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El papelucho de Cádiz (conmemoración copatrocinada por el Corte Inglés)

Fuentes: Rebelión

PINCELADAS Fernando VII de vuelta a esa España a la que había traicionado fue recibido por las tropas del General Elío, Capitán General de Valencia. Tropas a las que había hecho jurar «defender al Rey en la plenitud de sus derechos». A partir de entonces la actitud de Fernando VII sería la de negarse a […]

PINCELADAS

Fernando VII de vuelta a esa España a la que había traicionado fue recibido por las tropas del General Elío, Capitán General de Valencia. Tropas a las que había hecho jurar «defender al Rey en la plenitud de sus derechos».

A partir de entonces la actitud de Fernando VII sería la de negarse a jurar la Constitución, ese «papelucho» de Cádiz, como la llamaba su entorno, y perseguir a sus autores -los diputados- no solo con la prisión sino incluso con el exterminio.

Elío fue el precursor de esos pronunciamientos militares que en los siglos XIX y XX intentaron re consagrar la soberanía absoluta del Rey en contra de Cortes y Constituciones.

Oponiéndose al «papelucho de Cádiz», el trono y el ejército se identificaron y unieron para dejar sin efecto la soberanía nacional proclamada en 1812. [1]

Si en años posteriores algún caudillo militar se identificó con la causa de la soberanía nacional -como Torrijos, Riego, Espartero y Prim, su reinado fue siempre efímero.

El «papelucho de Cádiz» tuvo el mérito de ser el primer intento de proclamar la soberanía nacional como limitadora de las competencias del monarca y de definir el patriotismo como el amor a la Nación y no como servil sumisión a un monarca o a una dinastía.

«La Nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona» (Artículo 2).

Pero no todo es modélico ni rupturista en ese texto de 1812. Leído con ojos de «emancipante» del siglo XXI, parece una antigualla en las evocaciones del preámbulo y en el artículo 12:

«En nombre de Dios Todopoderosos, Padre, Hijo y Espíritu santo, autor y supremo legislador de la sociedad» (Preámbulo).

«La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra» (Artículo 12).

Emancipados, sobre el papel, del poder absoluto del Rey sí, pero de su jefe, el Papa, no.

Otros aspectos negativos del «papelucho», la no abolición de la esclavitud, reservando la condición de español a todos los hombres LIBRES nacidos y avecindados en las Españas y los LIBERTOS desde que adquieran su libertad. (Artículo 15).

Si seguimos escudriñando el texto para descubrir lo que hizo tan simbólica a la Pepa, evocada con cariño de generación en generación, encontramos las disposiciones que embriagaban de contento a un pueblo que la consideró artífice de hacer saltar las peores ligaduras del pasado.

Con restricciones a la autoridad del Rey, se le condenó a una feliz impotencia para hacer el mal. (Artículo 172).

Entre ellas: «No puede el Rey tomar la propiedad de ningún particular». Ni privar a ningún individuo de su libertad, ni imponerle por si pena alguna.

Y para regocijo de sus habituales clientes, los pobres «se dispondrán las cárceles de manera que sirvan para asegurar y no molestar a los presos». (Artículo 197). Y «no se usará nunca de los tormentos ni de los apremios». (Art. 303).

Alborozado por tanta cadena rota por la Constitución, el clérigo Fray Manuel Fernández se atrevió a compararla con las tablas de la ley aportadas por Moisés a su pueblo ya liberado de los faraones y a su exclamación:

«Jamás olvidéis vuestra anterior servidumbre» (Discurso con motivo del juramento de la Constitución en Valladolid).

De la Constitución de 1812 yo me quedo, como lo más actual y paradigmático precisamente con el más ridiculizado de sus preceptos: la obligación de todos los españoles de ser JUSTOS y BENÉFICOS. (Art. 6).

Aspiración ingenua, poco realista, que no debía de haber encontrado cabida en un texto constitucional. Hay tantos que lo han dicho.

Y sin embargo hoy percibimos que es esencial que los ciudadanos sean justos y que tan imprescindible es que sean benéficos, solidarios y fraternales. Ante nuestros ojos tenemos sociedades destruidas por la corrupción y tantas conductas maléficas.

Al final de su muy larga vida, decía Víctor Hugo después de pasar revista a todos los grandes que había conocido: monarcas, guerreros, aristócratas, artistas…

«Después de que todo esto pasó ante mi afirmo que la Humanidad tiene un sinónimo: IGUALDAD, y que no hay bajo el cielo más que una cosa ante la que uno se deba inclinar, el GENIO y una sola ante la que hay que arrodillarse, la BONDAD». (Choses Vues).

Espero que el mañana sea la hora de los justos y benéficos en un mundo de emancipadores de las servidumbres.

Nota:

[1] Finalmente la juró al advenimiento del trienio liberal (1820). Sorprende que la actual Constitución no ha sido jurada por el genearca que sí lo hizo con las Leyes Fundamentales del Régimen clerical-autoritario.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.