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La impotencia simbólica y la agenda del Imperio

El mismo caldo, con las tres tazas de rigor

Fuentes: Rebelión

  Cry ‘Havoc,’ and let slip the dogs of war William Shakespeare [Julius Caesar, Actus Tertius, Scena Prima, Parlamento de Anthony] El paso de Ike por Cuba, arrastrando las tres tazas del caldo que antes, y en vano, se le negaran a Gustav, dejó en sus resultados, entre muchas aristas, la voluntad de artistas y […]

 

    Cry ‘Havoc,’ and let slip the dogs of war

    William Shakespeare

    [Julius Caesar, Actus Tertius, Scena Prima,

    Parlamento de Anthony]

El paso de Ike por Cuba, arrastrando las tres tazas del caldo que antes, y en vano, se le negaran a Gustav, dejó en sus resultados, entre muchas aristas, la voluntad de artistas y escritores de hacer para el país, de un modo irracional e incontestable, lo que de un modo un tanto irracional, caprichoso, arbitrario e irreversible, el país había estado haciendo a través del sistema socialista: sembrar una semilla de cultura humanista aun cuando su puesta en significación no diese dividendos económicos palpables. El vínculo concreto entre el humanismo como abstracción y epistema, y el acto mismo humanista de afrontar los difíciles momentos a través del desprendimiento inmediato para los paliativos que la desgracia ajena necesita al enfrentar una catástrofe, se define en esa instancia de educación y cultura que hace que a trabajar por nada nos lancemos. No apunta el paradigma, entonces, a abolir la base de retribución que el trabajo ha de entrañar, sino a romper, toda vez que se implante la necesidad, la barrera del valor de cambio en que nuestro trabajo de escritores y artistas se empantana.

De entre todos, tomemos un ejemplo.

Los Van Van, que han recorrido buena parte del mundo y han seducido a tan diversos escenarios, actúan por primera vez, en cambio, para una quizá no tan alejada población pinareña. Las tantísimas barreras habituales que le impiden llegar a lugares como esos han quedado pospuestas, relegadas por la esencia simbólica del acto de entregar lo que se tiene, es decir, aquello que uno produce para aporte de la sociedad antes que se convierta en objeto de intercambio: la cultura. [De pronto, descubro que el corrector automático del Word había sustituido el vocablo tantísima por santísima y, curiosamente, la relación de sonidos sugiere que esas barreras, en bastante medida levantadas por el tránsito del trabajo al mercado, se afianzan de una manera tan terca, que a santificarse llegan.] Si la prensa cotidiana apenas retransmite los lugares comunes de estos actos, la noticia en solo un grupo de imágenes de muestra, incluso saltándose las contradicciones humanas de los más importantes de la historia -los espectadores; ya gocen ya lloren de emoción-, aquellos que nos jactamos de trabajar no sólo para perfeccionar nuestras técnicas y estilos, sino los sentidos que desde ellas se transmiten, debíamos captar que en una revolución, si es verdadera, los triunfos y fracasos se definen al pie de las barreras. De qué valdría nuestro trabajo si no supiésemos sacar, más allá de lo dicho, una nueva mirada, un giro que fuerce a la profundidad.

Me preocupaba, y así lo hice saber casi inmediatamente en un artículo que titulé «Que no cunda el shock-teo», que el modus operandi de lo que Naomi Klein ha etiquetado con plena lucidez como «capitalismo del desastre», se aprovechara de las circunstancias catastróficas que levantaban sobre la Isla un peso acaso insoportable, para plantar, si no su germen de depredadoras «inversiones» (algo impensable en la línea político-económica del socialismo cubano), sí su agenda ideológica -ideologizada hasta el tuétano- de superficiales constructos, de dogmas que sólo se sustentan desde el punto de vista de aquel que depredando sostiene sus esencias de intocable superioridad. La preocupación no andaba tomada por los pelos. Los espectros, que entre Shakespeare y Forsythe se presentan como los devastadores «perros de la guerra», habían marcado antes la agenda y no iban a desperdiciar el filón de los ciclones. La condicionada, y deshumanizada hasta la médula, oferta de ayuda humanitaria del gobierno de los EE UU daba una piedra de toque para la agresión mediática: demostrar que en tanto un sinnúmero de cubanos eran víctimas irremediables de la devastación, el absurdamente orgulloso gobierno de Cuba se negaba a abrirles las puertas a la felicidad. Esencia, sin más, de su consabida ideología del shock; león que, al no poder zamparse al mono, lo ataca con enfermedades, ultrajes y sobornos y espera a que lo aten para digerirlo al fin. Cuba, desde el gobierno, desde la dirección política (¿o son una las dos?), pero también desde la gente, -de a pie, de a caballo, de a verbo, de a pincel, de a viva voz, es decir, con la mente y las manos en un mismo objetivo- se negó de inmediato a abonar el camino al paso de la toma del terreno después de las catástrofes, o sea, al desastre último que emplaza a los desastres.

