El embajador de Colombia en México, Luis Camilo Osorio, está en problemas. El diplomático está siendo investigado en su país en el caso de la llamada narcoparapolítica, un tenebroso y enorme engranaje que parte del Estado mismo y vincula a empresarios, gobernadores, políticos y legisladores del entorno íntimo del presidente Alvaro Uribe, así como a […]
El embajador de Colombia en México, Luis Camilo Osorio, está en problemas. El diplomático está siendo investigado en su país en el caso de la llamada narcoparapolítica, un tenebroso y enorme engranaje que parte del Estado mismo y vincula a empresarios, gobernadores, políticos y legisladores del entorno íntimo del presidente Alvaro Uribe, así como a magistrados del Poder Judicial con conocidos narcotraficantes y jefes paramilitares.
Osorio, quien presentó sus cartas credenciales como embajador en México el 22 de noviembre de 2006, fue fiscal general de la nación entre 2001 y 2005, y está identificado por diversas instituciones humanitarias como uno de los principales encubridores de responsables de masacres, ejecuciones extrajudiciales e inhumaciones clandestinas de cientos de personas. Durante su gestión, prácticamente nunca hubo esfuerzos por descubrir quiénes fueron los autores intelectuales y materiales de homicidios colectivos y crímenes de lesa humanidad en departamentos como Sucre, Antioquia, Norte de Santander o Meta, donde siempre aparecían vinculados los nombres de jefes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), Carlos Castaño, Salvatore Mancuso o, incluso, Fidel Castaño.
El pasado 15 de mayo, al comparecer ante la fiscalía de Medellín, Salvatore Mancuso declaró lo que todo mundo sabía desde hace tiempo: que el paramilitarismo es y ha sido una estrategia del Estado colombiano. Apoyándose en los manuales de contrainsurgencia del ejército, en una acción discursiva calculada, Mancuso pretendió ubicarse como víctima de una ideología que preconiza la defensa del cristianismo, el capitalismo y la democracia. Banalizó su responsabilidad individual en crímenes de lesa humanidad e intentó sustentar una responsabilidad colectiva institucional. El, como el nazi Adolf Eichmann, sólo cumplía órdenes; era sólo una parte de la maquinaria militar oficial. Sin embargo, denunció: «Yo soy la prueba fehaciente del paramilitarismo de Estado en Colombia (…) El paramilitarismo ha sido orquestado por los gremios económicos, que son los que ponen la plata, plata que favorece a los políticos y el ejército dispara a quien se oponga a esto, sea o no sea guerrilla».
En su confesión, el ex comandante de las AUC soltó varios nombres de funcionarios y militares de alto rango presuntamente involucrados en matanzas contra población civil indefensa. Por ejemplo, reveló que se había reunido en varias ocasiones con el ahora vicepresidente de Colombia, Francisco Santos, y con el actual ministro de Defensa, Juan Manuel Santos. Y por primera vez mencionó sus nexos con los generales retirados Iván Ramírez Quintero, ex jefe de inteligencia del ejército; el ex comandante del arma Martín Orlando Carreño, y Rito Alejo del Río, con quienes, dijo, planeó la «expansión paramilitar» en el norte de Colombia.
El brigadier general Rito Alejo del Río, ex comandante de la Brigada XVII del ejército en el Urabá antioqueño y sindicado como uno de los «padres» del paramilitarismo en los años 80, está acusado de ser autor intelectual de más de 200 crímenes de lesa humanidad. Entre ellos, la llamada Operación Génesis, que en febrero de 1997 provocó la muerte de 170 campesinos y el desplazamiento forzoso de 3 mil afrocolombianos de la cuenca del río Cacarica, en el departamento del Chocó. Del Río fue capturado el 21 de julio de 2001, pero el entonces fiscal general de la nación, Luis Camilo Osorio, desestimó las denuncias, a pesar de que había una carga probatoria importante.
Por vía paralela, según constató en 2002 la organización Human Rights Watch, Osorio, quien al llegar a la fiscalía dijo a sus subordinados que las investigaciones contra los militares «no eran bienvenidas» y que había que reducir la atención que se daba a los casos de actividad paramilitar, porque tenían una «carga ideológica», desencadenó una «purga» de funcionarios judiciales que habían participado en el caso de los paragenerales. Destituyó a nueve fiscales, 15 se vieron forzados a renunciar bajo la acusación de «falta de lealtad con la institución» y desmanteló la Unidad de Derechos Humanos de la fiscalía.
