Texto leído en el acto unitario estatal de Asociaciones de Memoria, celebrado el 13 de diciembre de 2006 en el Ateneo Cultural Primero de Mayo de Madrid
La muerte de Pinochet, irónicamente producida en el día internacional de los Derechos Humanos, y en este Año de la Memoria Histórica, ha venido a recordarnos a los españoles las carencias que seguimos teniendo en nuestra relación con el pasado reciente.
Estos días vemos toda clase de informaciones sobre los horrores de la dictadura chilena: los desaparecidos, el uso de la tortura, el enriquecimiento de los represores, el aplastamiento de la oposición, las consecuencias sobre el país para varias generaciones…
Vemos cómo por todos lados surgen en España voces de condena contra Pinochet, denunciando la brutalidad de su régimen, y celebrando las actuaciones judiciales contra él. En muchos casos son las mismas voces que callan sobre la dictadura española, o que directamente rechazan las actuaciones en favor de la memoria histórica. Una vez más se comprueba cómo en España estamos más sensibilizados, más concernidos, por las dictaduras latinoamericanas que por la nuestra. Lo estamos, porque las conocemos mejor.
Si a cualquier español, joven o no, le preguntan hoy por un país en el que los militares dieron un golpe de Estado contra el gobierno legítimo, e impusieron un régimen dictatorial donde se detenía y encarcelaba por motivos políticos, donde los funcionarios policiales y militares torturaban y asesinaban a los opositores, donde cientos de niños fueron arrebatados a sus padres, donde se anularon todas las libertades y se violaron los derechos humanos durante años, la respuesta, en la mayoría de los casos, será Chile, o Argentina. Pocos dirán, como respuesta, España. Porque pocos parecen recordar, o incluso saber, que en el mismo año en que Pinochet llegó al poder, en España había, desde casi cuarenta años atrás, presos políticos, desaparecidos y torturados.
¿Por qué muchos de quienes se horrorizan con los miles de asesinados de Pinochet no se sienten tan concernidos por los asesinados de Franco, siendo muy superiores en número? ¿Por qué se espantan ante los relatos de los métodos de tortura en Latinoamérica, si en nada se diferencian de los aplicados en España? ¿Por qué se solidarizan con los familiares que aún buscan a sus desaparecidos, y sin embargo callan ante la demanda de quienes en España llevan setenta años sin tener una tumba para los suyos? ¿Por qué no recuerdan que Pinochet no era más que un aprendiz de Franco, al que admiraba?
Y sobre todo, ¿por qué celebran las actuaciones judiciales contra Pinochet, el acoso a su impunidad, los mismos que en el caso español desaconsejan las revisiones judiciales? ¿Por qué censuran las leyes de punto final latinoamericanas y sin embargo dan por buena la legalidad de las actuaciones franquistas y rechazan su anulación?
Pinochet ha muerto sin ser juzgado, pero ha cargado hasta el último día con la deshonra más absoluta, con el rechazo internacional que convierte sus necrológicas en un acta de acusación por sus crímenes. Incluso entre los suyos ha quedado desenmascarado como un corrupto, un ladrón que utilizó el poder dictatorial para enriquecerse.
Pero las víctimas chilenas no dan por cerrada su lucha con la muerte del dictador. Seguirán pidiendo justicia, para demostrar que ni el paso del tiempo ni la muerte pueden facilitar la impunidad.
También en España los criminales pensaron que el paso del tiempo haría prescribir sus crímenes. Que la desaparición biológica de quienes conocieron y sufrieron su actuación les garantizaría la impunidad, que el paso de los años convertiría la dictadura en un tiempo histórico sobre el que nada cabría reclamar ya.
Nada de eso ha ocurrido. Setenta años después del golpe de Estado que dio lugar a la guerra, y treinta años después de muerto el dictador, los ciudadanos estamos demostrando que el paso del tiempo no entierra sus crímenes. Los hijos, los nietos y los bisnietos de las víctimas del franquismo hemos recuperado la memoria de nuestros mayores, para que se conozca, para que no se olvide.
El interés que tenemos por conocer nuestro pasado, con lo que tenga de denunciable y lo que tenga de recuperable, no es flor de un día. Ni de un año. Porque de la misma manera que algunos pensaron que el paso del tiempo traería el olvido definitivo, otros pensaron que sería suficiente con un año de la memoria para satisfacer la demanda de memoria de los ciudadanos. Un año para conmemorar y homenajear todo lo conmemorable y homenajeable, como una liquidación del pasado, sobre el que ya no habría que volver nunca más.
Pero el año de la memoria se acaba, y siguen pendientes muchas tareas, prácticamente las mismas que al comienzo del año. Siguen desaparecidos miles de españoles en fosas comunes. Siguen vigentes las condenas impuestas por la dictadura. Sigue habiendo calles, monumentos y placas que recuerdan y homenajean al dictador y sus colaboradores. Siguen invisibles los lugares de la memoria antifranquista. Sigue el Valle de los Caídos exaltando al franquismo. Siguen las carencias en los textos educativos y los planes de enseñanza en lo relacionado con el conocimiento de la República, la guerra y el franquismo. Siguen las dificultades de acceso a los archivos. Sigue pendiente la indemnización a quienes fueron despojados por el franquismo, mientras los beneficiarios del expolio continúan disfrutando su botín de guerra.
Por eso, la lucha de los ciudadanos por la memoria histórica no termina en este año oficial de la memoria, sino que continúa, más fuerte y con mayor garantía de continuidad en el futuro. Porque esta lucha no tiene que ver con el pasado, no sólo con el pasado. La crítica del pasado, la denuncia de la dictadura y la recuperación de la experiencia republicana da lugar a una ética ciudadana para el presente.
Para una democracia fuerte, para que sean sólidos los valores democráticos, no podemos cerrar en falso el pasado. El conocimiento y denuncia de la dictadura franquista nos permite desarrollar una conciencia antidictadura que es el reverso de una conciencia democrática fuerte. Sin conocer la experiencia democrática de la Segunda República, y el ejemplo de quienes lucharon contra el franquismo, seremos una democracia débil, sin raíces, sin cultura ni tradición.
Y para ello es necesaria una Ley de la Memoria Histórica por la que las Instituciones, el Estado, asuman sus responsabilidades, desde sus competencias, y hagan posible que los ciudadanos conozcan el pasado, es decir, las raíces del presente. De lo contrario, seguiremos más sensibilizados por los desaparecidos y torturados chilenos que por los desaparecidos y torturados españoles.