Por mi congestionado buzón electrónico iba a enterarme de que la pintora Sandra Ceballos, creadora de la alternativa promocional «Espacio aglutinador» estaba dispuesta a lanzar el peso de la ley, en acto de coacción que, de acuerdo con la perspectiva de todo demandante, implica un resultado punitivo, a aquella persona que se atreviese a valorar el sentido ideológico de sus esfuerzos promocionales. O sea, que casi por decreto queda fuera de toda posibilidad el cuestionamiento razonado a sus propuestas, así como a las de todos y cada uno de los invitados a exponer o charlar en su casa, en un acto cuyos mecanismos de divulgación trascienden lo privado para insertarse en el dominio del espacio público, desaglutinado per se, aunque por alguna preocupante intención se le intente «aglutinar» en direcciones que condicionan las esencias del arte a un constructo ideológico preciso. Para aclararlo bien: en tanto Rafael de la Osa Díaz decide advertir a algunos de sus destinatarios habituales, en un acto a los ojos de la propia ley privado, de correspondencia personal, acerca de la ideología que se ha estado destilando a propósito de las reuniones en efecto libres, no censuradas por nadie según nos revela el propio manifiesto de defensa que emite la pintora con carácter de denuncia pública (por consiguiente sí atendible para el espíritu de las leyes), que se han estado produciendo en «Espacio aglutinador», sus promotores se niegan a aceptar cuestionamientos. De tal manera que aceptar significa ceder sin chistar a cada gesto, aunque tal gesto proponga una agresión. Moral predicada en calzoncillos, o en hilos dentales con Betty Boop resplandeciente de estrellas y brillitos. Rotundamente se niega la supuesta implicación ideológica de zapa y, en contradicción a todas luces clásica, en la cuarta posdata del correo electrónico (que no recibí de la dirección de Rafael sino de un remitente que continuaba la cadena de envíos) el grupo Porno para Ricardo insiste en su abierta expresión politizada, por supuesto anticastrista.

Si insistimos, por tanto, en que la pintora Ceballos «está haciendo el juego a los servidores del imperio» (por lo que lanza su alharaca para exhibirse indignada y ofendida), no deja de ser un lugar común exacto, firme, indiscutible, intencionado, pues, como se ha documentado por periodistas, politólogos e investigadores, uno de los objetivos que a través de la USAID se cumple es financiar la subversión anticastrista y anticomunista en Cuba. Y aunque es probable, dado el accionar ya comprobado de la CIA1, que la destacada pintora desconozca que alguna ayuda de la que se le ofrece puede provenir de semejantes fuentes, sí es del dominio público (documentado, insisto) que parte de sus invitados actúan en forma de asalariados directos. La declaración de Porno para Ricardo aclara sin ambages el sentido: «por la parte que nos tocaba a nosotros, iba a ser un show todo lo irreverente y anti-políticamente anticastrista que nos diera la gana». La nota de los esmerados músicos se califica a partir del anatema de sus propias palabras pues en esencia es «manipulante, aberrada, decadente y con un marcado sentido retro [paradójicamente] estalinista» y deliberadamente macartista. Iba a ser, lo han dicho, un show. Aunque ellos mismos han comenzado el show bastante antes, asidos única y exclusivamente a la provocación, al manejo de la irreverencia nimia, concentrada en una línea que evada toda posible discusión reflexiva, todo posible reconocimiento de lo que en materia de cultura, por entre el fuego cruzado de extremismos, dogmatismos, supeditación de intereses personales y amenazas externas, ha hecho la revolución siempre a través de sus talentos, de sus creadores, algunos de los cuales, en efecto, nos abandonaron por causa de injusticias, aunque muchos, también, lo han hecho en busca de prebendas en tanto otros nos hemos creído en condición de reconstruir a partir de profundas comprensiones.

