El procés genera políticos de posiciones inflexibles: la más mínima duda o cesión se castiga con la imputación de alta traición
De todos los obstáculos que el proceso independentista en Catalunya ha afrontado, hay uno en el que quizá no habíamos reparado. «Si no fuera porque en Cataluña hay más de 200.000 funcionarios que no están dispuestos a renunciar unos meses a sus sueldos, ya podríamos ser independientes», dijo en una ocasión un conseller. Todo es más fácil si la gente acepta prescindir de comer.
Lo cuenta Lola García -periodista y directora adjunta de La Vanguardia– en el libro ‘El naufragio. La deconstrucción del sueño independentista’ (Ediciones Península). A estas alturas, el número de libros originados por el procés no ha superado la cifra de autos judiciales, pero está cerca, por lo que el lector puede sentir la tentación de dejarlo pasar. Aun así, este libro es uno de los mejores relatos periodísticos disponibles sobre la mayor crisis sufrida por el sistema político español desde 1977, una crisis con varios escenarios que hacen que es difícil que un solo libro pueda captar todos los matices.
El procés ha sido muchas cosas, pero hay una que destaca sobre las otras. Ha supuesto la mayor movilización popular en un país de Europa occidental en la última década, y además de forma continuada a lo largo de varios años. La mitad de la sociedad catalana multiplicó sus aspiraciones identitarias y las contrastó con lo que percibían como un Estado en decadencia, el español, aquejado por una profunda recesión económica, como el resto de Europa. A partir de ahí, los partidarios de la independencia entregaron el testigo a los políticos, porque a fin de cuentas no se obtiene la secesión con una manifestación al año, por masiva que sea. Ese fue el momento en que comenzaron sus problemas.
El relato del libro de Lola García se centra en los políticos nacionalistas como protagonistas, no exclusivos, pero sí los más importantes. No salen muy bien parados. Prometieron que la independencia era un objetivo factible, que el Gobierno español se vería forzado a convocar un referéndum, que en caso contrario la UE y los gobiernos europeos se ocuparían de obligarle a hacerlo, y que todo estaba previsto para que el día después de un referéndum se proclamara un Estado catalán viable con todo el aparato legal y el soporte económico necesario para funcionar a la perfección.
Nada de eso ocurrió.
Una constante de este proceso entre sus partidarios ha sido el convencimiento de que iba a culminar con éxito. Un sentimiento transmitido de arriba a abajo que convenció a muchos. «Esta forma de presentar el proceso hacia la independencia como un camino transitable sin sacrificios, para el que solo es preciso acumular grandes dosis de ilusión y buenos deseos, ha sido uno de los grandes éxitos discursivos del proceso», escribe Lola García. Pero que haya funcionado como discurso no significa que sea honesto o realista.
Evidentemente, con un planteamiento pesimista no se llega muy lejos en política. El sí tiene una mayor capacidad sostenida de movilización que el no o el quizá. En el campo de las emociones, no hay color.
La ilusión entre los independentistas se ha comprobado en las calles un año tras otro. No se puede negar por otro lado que ha sido alimentada desde la Generalitat. Antes de la Diada de 2012, fueron convocados por el Govern el presidente de la corporación de medios autonómicos y el director de TV3. Recibieron el mensaje de que «hay que ayudar a calentar la manifestación al máximo, conseguir que sea lo más masiva posible».
Algunos de los planes trazados después por Carles Viver Pi-Sunyer -que había sido vicepresidente del Tribunal Constitucional- con los que levantar «estructuras de Estado» se filtraron a los medios en 2014 «para dar la impresión de que se están haciendo todos los preparativos para poner en marcha la Cataluña independiente y de que esta no solo es factible tanto técnica como políticamente, sino que está más cerca que nunca».
