En una época en el que las ideologías, como la economía, están por los suelos, eso de ser neonazi anda cerca del núcleo del globo terráqueo. Josué Estébanez, el militar que desde este lunes se sienta en el banquillo de los acusados por la muerta del joven antifascista Carlos Palomino, ha hecho con su declaración […]
En una época en el que las ideologías, como la economía, están por los suelos, eso de ser neonazi anda cerca del núcleo del globo terráqueo.
Josué Estébanez, el militar que desde este lunes se sienta en el banquillo de los acusados por la muerta del joven antifascista Carlos Palomino, ha hecho con su declaración ante el tribunal toda una demostración de que para ser admirador de Hitler con una neurona es suficiente y sobra gran parte de ella.
Josué, que ya no llevaba la cabeza tan rapada como cuando cometió el crimen y que se abrochó la camisa de cuadros hasta el último botón para aparentar ser un chico bueno, ha insistido por activa y por pasiva que no es nazi ni nada que se le parezca, que él pasa de política y de símbolos, y que si se considera español es fundamentalmente porque cuando juega la selección -se supone que la de fútbol- a él le gusta que gane.
Se considera español porque cuando juega la selección le gusta que gane
«Me gusta mi país. Me considero español» fue lo más parecido a un manifiesto político que se le pudo oír después de negar hasta tres veces, como San Pedro, a otro de sus supuestos ídolos, el general Franco. «No sé lo que hizo esa persona. ¿Cómo voy a amar algo que desconozco?»
Una vez recalcado que su patriotismo se limita a lo balompédico, el siguiente paso de Josué fue mostrarse como un chico fácil de amedrentar, que no discute con nadie y que le caen bien hasta los punkies abertzales del barrio de Bilbao donde vivía.
¿Qué por qué llevaba una navaja en el bolsillo si insistía que él no iba en busca de bronca sino únicamente a comer con unos amigos? Porque es un chico prevenido y al día siguiente iba de maniobras con su regimiento y no quería que se le olvidara para poder «pelar la fruta». ¿Que porqué la sacó de su bolsillo cuando llegó a la estación de Metro de Legazpi y vio que se subían los antifascistas al vagón? Porque se asustó a ver a tanta gente con «cresta» que le miraba «fijamente» y temió no salir con vida.
Su «instinto» de conservación hizo el resto en forma de mortal puñalada. «No me dio tiempo a hablar con ellos», llegó a decir para presentarse como un incomprendido discípulo de Ghandi que si estaba en el Ejército era para «desfilar», nada más. ¿Y lo del saludo fascista? Nada de homenaje al Tercer Reich, simplemente una advertencia «para decirles que se marcharan» y no tener que apuñalar a nadie más .
En resumen, que según su propio relato, Josué ni es nazi, ni iba de manifestación racista ni quería matar. Claro que para que el tribunal le creyese debería haber sido muy buen actor o, al menos, dar muestras de que tenía la lección bien aprendida. Y él no hizo ni una cosa ni otra.
Las imágenes grabadas por las cámaras del Metro de aquella agresión, y en las que él era el protagonista absoluto, muestran a un Josué muy distinto del papel que ayer quiso interpretar ante el tribunal.
Pero él ni se inmuto cuando los abogados de las acusaciones le echaron en cara las contradicciones entre sus palabras y aquellas escenas o, incluso, con las palabras de su primera declaración ante la Policía. «No sabía lo que decía, ni era consciente» fue su justificación para esto último. La neurona del nazismo apolítico no da para más.