El lenguaje nunca es inocente y mucho menos cuando se trasforma en vehículo de transmisión política. Los nombres, lejos de descubrir la esencia de las cosas, a menudo las ocultan. Se habla de reestructuración ordenada cuando habría que decir salvamento, rescate o intervención bancaria. Lo cierto es que, una vez más, y en España tenemos […]
El lenguaje nunca es inocente y mucho menos cuando se trasforma en vehículo de transmisión política. Los nombres, lejos de descubrir la esencia de las cosas, a menudo las ocultan. Se habla de reestructuración ordenada cuando habría que decir salvamento, rescate o intervención bancaria. Lo cierto es que, una vez más, y en España tenemos ya una amplia experiencia -acuérdense de la crisis bancaria de los ochenta y principios de los noventa-, el dinero público, es decir, el de todos los españoles, se emplea para corregir los errores de las entidades financieras. Lo grave es que, después de saneados, los bancos se devuelven al sector privado para que dentro de unos años retornen a las andadas. En España, todos estos meses hemos estado mareando la perdiz. Por activa y por pasiva, se ha querido vender el mensaje de que nuestro sistema financiero estaba en perfecto estado de salud gracias a la extraordinaria labor del Banco de España. Las entidades financieras únicamente tenían un problema de liquidez y, por supuesto, por culpa tan sólo de la crisis de las hipotecas subprime. Lo cierto es que ni los bancos españoles estaban tan sanos como decían ni el Banco de España ha sido tan eficaz, especialmente en la defensa de los clientes que se han visto engañados en muchos casos por las entidades financieras. Detrás de los problemas de liquidez latían, y ahora parece evidente, problemas de solvencia. Tan es así que se prevé poner a disposición la bonita suma de 99.000 millones de euros, más de 16 billones de pesetas (en euros la cifra parece menor), a tapar agujeros.
En situaciones como esta, aun los más liberales reclaman la intervención estatal. Coinciden en que el sector bancario no es como los demás. Crea o destruye dinero. Sus decisiones no permanecen en el ámbito privado. -La prueba es que Elena Salgado les pide que inviertan 10.000 millones de euros para ese cambio de modelo productivo por el que, de forma un tanto irreal, apuesta el Gobierno-. Pueden colocar a un país y a la economía internacional contra las cuerdas. De una u otra forma, todos los ciudadanos dependen de sus actuaciones, sufren sus errores y costean sus pérdidas. En la profunda recesión que aflige a la economía española, mucho está teniendo que ver la carestía actual de crédito, reverso de las alegrías pasadas. La razón de movilizar tan ingente cantidad de recursos públicos (hasta 99.000 millones de euros) no puede estar en la salvación de los administradores, banqueros o accionistas; su objetivo no puede ser exclusivamente el saneamiento de las entidades a efectos de que sean rentables en el futuro y mucho menos el que los bancos potentes adquieran a precio de ganga la propiedad de los débiles o maltrechos. La única finalidad que puede legítimamente tener este fondo es impedir que en España se desencadene un colapso financiero. La única justificación de emplear el dinero público es la de conseguir que el crédito se oriente como servicio público al beneficio social.
Se precisa, sí, de una reestructuración, pero en la línea de constituir un sector financiero público estatal como instrumento necesario de política económica. ¿Se perderá la oportunidad? Me temo que así será.
Juan Francisco Martín Seco es economista