Artículo publicado en El País e Indymedia Barcelona. Extraído de la web de arquitectura y compromiso social
Hace nueve años, estas mismas páginas sirvieron de escenario para una polémica en torno a lo que el arquitecto Amador Ferrer había denominado, titulando un artículo suyo, «el inmerecido descrédito de los polígonos de viviendas» (El País, 14-10-1996), crítica a la crítica fácil contra las agrupaciones de bloques dominante en aquel momento y ahora. Aquella defensa de los bloques de viviendas no ignoraba sus innumerables defectos, como consecuencia de la pésima calidad arquitectónica de la mayoría de proyectos, pero subrayaba que la construcción de grandes conglomerados de pisos implicó, en un momento determinado, una definición de las expansiones urbanas que colocaba en primer término la cuestión de la vivienda social, un asunto que adquiría un protagonismo que nunca había tenido antes y que no iba a recuperar con posterioridad a su abandono como fórmula de actuación urbanística. Además, se destacaba también cómo la forma de agregación de las viviendas y la provisión de espacios para el encuentro -derivadas de la inspiración de esa tipología en los postulados del Movimiento Moderno- potenciaron expresiones de intensa vida colectiva, entre las cuales la movilización y la lucha. Una exposición inminente del artista sevillano Pedro G. Romero en la Fundació Tàpies, centrada en buena medida en Badia del Vallès, va a insistir en ese elogio de las concentraciones de bloques como ámbito que demuestra las virtudes del conflicto como fuente de cohesión social.
En ese sentido, habría que considerar si entre los factores que determinaron el abandono del modelo de ciudades dormitorio no merecería figurar la evidencia de que este tipo de agregaciones humanas acababan constituyéndose en un núcleo de conflictividad difícil de fiscalizar políticamente y complicado de someter en cuanto experimentaba alguno de sus periódicos estallidos de insubordinación o insolencia. De hecho, el sistema de bloques implicaba una alternativa al amontonamiento de la clase trabajadora en determinados barrios antiguos o en centros urbanos, fáciles de cerrar con barricadas y desde los que los sectores más ingobernables de la ciudad podían hacerse fuertes y resistir los embates de la policía o incluso del ejército. Es bien sabido que fue esa tendencia de las clases trabajadoras europeas a encerrarse en barrios intrincados y convertirlos en fortines insurreccionales lo que justificó en buena medida las grandes operaciones urbanísticas de esponjamiento e higienización a partir de las últimas décadas del siglo XIX, de las que la de Haussman en París sería el paradigma, pero que tendrían también en Barcelona un ejemplo no menos elocuente. Ahora bien, la opción de llevarse a la clase obrera a los suburbios y alejarla de los núcleos urbanos comportó resultados imprevistos, entre ellos el permitir formas de convivencia que tampoco eran tan distintas de las del vecindario tradicional y repetir la capacidad del barrio popular de devenir foco de antagonismo social.
Ahí cabría evocar el estudio de Manuel Castells -recogido en La ciudad y las masas (Siglo XXI)- sobre el grand ensemble francés por excelencia, el de Sarcelles, donde se estaban desarrollando luchas sociales de gran embergadura. La tesis de Castells es que lo que allí se registraba era una situación prácticamente idéntica a la que había producido el primer sindicalismo obrero a mediados del siglo XIX, en la medida en que los altos niveles de socialización que estaban experimentando las viviendas de masas descubrieron un conjunto de intereses comunes, en una unidad de vecindario que reprodujo las condiciones de concentración capitalista de producción y una gestión parecida a la que habían conocido las grandes concentraciones fabriles de la revolución industrial, los mismos elementos que estuvieron en el origen de los primeros sindicatos obreros. En el fondo, de lo que se trataba es de que por primera vez se estaba produciendo una percepción en clave de lucha de clases del significado del fenómeno urbano.
Esa condición problemática de los polígonos de viviendas populares ha tenido distintas oportunidades para ponerse de manifiesto cerca de nosotros. Piénsese en el caso de lo que sin duda fue la mayor explosión de lucha vecinal que ha conocido Cataluña en las últimas décadas: la revuelta del barrio del Besòs a finales del 1990, en la que los vecinos se opusieron violentamente al proyecto de edificar en unos terrenos inicialmente destinados a equipamientos. Aquello, que la prensa bautizó como «la intifada del Besòs», supuso la ocupación policial del barrio durante varios días y auténticas batallas campales en las que se vio a los vecinos lanzar bombonas de butano y frigoríficos desde los balcones contra los mossos d’esquadra y en la que se llegaron a disparar armas de fuego.
Pero la prueba más cercana la tenemos en los hechos de estos días en la banlieu de París y de otras ciudades francesas, erupciones de rabia que los medios de comunicación catalogan como «violencias urbanas», protagonizados por esa nueva clase obrera en buena medida alimentada por los flujos migratorios, cuyos jóvenes son victimas de la explotación, la precariedad laboral, el paro, el racismo y la ausencia de expectativas de futuro. Contamos con una película que refleja esa situación de una forma especialmente lúcida y que debería ser revisada justamente estos días para constatar la naturaleza crónica del fenómeno y su significado. El propio título de la película es ya la clave: «La haine» («El odio»), dirigida por Mathieu Kassovitz en 1994.
En resumen. Estamos viendo, en la devastación que conocen las periferias malditas de París, una de las razones que probablemente animaron a abandonar la opción de las ciudades dormitorio para atender la demanda de vivienda por parte de los sectores más vulnerables de la población: demasiado rencor junto. Hace unas semanas supimos en qué consiste la manera como en París se «soluciona» el problema de la vivienda de los nuevos vecinos pobres. Los 24 inmigrantes africanos muertos como resultado de dos incendios en inmuebles en mal estado en que vivían en el centro de la capital francesa dan cuenta de que allí se enfrenta la cuestión de la «vivienda social» igual que aquí: obligando a los nuevos miserables a vivir en hogares insalubres, inseguros, con frecuencia clandestinos, pero sobre todo dispersos. Como aquí, allí la consigna es disolverlos por entre los intersticios y agujeros de la ciudad, difuminarlos, enterrarlos en vida bajo la alfombra de ciudades limpias y afables. Cualquier cosa menos permitir que se agrupen en territorios desde los que atrincherarse; cualquier cosa menos permitir que se den cuenta de que son muchos y de que cualquier momento puede ser bueno para la venganza.