Asimismo, allanó el camino para que un juez concediera a Del Río un recurso de habeas corpus y recuperara su libertad. Las evidencias contra el militar eran tan contundentes, que el presidente Andrés Pastrana tuvo que retirarlo del servicio activo, y hasta Estados Unidos removió su visa por «terrorismo internacional». No obstante esos antecedentes, en marzo de 2004 el propio fiscal Osorio se encargó de investigar al general por los hechos de Urabá, reorientó la indagación, lo absolvió de responsabilidad penal y archivó el proceso. También se negó a investigar acusaciones muy graves contra el presidente Alvaro Uribe, quien había patrocinado grupos paramilitares cuando fue gobernador del departamento de Antioquia, así como sus presuntos vínculos de complicidad con las conductas delictivas del general Del Río.
Según organizaciones humanitarias, mediante opiniones arbitrarias, Osorio descalificó todos los testimonios allegados al proceso, no obstante obrar en el expediente acusaciones sobre numerosos asesinatos, desapariciones forzadas, torturas, desplazamientos obligados de población civil, bombardeos, actos de violencia sexual y pillajes. El caso ha sido admitido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que encontró responsabilidad del Estado colombiano en la Operación Génesis. Fue el mismo Osorio quien se encargó de absolver, además, al general de la Armada, Rodrigo Quiñónez Cárdenas, y a otros oficiales que eran investigados por presunta omisión en el asesinato de 26 campesinos en Chengue, Sucre, por paramilitares.
Osorio está siendo investigado, también, por haber desatendido a un testigo, Jairo Castillo Peralta, quien desde 2001 entregó todas las pruebas que demostraban el maridaje de la clase política de Sucre con el paramilitarismo. Paradójicamente, Castillo es en la actualidad la base para que la Corte Suprema de Justicia tenga en prisión a los congresistas Alvaro García Romero y Erick Morris, de la coalición gobernante, y la fiscalía busque a Salvador Arana, ex gobernador del departamento de Sucre.
Otra acusación que vincula a Osorio con los paramilitares fue formulada por Magally Moreno Vera, asistente personal de la ex directora de fiscalías de Cúcuta, Ana María Flórez, amiga personal del actual embajador en México. Moreno admitió que ambas formaban parte de una red controlada por el jefe paramilitar conocido como Iguana. También señaló que en los tiempos de Osorio la relación de las AUC con la justicia colombiana «ya no era de maridaje, sino una verdadera luna de miel». La testigo aseguró que prácticamente todas las instancias operativas y judiciales del departamento Norte de Santander estaban penetradas por el paramilitarismo. De hecho, reveló nombres de altos oficiales del ejército, la policía y el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) que eran activos colaboradores de los paras. Y aseguró que pese a que nunca conoció una orden directa, «todos en la fiscalía sabían que tenían que colaborar» con esa organización clandestina, porque «la orden venía de arriba (entiéndase Luis Camilo Osorio)».
El investigador Richard Riaño Botina, experto en rastrear comunicaciones y sistemas informáticos, es otro dolor de cabeza para Osorio. Riaño, quien realizaba labores de inteligencia dentro de la fiscalía, hasta que fue echado por Osorio, encontró que los teléfonos de al menos 54 funcionarios del ente investigador se cruzaban con los de paramilitares del oriente colombiano. El hacker halló idéntica situación en algunas oficinas del DAS y del Congreso. Riaño, quien pidió a las autoridades colombianas protección en el exterior, entregó al senador Gustavo Petro, del Polo Democrático, grabaciones, mensajes electrónicos y comunicaciones decodificadas que podrían servir no sólo para esclarecer algunos crímenes, sino para reabrir procesos contra paramilitares, que fueron cerrados durante la administración de Osorio.
El caso dio lugar para que el ahora embajador fuera vinculado formalmente a un proceso que, de prosperar, podría conducir a una declaración de indignidad para el ejercicio de su cargo diplomático en México. Si hay evidencia de que sus actuaciones como fiscal pueden calificarse como delitos, la Corte Suprema podría llevarlo a juicio. En ese caso, se convertiría en pieza clave para desentrañar los tentáculos de las Autodefensas Unidas de Colombia en el gobierno de Uribe, los empresarios y la clase política que integran la alianza oficial.
Por otra parte, el embajador Osorio ha sido acusado en México de seguir los pasos de su antecesor, Luis Ignacio Guzmán, quien convirtió la sede diplomática del país sudamericano en esta capital en un centro de espionaje contra residentes colombianos y mexicanos solidarios con las luchas en aquella nación. Tampoco sería ajeno a las filtraciones periodísticas de los servicios de inteligencia colombianos sobre presuntos vínculos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) con narcotraficantes mexicanos y la existencia de «células» de esa guerrilla en territorio nacional. México, no hay duda, tiene un huésped diplomático con serios problemas judiciales, que además se inmiscuye en asuntos internos, por lo que algunas voces comienzan a señalar que debería ser declarado persona non grata.