En diciembre de 1971, mientras redactaba sus recuerdos de cárcel, el escritor nigeriano Wole Soyinka, galardonado quince años más tarde con el Premio Nobel de Literatura, estaba pendiente del estado de salud de un compatriota brutalmente apaleado por los soldados de la dictadura. El escueto telegrama de un amigo le reveló el destino de la […]
En diciembre de 1971, mientras redactaba sus recuerdos de cárcel, el escritor nigeriano Wole Soyinka, galardonado quince años más tarde con el Premio Nobel de Literatura, estaba pendiente del estado de salud de un compatriota brutalmente apaleado por los soldados de la dictadura. El escueto telegrama de un amigo le reveló el destino de la víctima y, con él, el del conjunto del país: «El hombre ha muerto». Soyinka leyó la frase con un estremecimiento integral, como si se la hubiese oído susurrar a los árboles y a las palomas en un mundo ya vacío o procediese del informe de un dios que pasa lista a sus criaturas, y a continuación decidió dar este título («El hombre ha muerto») al libro que acababa de terminar.
El Hombre ha muerto tantas veces durante el siglo XX, ha muerto tantas veces durante los primeros años del presente siglo, sigue muriendo tantas veces todos los días, que no estoy seguro de que conservemos todavía suficiente «Hombre» para distinguir a nuestro vecino de un ladrillo o de una hiena, para diferenciar una buena de una mala noticia o para que sepamos dónde debemos pararnos si queremos llegar a alguna parte. Huelga aclarar que cuando digo «Hombre» estoy pensando también o sobre todo en las que, precisamente porque lo encarnan hasta el final, son las víctimas más vulnerables de los que ya lo han perdido: los hombres másculos, en efecto, matan al Hombre con particular saña en las mujeres. Huelga asimismo aclarar que cuando muere el Hombre no sobreviven los árboles y las palomas, también amenazados, sino los no-hombres, los inhomos o poshomos que imitan al tanque y al acero (y no al perro o a la rata). La cópula mortal de dos poshomos para poblar el mundo de vástagos poshumanos se llama guerra.
El Hombre murió, por ejemplo, en Biafra en 1967. Los que nacimos en los años sesenta recordamos ese nombre como el estandarte victorioso de la caridad burguesa: las imágenes de los niños escurridos sobre un suelo cuarteado eran los bastoncitos con que nuestras madres nos infligían hasta el final un plato de lentejas y las huchas tintineantes de las campañas del Domund contra el hambre medían la distancia que nos separaba a las clases medias franquistas de ese brutal manotazo de la naturaleza. «Biafreño» era sinónimo de muerto de hambre y se lanzaba a los compañeros flacos, en la escuela, casi como una acusación: la culpa oscura que devora la carne desde dentro. No sabíamos que el gobierno dictatorial de Nigeria había estimulado y apoyado la cacería de las minorías igbo; que el Este del país, para protegerse de la agresión, había declarado su independencia; y que Biafra, la nueva y fugaz nación, había sucumbido a una desigual guerra de tres años, abandonada por las dos grandes potencias de la Guerra Fría, privada de socorros y alimentos. Wole Soyinka estuvo en las cárceles nigerianas precisamente por su oposición al genocidio, pero es una jovencísima escritora biafreña, Chimamanda Ngozi Adiche, la que nos cuenta hoy esta historia olvidada en una larga, trabajada, comprometida, estremecedora novela, cuyo título evoca las esperanzas inscritas en la bandera malograda: Medio sol amarillo (Mondadori, Barcelona 2007, traducción de Laura Rims Calahorra).
Las buenas novelas se leen con el cuerpo, con todo el cuerpo, porque obligan a reconocer a desconocidos; porque fecundan artificialmente en nuestras entrañas a un extraño que no es nuestro hijo. Mientras los mercados, las guerras y hasta las leyes bombean sin cesar cuerpos fuera de la humanidad, las buenas novelas -cada vez más raras- los devuelven uno por uno, mucho más despacio, a su interior. Hace falta el talento de Ngozi Adiche para que comprendamos que el hambre, como el cáncer o el SIDA, puede afectar a nuestros amigos y que las toneladas de alimentos que nos separan de la inanición forman en realidad una tela de araña tan inicua como frágil. Hace falta todo el talento de Ngozi Adiche para que tomemos conciencia con horror de que ninguno de nosotros lleva dentro tanto «Hombre» como para no sucumbir al coito mortal entre poshomos que llamamos guerra y de que el amor que tiene que construir nuestra humanidad es tan artificial como el acero que la destruye. Hace falta todo el talento de Ngozi Adiche, en fin, para que experimentemos en las rodillas y en el pecho, como un reuma intolerable, la verdad muy general que el joven Ugwu -que no sabía nada de Iraq ni de Afganistán ni de Haití ni de Somalia- deja escrito en la cabecera del libro que -dentro del libro- se ha visto obligado a escribir para recordar la tragedia de Biafra: El mundo guardó silencio cuando morimos. Los árboles y las palomas lo saben: el Hombre ha muerto. Ahora nosotros, los muertos, lo sabemos también.