Lo encontraron sin vida en la misma posición en que había estado por varias semanas, con la cara entre las manos y la frente pegada a la ventana de la celda. No parecía ni muerto o, al menos, no parecía más muerto de lo que ya parecía antes de que lo vieran esa mañana fría. […]
Lo encontraron sin vida en la misma posición en que había estado por varias semanas, con la cara entre las manos y la frente pegada a la ventana de la celda. No parecía ni muerto o, al menos, no parecía más muerto de lo que ya parecía antes de que lo vieran esa mañana fría. Era como si siguiera frente a la ventana, mirando melancólico al vacío, a ese paisaje de invierno crudo y de nevadas imparables, que sus palabras no podían describir.
Tanto era el terror que provocaba la mera mención de su nombre que, sumariamente, lo condenaron a morir de desconsuelo en una celda casi sin luz, aislado, y en el lugar más remoto que pudieron encontrar. Nadie, salvo los edecanes más cercanos al primer cónsul del imperio, conocían los detalles del encierro.
Los soldados encargados de remover el cadáver de la celda se impresionaron con lo diminuto de su figura. Les pareció absurdo que un hombre tan pequeño, anciano y de apariencia reposada, pudiera infundir tanto temor en sus enemigos. Notaron que apenas le quedaban dientes en la mandíbula superior y que su pecho se había comprimido por motivo de las afecciones pulmonares.
De todos modos, cumplieron con la orden absoluta del primer cónsul de la nación. Este había ordenado que le cortaran la cabeza y extrajeran el cerebro para examinarlo. Tanta inteligencia, en un hombre de su raza, era vista en el imperio como anómala.
No bien cercenaron la cabeza, uno de los soldados empuñó el sable y rajó el cráneo del cadáver en dos, como si se tratara de una nuez gigante. El galeno enviado por el cónsul removió la masa encefálica, que depositó en un envase lleno de «sublimado» o bicloruro de mercurio. Solo anotó que la había extraído de un cráneo inusualmente duro y grueso.
– Todo lo demás lo pueden preparar para desecho. En particular, boten ese pañuelo de madrás con que adornó su cabeza desde que comenzó el encierro. Es la orden.
Temerosos de la ira del primer cónsul del imperio, los soldados recogieron el pañuelo de madrás del suelo. Acto seguido, notaron una cantidad sorprendente de papeles cuidadosamente escondidos en los pliegues de la tela. No sabían de qué se trataba ni cómo el prisionero logró ocultarlos a pesar de la intensa vigilancia.
Para los ayudantes más cercanos al gran cónsul, la sorpresa fue mayor. Los papeles contenían 1.600 palabras escritas con una caligrafía horrible y una gramática desquiciada. El prisionero había logrado, sin embargo, que su palabra escrita sobreviviera al hecho de su muerte. Además de enumerar las múltiples injusticias cometidas en su contra, expuso los caminos, una y otra vez rechazados por el imperio, para evitar todas las batallas y conflictos en que él había participado. Decenas de miles de personas habían muerto por esa tozudez imperial. Queriendo evitar que la sospecha del error del pañuelo recayera sobre ellos, los correveidiles optaron por no decirle nada al cónsul. Así, ocultaron los papeles.
De todas las hazañas del difunto, ninguna parece tan irreal como la de ocultar sus denuncias y reclamos políticos en los dobleces de un pañuelo de madrás. En absoluto silencio, por meses y semanas, mantuvo su secreto. Cierto es que logró en vida otras grandes hazañas: fue la primera persona en liderar con éxito una revolución de esclavos; derrotó militarmente a los más grandes imperios comerciales de su tiempo; a pesar de no poseer instrucción formal alguna, alcanzó el reconocimiento de intelectuales, estrategas castrenses y políticos revolucionarios a nivel mundial; bien temprano, vio en la prensa escrita un medio de movilizar a la nación entera a favor de la causa de la abolición de la esclavitud; aun en los momentos más difíciles de su vida, puso su amor de padre por encima de todos los objetivos políticos que lo motivaban; fue un jinete tan magnífico como Bolívar; también fue un gran empresario y, con su determinación y voluntad de lucha, se ganó el respeto de la población más desposeída y maltratada en las Américas.
Sí, todo eso es cierto; pero también es incuestionable que, en los días finales, cuando la vida se le escapaba precisamente por el terrible encierro a que fue sometido, decidió que el mundo heredara una descripción de la revolución haitiana, narrada por quien había sido su arquitecto principal. Algún presentimiento tuvo, quizás desde el mismo día en que lo arrestaron en Saint Domingue en junio de 1802, no lejos de la plantación en que comenzó su vida como esclavo, que el documento trascendería la muerte. Su nombre era Toussaint Louverture…
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