Los sucesos ocurridos en marzo de 2014, con el intento de asalto masivo de la valla de Ceuta y Melilla y un saldo de quince muertos, han reabierto un viejo debate. Sin embargo, no utilizó el verbo reabrir por casualidad; el problema no es, ni muchísimo menos, nuevo: las alambradas de las dos ciudades europeas […]
Los sucesos ocurridos en marzo de 2014, con el intento de asalto masivo de la valla de Ceuta y Melilla y un saldo de quince muertos, han reabierto un viejo debate. Sin embargo, no utilizó el verbo reabrir por casualidad; el problema no es, ni muchísimo menos, nuevo: las alambradas de las dos ciudades europeas del norte de África fueron construidas en los años noventa del siglo pasado, ante la llegada masiva de inmigrantes. La de Ceuta mide 8,2 kilómetros y la de Melilla 12, que se han ido progresivamente modernizando y ampliando hasta una altura de seis metros, tres hileras de de vallas paralelas, concertinas, etc. Desde entonces se estima que han perdido la vida varias miles de personas en el desierto, cruzado desde el África Subsahariana a Marruecos. Se trata de una dura, larga, difícil y penosa travesía que a veces empieza en Senegal o en Sierra Leona y acaba en el monte Gurugú, junto a la frontera española. Es bien sabido que en el año 2006 la policía Marroquí abandonó en el desierto a varios cientos de subsaharianos, muchos de los cuales no consiguieron retornar a sus lugares de origen. Varios cientos más han fallecido en Marruecos o intentando cruzar la valla, y unos 4.000 más ahogados en el mar. Teniendo en cuenta que las víctimas, tan sólo en las últimas dos décadas, superan las 6.000 personas, la verdad es que los últimos 15 fallecidos, pese a que ha sacudido las conciencias de muchos ciudadanos, no son más que un granito de arena en el drama humanitario de dimensiones colosales que vive África y otros territorios del llamado Tercer Mundo.
Es obvio que la frontera de Ceuta y Melilla es una vergüenza no solo nacional, sino europea y mundial. Otro muro de la vergüenza, mucho más trágico en vidas humanas que el muro de Berlín y tan sangrante como el muro israelí en Cisjordania que mantiene secuestrados a decenas de miles de palestinos de 78 pueblos. Ahora bien, culpar a la Guardia Civil es de una incalificable bajeza moral. Para evitar la responsabilidad que todos tenemos en ese drama humanitario, nos limitamos a acusar a unos simples funcionarios que cumplen órdenes y que un gobierno tras otro les pide que controlen esa frontera. Están allí para hacer juegos de malabares e impedir, por un lado, que los inmigrantes ilegales entren en el país y, por el otro, evitando a toda costa cualquier daño colateral. Cuando algo falla y se producen víctimas, entonces recae sobre ellos la implacable crítica social.
Sin embargo, desgraciadamente el problema es de mucho mayor calado; en el programa de Jordi Évole, emitido el 6 de abril, uno de los subsaharianos declaró algo que además de ser absolutamente cierto, era totalmente clarividente. Dijo que antes los obligábamos a ir a Europa contra su voluntad, como esclavos, y ahora que no les interesa la mano de obra, impiden su entrada. En esta simple frase se resume el cinismo de Occidente en los últimos cinco siglos. Europa ha usado y usa de África y de sus habitantes a su antojo. Actualmente, el continente es el mayor proveedor de materias primas de Europa y Oriente Próximo, existiendo un comercio absolutamente desigual. ¿Cómo si no se explica, que habiendo países tan ricos en minerales, tierras y fuentes de energía, una parte de su población sufra hambre crónica? El caso del coltán de la República Democrática del Congo es muy elocuente. Está en manos de las mafias con la permisividad de grandes multinacionales como Samsung, Apple o Sony que obtienen el mineral a precios de saldo. Si su comercio estuviese regularizado y controlado por el Estado, la propia ley de la oferta y la demanda haría subir sus precios, cosa que no desean las citadas multinacionales.
Pero, no es el único problema; existe actualmente una grave crisis alimentaria. Las plantaciones dedicadas al cultivo de productos tropicales con destino al mundo desarrollado, como café, cacao, azúcar de caña, frutas tropicales, dátiles, cada vez ocupan más extensión. Asimismo, previendo la crisis alimentaria que el aumento de la población provocará en las próximas décadas, muchas multinacionales y muchos Estados están comprando o arrendando tierras en el continente. Según Josep Fontana, Arabia Saudí ha adquirido cosechas enteras de arroz en Etiopía, mientras más de seis millones de personas morían allí de hambre. Emiratos Árabes Unidos ha comprado 2.800 Km2 de tierra fértil en Sudán, Qatar 40.000 hectáreas en Kenia, China, Japón y la India 60.000 hectareas en Uganda, y la compañía surcoreana Daewoo 1.300.000 hectáreas en Madagascar. Por último, el cambio climático que por cierto han provocado otros, está ampliando los períodos de sequías y malas cosechas en muchos países subsaharianos. Todo ello, está restando tierras de cultivo a los campesinos y alimentos a su población. Precisamente, los subsaharianos que vemos a diario en las noticias jugándose la vida por llegar al Primer Mundo huyen del hambre y de la miseria.
En realidad, lo ocurrido en el muro de la vergüenza español no es más que la punta del iceberg de una hecatombe alimentaria que se está produciendo ya en el continente africano. Una crisis que se irá acentuando paulatinamente, cuando en el 2050 seamos 9.000 millones de habitantes y en el 2100 superemos los 10.000 millones. Por tanto, el problema es profundo, es económico, pero sobre todo ético. El capitalismo ha dejado en los últimos siglos -y está dejando actualmente- millones de muertos a lo largo y ancho del planeta. Las desigualdades entre el primer y el tercer mundo lejos de disminuir se agrandan. Pero, incluso, en el mundo desarrollado la brecha entre ricos y pobres es cada vez mayor, de ahí que más personas se estén ahora interesando por el problema. Pero insisto que la solución es difícil porque el problema es profundo y yo diría que estructural. En el fondo de todo, está el egoísmo y la ambición patológica del ser humano que a largo plazo -o quizá no tan largo- lleva implícita su propia autodestrucción.
Esteban Mira Caballos es Doctor en Historia
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.