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El oportunismo histórico de «12 años de esclavitud» o la explicación de un par de Oscars

Fuentes: Rebelión

Es lunes, 3 de marzo de 2014, y dos nombres corren de boca en boca: Lupita (Nyong’o) y Steve (McQueen). Desde los cuatro puntos del planeta, los titulares proclaman a bombo y platillo que la 86ª edición de los Oscars de Hollywood pasará a la historia al ser la primera vez que un director negro […]

Es lunes, 3 de marzo de 2014, y dos nombres corren de boca en boca: Lupita (Nyong’o) y Steve (McQueen). Desde los cuatro puntos del planeta, los titulares proclaman a bombo y platillo que la 86ª edición de los Oscars de Hollywood pasará a la historia al ser la primera vez que un director negro se alza con la estatuilla a la mejor película (Steve McQueen) en un relato «duro y sincero» sobre la esclavitud (12 años de esclavitud) que, para más gloria, ha conseguido llevarse el premio a la mejor actriz secundaria por la interpretación de una desconocida joven de origen africano nacida accidentalmente en México: Lupita Nyong’o. Han hecho historia y hemos de celebrar la hazaña. Esto nos repiten unos y otros basándose en la máxima «los hechos no engañan». Pero, permítaseme corregir: los hechos no son unívocos, y han de ser interpretados y calibrados con sumo cuidado.

A pesar de la resaca de la fiesta y de la fotogénica cuadrilla de 12 años de esclavitud (dos hechos que pueden nublar nuestro buen juicio): ¿qué significa que este relato sobre la esclavitud haya ganado en 2014 el máximo galardón en la meca del cine comercial? Sobre esto, no he leído tantos comentarios ni está tan clara la valoración. Por supuesto, el discurso de fondo que planea sobre todos nosotros es que por fin estamos logrando la igualdad entre razas y que incluso un espacio tan blanco y tan masculino como Hollywood se ha tenido que rendir a tal integradora evidencia. ¿Es esto verdad? Empecemos por el principio. 12 años de esclavitud es la adaptación al cine de un las memorias escritas en 1853 por Solomon Northup, un negro libre nacido en el estado de Nueva York. Secuestrado y vendido como esclavo para trabajar durante 12 años en las plantaciones de algodón de Luisiana, sus declaraciones son el testimonio vivo de una época que, por pleno derecho, ha de darse a conocer. Sin embargo, la película es, como mucho, mediocre en cuanto a su calidad, por lo que si obviamos que se trata de una cinta clásica y predecible en cuanto a la narración, a los planos, al sonido, a la construcción de los personajes y a su mensaje, podemos concluir que su valor simbólico para recibir tres Oscars reside en la pertinencia del tema escogido, en el director y en su cuidado elenco.

Vayamos por partes. El tema central es, por si alguno aún no lo tenía claro, la esclavitud. Todavía queda mucho que escribir e investigar sobre esta terrible realidad y muchas películas deberían surgir después de la de McQueen. Quién sabe, quizás tras el holocausto, le haya llegado el turno a la esclavitud como tema cinematográfico, literario y artístico. La distancia histórica y la desmemoria organizada ha favorecido que se le esté otorgando a 12 años de esclavitud un valor excesivo y erróneo, considerándola la primera película en atreverse a tratar el tema de manera reflexiva. Otros antes se habían aventurado a adentrarse, aunque bien es cierto que salvo el lacrimógeno El color púrpura (1985) de Spielberg y el reciente remake humorístico de Tarantino del spaguetti western Djiango desencandenado (2012), pocas películas habían tenido tal repercusión mediática. ¿Cuál era el problema de estas propuestas? El ser bien demasiado incómodas o bien adelantadas a su época y, en tantas ocasiones, ambas cosas a la vez. El director etíope afincado en Washington DC Haile Gerima, el mauritano residente en París Med Hondo, el haitiano Raoul Peck o el pionero afroamericano de la fotografía de prensa y el cine Gordon Parks, dan buena fe de ello en sus obras. Revisar su filmografía a la luz de realizaciones recientes nos demostrará su oportunidad, experimentalidad y crítica a la trata de esclavos, así como la constatación del poder subversivo del arte y la colaboración entre hombres y mujeres en cada época histórica centrándose en las rebeliones en suelo americano. Estos elementos, así como los efectos de la esclavitud en la vida de hombres y mujeres contemporáneos son aspectos en los que profundizan películas como Lealbelly (1976) o Sankofa (1993) sin necesitar recurrir a la espectacularidad de los maltratos como marca visual de la esclavitud.

