrapelo de la voluntad de las «clases dominantes», para las cuales supondría una derrota, «su derrota» (26/02/2016, Cuarto Poder). Pero habrían tenido que dejarse algunas plumas por el camino. En concreto, la renuncia a la Operación Monti. Entre otras cosas, por una cuestión bastante obvia. Para poner en marcha la Operación Monti, hace falta un Monti. Y el nuestro, está en libertad con cargos por delitos fiscales, blanqueo y corrupción. Lo menos que la oligarquía puede esperar de un presidente es que no tenga problemas para recoger las instrucciones del FMI en Washington porque un juez le ha retirado el pasaporte. Con Rodrigo Rato, se ha quemado el cartucho más importante de la Operación Monti. Pero el acuerdo entre Pedro Sánchez y Albert Rivera puede ofrecerles las mismas oportunidades con un rostro más amable. El reparto de las carteras ministeriales, en particular, de las de economía y hacienda, podría terminar en las manos de algún tecnócrata, lo que sería muy del gusto de las preferencias de Albert Rivera y la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE). Al final, el Gobierno reformista y de Progreso no debería tener una política económica muy distinta de la que hubiera emanado de un Gobierno de Gran Coalición.
Pero la cuestión de si la situación de bloqueo político de las instituciones parlamentarias se resuelve o no con una segunda convocatoria electoral depende en gran medida de la evolución del estado de ánimo de una persona: Mariano Rajoy. Su ceguera ante los acontecimientos políticos que le rodean ha quedado patente no solo en su incapacidad para comprender que su vida política ha terminado, sino en su ingenuidad a la hora de identificar el papel que le ha tocado jugar en este drama. Cuando habla del acuerdo de Pedro Sánchez y Albert Rivera, lo hace como si este acuerdo se hubiera firmado contra él. Y nada más lejos de la realidad. Mariano Rajoy es una pieza importante de la partida, pero no es el rey. Este papel está reservado para Pablo Iglesias, el verdadero objetivo a batir con la estrategia del «mate de Boden».
Una vez que los alfiles han tomado posición, da igual que se convoquen o no elecciones generales. Mariano Rajoy, antes o después, deberá aceptar su papel de víctima sacrificial y permitir la formación de un Gobierno reformista. Si se empeña en mantener su candidatura, tendrá que hacerlo después del 26-J. Pero es posible que el resto de los moradores de la calle Génova no acepten permanecer cruzados de brazos mientras Mariano Rajoy los conduce al precipicio. El ciclo político del PP ha terminado, pero todavía puede decidir cómo afrontar su travesía por el desierto. O bien permite gobernar a Pedro Sánchez ahora, cuando todavía no es más que el candidato de la segunda fuerza política del país, o dentro de cuatro meses, cuando probablemente lo será de la fuerza política más votada. No cabe duda de que la influencia del PP será mayor en el primer caso que en el segundo. Pero en política no siempre se adopta la decisión más racional. Y como víctima propiciatoria, Mariano Rajoy deja bastante que desear. No parece estar dispuesto a acudir al altar por su propio paso.
En febrero de 2014 Podemos le dio una patada al tablero. Pero sus adversarios recogieron las piezas del suelo y las volvieron a poner sobre la mesa. La irrupción de Ciudadanos liquidó las posibilidades de la batalla relámpago. Y aunque Pablo Iglesias anunció un giro hacia la guerra de posiciones, la estrategia de Podemos siguió orientada hacia el objetivo de un triunfo rápido en las Elecciones Generales (cf. Hernández Castro, 20-05-2015, Rebelión). Los resultados del 20-D pusieron en jaque a Pablo Iglesias. No porque fueran malos, sino porque todos sus seguidores se vieron obligados a confrontar sus anhelos con la realidad. Ni el cielo se había tomado por asalto, ni Podemos había logrado mejorar el papel de tercero en disputa que tradicionalmente había desempeñado Izquierda Unida (IU). Ante el fracaso de la batalla relámpago, y la negativa de Pedro Sánchez a formar el Gobierno de Gran Coalición, Pablo Iglesias intentó conjurar la campaña de la pinza pasando por las horcas caudinas de un acuerdo de gobierno con el líder de los socialistas. Pero ya no era suficiente con reconocer que la «sonrisa del destino» había favorecido a otro. Porque mientras Podemos y PSOE se reunían bajo los auspicios de Alberto Garzón, Pedro Sánchez estaba consumando su matrimonio con Albert Rivera. Era el «mate de Boden». La partida, ha terminado.
Pero el juego, continúa. Y una vez Pedro Sánchez y Albert Rivera terminen los fastos de su luna de miel, tendrán que ponerse a gobernar. Y el panorama no es nada halagüeño. Quizás, si Podemos y sus confluencias, y los supervivientes de la vieja izquierda que se arremolinan en torno a Alberto Garzón, toman nota de lo ocurrido, y se preparan a conciencia para la próxima partida, la trama que mueve los hilos de la política en España desde la Transición no tenga tanta suerte.
Fuentes de información electrónicas [obtenidas en consulta del 08-03-2016]:
De Cuarto Poder [http://www.cuartopoder.es/]:
Monereo, M. (18-10-2014), «La corrupción como instrumento político e ideológico de los poderes económicos: la trama«.
– (26/02/2016), «El triunfo de Rivera: final de la primera parte«.
De El Mundo [http://www.elmundo.es/]:
Cruz, M. (20-02-2016), «Podemos se deja nueve escaños y el PP cuatro«.
De El País [http://elpais.com/]:
Mateo, J. J. (24-02-2016), «Rivera: «Todo esto no lo podemos hacer solos. Necesitamos a más partidos«.
Toharia, J. J. (26-02-2016), «La mitad de los del no quieren el sí«.
(06-03-2016), «La mitad de los electores de Podemos censura el no a la investidura de Sánchez»
De La Vanguardia [http://www.lavanguardia.com/]
(07-03-2016), «Cifuentes se pregunta si PSOE y C’s irán en coalición si hay elecciones«.
De Rebelión [http://www.rebelion.org/]:
Hernández Castro, D. (20-05-2015), «La batalla profunda contra Podemos. El declive de la guerra relámpago y los límites teóricos de la guerra de posiciones «.
– (22-02-2016), «La Operación Renzi. El Ibex-35 cambia de caballo«.
De Sistema Digital [http://www.fundacionsistema.
Martínez Cobo, J. (07-03-2016), «Un pacto y otros antecedentes«.
De Telemadrid [http://telemadrid.es/]:
(07-03-2016), «Levy pide a Ciudadanos que aclare si irían en coalición con el PSOE a unas nuevas elecciones«.
De 20 minutos [http://www.20minutos.es/]:
(04-03-2016), «Cándido Méndez pide una gran coalición «por el cambio» que incluya a Ciudadanos«.
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