El papel de Artur Mas
El primer impulso lo da Artur Mas. El heredero de Jordi Pujol abandona la vía pactista del que fue presidente de la Generalitat durante 23 años para encarnar la vanguardia del procés. «El mensaje que aporta es sencillo: si este político, considerado un gestor sensato y cabal, opta por esa vía, será porque es posible», explica García. «Mas es un activo imprescindible para que el proceso soberanista cobre fuerza en amplias capas de la sociedad catalana».
Hay pocos incentivos para negociar, que siempre entraña ceder en algo, si la prioridad es no convertirse en un cagado. Puigdemont lo descubrirá pronto. García también explica que la cerrazón del Gobierno central es el otro factor que ayuda a entender la ausencia de un diálogo efectivo entre Madrid y Barcelona. «Lo de Cataluña no nos ocupa ni dos tardes al mes», dice en 2012 un muy sobrado y no muy inteligente alto cargo en el Gobierno citado por García.
En esa época la crisis económica monopoliza el interés del sistema político y no hay interés por prestar atención a lo que ha empezado a ocurrir en Catalunya. Se nota que García, como muchos periodistas y políticos en Barcelona, no entiende la ceguera y la pasividad de Rajoy y el PP. No es la única, pero lo cierto es que poco hay que negociar cuando ambos bandos presentan condiciones irrenunciables que el otro no puede aceptar y cuando cada uno cree que la estrategia de la tensión le beneficiará en las urnas.
Aun así, «ni dos tardes al mes» revela hasta qué punto algunos políticos dejan que la historia les sacuda en toda la cara.
Después del referéndum del 1-O, se produce otra oportunidad para comprobar que los políticos nacionalistas no lo tenían tan claro como afirmaban en público: «El día después del 1-O, la desorientación se apodera de la cúpula independentista. Había un plan meticulosamente trazado hasta esa jornada, pero una vez traspasada la meta nadie se había ocupado de pensar con exactitud los siguientes pasos a dar». No fue eso lo que habían hecho creer a sus partidarios.
«Esto es una traición»
Al final, Puigdemont se ve atrapado en esa dinámica que castiga a los que dudan de la victoria por mucho que la realidad la desmienta. Toma la decisión de convocar elecciones autonómicas dentro de la legalidad y bajo ciertas condiciones. «No quiero ser presidente de Freedonia (el país imaginario que aparece en la película ‘Sopa de ganso’ de los hermanos Marx). Me niego a ir por el mundo repartiendo tarjetas de una república inexistente», comunica a una audiencia formada por consellers, diputados y miembros de las asociaciones independentistas.
La secretaria general de ERC Marta Rovira salta como un resorte: «Esto es una traición». Oriol Junqueras no apoya a Puigdemont, pero tampoco muestra un rechazo radical (García sostiene que el líder de ERC «nunca habla con sinceridad cuando hay más de una persona enfrente. Solo si la conversación es cara a cara, en privado. Y no siempre»). En la calle, crece el malestar hasta que un tuit de Gabriel Rufián explota: «155 monedas de plata».
Puigdemont tira la toalla. No ha obtenido el compromiso del Gobierno de que no habrá 155, pero el tuit de Rufián ya le ha dejado claro cuál es el precio de esa traición. «Los míos me han dejado solo», dice en un mensaje al lehendakari Urkullu. Unos días después, se subirá a un coche con destino a Bélgica.
En el libro, Lola García ofrece varios ejemplos de cómo el Gobierno de Rajoy ignoró durante demasiado tiempo los acontecimientos de Catalunya. Por lo visto en el Govern de Quim Torra y en el PP de Pablo Casado, no parece que los políticos hayan aprendido las lecciones. La crisis no ha terminado, ni quizá hayamos visto aún sus peores momentos. Lo comprobaremos cuando se celebre el juicio del procés en el Tribunal Supremo. «Es una historia cuyo final no está escrito», dice García. Quizá no exista tal final en un futuro previsible y necesitemos más libros para saberlo.
Fuente: https://www.eldiario.es/politica/naufragio-Lola-Garcia_0_853214893.html