Pan al pan y al vino vino. Si Elizardo vino: ¡pan! Si vino Beatriz: ¡pan pán! Si porno se pornoraliza en su pornorilización continua: ¡pan-parapán pan pán! Cada postura que asumimos lleva su cuota de valor, su honestidad, su mapa de desplazamiento, su consecuencia responsable. El delincuente vulgar, el lumpen desclasado, niega, obviamente, sus actos y, si son probados, renegará de ellos. Pero no así el artista, no así el intelectual que aun considere a la ética como uno de los valores que sustentan su obra, no así el que se atiene a que libertad sea en efecto libertad de opinar a sabiendas de que no todos seguirán tras su misma manera de pensar. Respecto a eso también habrá que definirse. Habrá que dejar de jugar el manido rol de víctima.

En lo personal, también me molesta la burda politización de la cultura; con ello, lejos de ayudar a esos empeños políticos que buen aval merecen, los desclasamos. Y seguimos viviendo, incluso globalmente, en una sociedad clasista, en un marco global de economía política de clase. El debate merece entonces la polémica hacia el propio interior, resistiendo al embate del shock que en soldadas de muchos nos persigue, sin dejar de pensarnos como individuos artistas, escritores, intelectuales (sector aunque imprescindible apenas magro en todo el conjunto de la sociedad) cuya expresión lleva un signo nacional y se realiza sólo a partir de que un contexto social la haga valer (no importa si pequeño, si elitario, pero contexto social al fin y al cabo).

Lo nacional se prefigura entonces, más que como una concepción abstracta, más que como un conjunto de símbolos ad hoc, como una geografía de operaciones. En el ámbito geográfico estadounidense, dada la libre empresa en el uso y manipulación de símbolos que se iconizan, la bandera ha pasado a ser un simple souvenir, un elemento de aceptación, superficial y en bloque, de los objetos superficiales denotativos de un modo de existencia que norteamericano se supone. Su uso en camisetas, pañuelos, pantalones, etcétera, se ha despojado de un sentido que consiga traspasar el tejido epidérmico de los significados. Desconozco si ha ocurrido, pero no es difícil presumir que cualquier fabricante de papel sanitario que se lo proponga podría imprimir sus estrellas y barras en el ciclo infinito de sus rollos. Y acaso pocos duden que de la esquizofrenia surjan los que se consideran patriotas por usarlo.

En Cuba somos tal vez más primitivos, más apegados a la poesía elemental que el ser humano produce a lo largo de sus relaciones culturales. De ahí que la bandera aparezca con frecuencia como un objeto sacro. Y primitivos somos muchos de los que pensamos en la nación como un concepto cultural profundo, capaz de evadir las agresiones insulsas de la iconización comercial, capaz de resistir al embate de la banalidad mercantil de los objetos -la persona uno de ellos- que van sustituyendo los valores culturales, éticos, morales, de orientación sexual o recreativa incluso. Y hasta los que nos resistimos a aceptar lo que otros cubanos, bajo lamento, prefiguran como una supuesta falta de influencia norteamericana que tanto hubiese beneficiado a la Isla.

La lista es muchísimo más amplia, pero este punto entronca con una provocación ejecutada por el escritor Orlando Luis Pardo que me ha llevado a revisar de conjunto una serie de acciones que en principio parecían aisladas. De su propio testimonio escuché el incidente de Gorki, el de Porno para Ricardo, y me dejó convencido de que éste, al no tolerar que le rebatiesen su opinión, había agredido físicamente a alguno de sus contertulios. O sea, el que pedía tolerancia se mostró intolerante al ver que no lo convertían en canon, dogma u orientación político-ideológica. Luego nuestros buzones electrónicos fueron invadidos por correos que pedían que nos manifestásemos por su excarcelación, sembrando, por tanto, una mentira que en la futura norma de búsqueda de Google, o de otros buscadores, deberá repetirse.

El estilo literario de Pardo es, casi canónicamente, de posmoderna militancia lingüística, al punto que con frecuencia olvida que sin peso de significación no puede haber lenguaje. La posesión insegura del sonido, la violación constante de parónimos, la sugerencia laxa, iconoclasta, en general carente de asidero semántico, marcan y enmarcan sus escritos. En narrativa ha conseguido interesantes historias cuyos reconocimientos parecen merecidos, pues sacuden, desde la propia perspectiva de lo literario, a la literatura misma antes que a los propios referentes sociales que, por la propia inconstancia e inseguridad del dato presentado como narración, no concretan un mundo estructurado para el imaginario social del que se nutren, saqueándolo sin más. La narración es, quiérase o no, un tópico (típico) estricto en su nivel genérico, por más que la contaminación invada sus dominios. Otro distinto es aquel que atañe a la exposición de ideas, desde el ensayo o el artículo, desde la crónica o la Columna, y en que la confusión y el desorden, antes que al género, agreden sin discriminación a cada uno de los referentes aludidos.