Que la esclavitud es el tema central es indiscutible, pero el éxito comercial y mediático de la propuesta reside en servirse de una historia conocida con la que el espectador puede identificarse fácilmente y que, por vez primera, viene narrada por un testigo que la vivió en su propia piel. Atrás ha quedado la mediación del hombre blanco ya que, como todos sabemos, sus historias son manipuladoras y mentirosas. Las declaraciones de Solomon Northup vienen legitimadas por haber sido un hombre formado y culto que podía entender en su justa medida lo que significaba ser un «hombre libre». Frente a otros esclavos analfabetos, los cuales carecían de la formación para comprender el mundo en el que vivían en toda su complejidad, Northup nos devuelve una realidad más acertada. Si el sarcasmo de mis palabras no ha quedado del todo claro, quiero marcar aquí lo problemático de la solidaridad de clase (alta y culta) que se transmite en la película y que refleja una verdad marcada históricamente: la de los vencedores y la de la clase alta independientemente del color de su piel. A pesar de que durante (12) años Northup se ve forzado a vivir experiencias propias de una clase que no le es propia, no llega nunca a intimar ni a crear relaciones con otros esclavos: cada uno en su lugar y Northup finalmente de vuelta en el suyo que es la libertad. Nada cambia. ¿Es este un mensaje digno de ser loado? ¿Dónde queda la esperanza en el cambio y la lucha por un mundo mejor a través de la solidaridad entre seres humanos independientemente de la clase social de pertenencia? El mensaje es, como mínimo, conservador sino abiertamente reaccionario.

Finalmente, para que la cadena de «verdad y objetividad» racial no se rompa, no podía ser sino Steve McQueen el director (perdón, autor) más negro de los directores negros de Hollywood el que la dirigiese. ¿Quién podía ser más idóneo para hacerse cargo del proyecto? 12 años de esclavitud no hubiese sido igual en manos de un blanco (nótese siempre el género masculino), y esta es una de las razones principales para llevarse el Oscar. Steve McQueen es un autor de pedigrí africano y formación europea; un hombre negro libre como Northup, cultivado en las más bellas artes, merecedor del reconocimiento de caballero por la Reina de Inglaterra y que, antes de volcarse en el cine, había recibido el codiciado Premio Turner de artes plásticas. Reunía, por tanto, la sensibilidad y la claridad de ideas adecuadas para adaptar este punzante relato de esclavitud e injusticia vividas en carne propia. A ello se debe añadir que, como director, Steve McQueen se había ganado un espacio entre la crítica y el público con sólo dos películas por esa manera «tan suya de filmar el cuerpo» (de Michael Fassbender) a la que asistimos en Hunger (2008) y Shame (2011). Esta marca de estilo le convertía en el candidato perfecto debido a que las características más rentabilizadas en la pantalla sobre la esclavitud han sido desde siempre los castigos corporales y la negación de la humanidad a través de vejaciones físicas. ¿Cómo no iba a ser una violación la escena de apertura de 12 años de esclavitud? Los maltratos, los latigazos, el sometimiento del cuerpo en sus formas más creativas y el despojar de su dignidad a mujeres y hombres son elementos de la historia de la esclavitud que todos conocemos. Por su dramatismo y dureza y por su incuestionable depravación tocan las fibras más sensibles, repitiéndose hasta la saciedad en el cine. En el mismo lote se encuentra la crueldad de las condiciones de recolección en los campos de algodón en interminables sesiones que se perpetuaban de sol a sol mientras el patrón y sus sirvientes vigilan bien armados a caballo. Todo ello lo encontramos en el filme de McQueen. Estas imágenes, fijadas a fuego en el imaginario colectivo, evitan que la realidad de la esclavitud, de gran variedad y complicación histórica, sea contada de otro modo. 12 años de esclavitud vuelve sobre el leitmotiv de la violencia física en el cuerpo negro, y sobre el hecho de que sin la ayuda del hombre blanco (con Brad Pitt en el papel de mesías redentor) los negros no habrían obtenido la libertad. Pero la película va más allá en su mensaje reaccionario, ya que la falta de solidaridad y la fraternidad entre los esclavos parece querernos decir que eran inexistentes y las mujeres, por supuesto, se llevaban la peor parte. ¿Sacamos algo más en claro al salir de la sala? Una sensación de oportunidad desaprovechada y de falta de compromiso con una historia de una gravedad e importancia tales que se merecería otro tratamiento.