Pero la conjunción de un espejo narrativo y una columna de opinión ha convertido, por fin, al narrador en un provocador eficiente. Con varios intentos lo buscó (en principio, con todos los yerros, con lo que se suponía tabú por excelencia: aludiendo a Fidel Castro), hasta que al fin su descrito ejercicio de masturbación encima de la bandera cubana consigue la angustiosa sacudida. Su acto de masturbarse sobre la enseña nacional (lo que, no obstante, intenta atenuar mediante un ejercicio de degradación lingüística, textualizándola como «bandera bucólica de Bonifacio Byrne, o trapo heroico de Poveda o el sudario de nylon tricolor de Ángel Escobar» sobre la que, entonces y por tanto, asaz de por cuanto, ha de sobrevenir ese «lechazo de escubamarga en simultáneo con el disparo amateur de mi cámara digital»), no sólo aparece como impotente para conseguir, si fuera la intención, desacralizar el culto a la bandera ni, lo que con claridad aflora desde el poscabrerainfantilismo que el texto mismo se empeña en suplantar, convertirla en objeto, sino que recupera el supersticioso sentido condenatorio que la masturbación ha tenido que arrastrar a través de las numerosas cadenas de tabúes culturales que la han ido execrando. La física potencia sexual que la foto se empecina en mostrar (una toma este-nordeste del pene que eyacula sobre la bandera y que, en su propia perspectiva física siembra la duda acerca de si él mismo presionó el obturador de la cámara, de si estaba solo en verdad o si se trata de una construcción ficcional muy necesaria al resultado último ideológico) acude a una impotencia simbólica, pues se propone -«acaso como un hernándeznovás de pacotilla» que [sigue] «siendo sólo un tirador profesional»- recuperar la ideología retrógrada que tanto se pavoneó al proclamar que no habría ideología posible para la cultura.

La militancia del texto posmoderno ha entrado en crisis, pues no está preparado para salir airosa en los giros de opinión. Reiteración de las figuras de sonido, asemejanzas forzosas, soberbia a toda costa del estilo condicionan la constante frustración de la prosa. Como los viejos tejedores, Pardo la emprende con la máquina, esa que obtura en instantánea y lenguaje. Hay dos suicidas nombrados, no por gusto, dados los tópicos típicos de la narrativa. Como en esas películas baratas, al masturbarse se suicida, escenifica su propio linchamiento, aseguran Fidel Díaz Castro y Bladimir Zamora que buscando apresuradamente méritos, dilapidándolos, me digo, tratando de no dejar en el cesto sus próximos posibles textos narrativos. Si con conciencia o no se inserta en la agenda que la ideología de bloqueo despliega sobre Cuba es irrelevante: como un objeto más se suma a la vertiente. Personalmente lo siento, por ello me niego a hacer silencio, a dejarlo pasar como una travesura.

En su novela Esperando a los bárbaros, J M. Coetzee desliza la siguiente reflexión:

    «Los imperios han creado el tiempo de la historia. Los imperios no han ubicado su existencia en el tiempo circular, recurrente y uniforme de las estaciones, sino en el tiempo desigual de la grandeza y la decadencia, del principio y el fin, de la catástrofe. Los imperios se condenan a vivir en la historia y a conspirar contra la historia. La inteligencia oculta de los imperios solo tiene una idea fija: cómo no acabar, cómo no sucumbir, cómo prolongar su era.»

He escrito desliza porque remite al significado primario con que se puede traducir el verbo inglés slip, presente en la cita de Shakespeare colocada al inicio de esta historia. En el Webster’s Dictionary, en segunda acepción, se dice que slip significa «to move quietly and cautiously». De modo que la shakespeareana significación del verbo mediante el cual los perros de la guerra son comandados por El Devastador (que también en la segunda acepción del Webter’s incluye «great confusion and disorder») propone un Apocalipsis más sutil que el de la clásica batalla frontal. Los coletazos de la crisis del sistema irrigan desesperadamente la cicuta, en tazas más o menos adornadas, más o menos trabajadas con arte y subterfugio. Pero en rigor son las tres mismas tazas de cicuta imperial que nos llaman a ceder a la hipnosis y a acceder al rutilante show de suicidarnos.

Como es así después y antes de todo, los que aceptemos la sed seguiremos trabajando hacia adentro, buscando en la nación una nación. Los que se sacien en las tazas labradas, industriales y efímeras, que continúen buscando a toda cómo no sucumbir, cómo prolongar su era. Si el Perugino pintaba un ángel más, como decía Lezama, un ángel más pintaremos cada vez.