La historia de Northup en la pantalla es incapaz de establecer relaciones con el presente, y de mostrarnos nuestras ansiedades de hombres y mujeres del siglo XXI, viviendo en un sistema capitalista extremo que está creando bolsas de pobreza y de esclavos en números jamás vistos con anterioridad. El origen de la esclavitud y de la pobreza, de la estigmatización y el racismo de la población negra norteamericana y de los emigrantes económicos y exiliados que se desplazan por todo el planeta reside en un sistema económico y social desigual e injusto, y sólo atacando el problema de base a nivel global evitaremos realidades similares. A pesar de los gritos de alegría por Lupita, Steve y su séquito, no es cierto que se haya logrado una mayor igualdad social y económica de los negros en los EEUU, y el acceso a empleos del mundo del cine así lo demuestra. El elenco de la película 12 años de esclavitud es un ejemplo paradigmático. Lupita Nyong’o, Steve McQueen y Chiwetel Ejiofor no son afroamericanos, sino que crecieron en el Reino Unido (Ejiofor y McQueen) y en Nigeria (Lupita), teniendo un acceso democrático a una educación de calidad. A esto se une el provenir de familias de clase media-alta, lo que favorece su integración y los sitúa en un lugar totalmente diferente al de la inmensa mayoría de los afroamericanos. La perversidad de este premio reside en que, sin ellos buscarlo, a Chiwetel, Steve y Lupita se les está identificando con la población negra descendiente de esclavos en América, equiparando su presencia en la Gala de los Oscars con una inexistente igualdad de oportunidades en los Estados Unidos. La historia de la esclavitud es una realidad universal, por lo que ligarla únicamente a conceptos de raza olvidando su trasfondo económico-social permite su perpetuación y ofrece análisis sesgados y falsos.

De la llegada de hombres y mujeres negros a América surgieron estilos musicales como el blues, el jazz o el hip-hop, y es en el ámbito de la música comercial donde se está alcanzando mayor igualdad. Todavía le queda un largo camino al cine comercial y al cine-arte, donde la presencia africana o afroamericana es minoritaria. La paradoja reside, además, en que una gran parte de las clases bajas afroamericanas (la mayoría de la población negra del país) apenas han acudido a la llamada de Steve McQueen mientras esperan con emoción la nueva película del prolífico Tyler Perry, un creador polifacético desconocido en el extranjero. Su humor irreverente, sus fervientes creencias religiosas y sus retratos melodramáticos de la vida de la clase media negra estadounidense son la otra cara de la moneda de 12 años de esclavitud. Consideradas películas populares y de escaso valor artístico, reúnen a multitudes y conectan con el público afroamericano contemporáneo. Mientras un elenco blanco, europeo (inglés) y de africanos contemporáneos vuelve a hablar de esclavitud, los afroamericanos hablan de problemas reales y actuales sin recurrir a la distancia de la historia. Una película que no se debería dejar pasar es Fruitvale Station (2013), la cual no ha recibido la atención que merece por su valor histórico real.

Un último «hecho» para reflexionar: 12 años de esclavitud es para la Academia de Hollywood la mejor película, pero Steve McQueen no es el mejor director. Lo que se está valorando va más allá del oficio del cine, de la supervisión del director de todas las fases de la película y de su calidad como artista. Al premiar a 12 años de esclavitud se ha valorado la inteligencia para reunir en un cóctel los ingredientes de lo políticamente correcto y crear un producto de fácil digestión y con gran poder de seducción simbólica con el sello del «segundo mandato Obama». Es sabido que una buena tajada del presupuesto para las campañas del presidente llega desde California y del mundo del espectáculo. La lucha de Obama contra la discriminación y por la integración de los afroamericanos no podía pasar desapercibido para los medios y sí, no he podido evitar volver al sarcasmo… ¿Qué mejor instantánea para el futuro que la de la película de Steve McQueen con Brad Pitt a la cabeza? Este año las apuestas de los Oscars no estaban tan activas en la red. ¿Acaso alguien dudaba cómo se iban a repartir las estatuillas?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.