El pasado 22 de marzo asistí, en el Ateneo de Madrid, a un interesante –y esperanzador– acto sobre el proceso de paz en el País Vasco, organizado conjuntamente por la Red por las Libertades y el Diálogo y por la Sección de Derechos Civiles del Ateneo, en el que tres ponentes poco sospechosos de extremismo […]
El pasado 22 de marzo asistí, en el Ateneo de Madrid, a un interesante –y esperanzador– acto sobre el proceso de paz en el País Vasco, organizado conjuntamente por la Red por las Libertades y el Diálogo y por la Sección de Derechos Civiles del Ateneo, en el que tres ponentes poco sospechosos de extremismo (Carlos Jiménez Villarejo, ex fiscal anticorrupción, Carmen Lamarca, profesora de Derecho Penal de la Universidad Carlos III, y Paúl Ríos, coordinador de Lokarri, con Jaime Pastor como moderador) abordaron el tema desde el punto de vista jurídico. Los ponentes no eludieron las cuestiones más conflictivas: el terrorismo de Estado, la tortura, el régimen FIES en los centros penitenciarios, la anticonstitucional dispersión de los presos políticos, la aberración jurídica que supone la Ley de Partidos o la intolerable condena impuesta a Iñaki de Juana por sus artículos en Gara… Y el subsiguiente coloquio no fue menos interesante, a pesar de (o precisamente por) su paradójica conclusión.
La última intervención del público corrió a cargo de Román, un viejo militante que, con ejemplar perseverancia, nunca deja de participar activamente en las movidas políticas madrileñas. Y al igual que aquel niño que se atrevió a decir que el emperador estaba desnudo, Román tuvo el valor y la pertinencia de proclamar lo obvio: que esto no es una democracia «ni por el forro». La cosa podía haber terminado ahí, pero, sorprendentemente, Jiménez Villarejo, que acababa de demostrar con los más contundentes argumentos jurídicos que nuestro supuesto Estado de derecho es una burda falacia, manifestó su desacuerdo con Román y dijo que, aunque imperfecta, tenemos la suerte de vivir en una democracia, alegando como único argumento que ahora estamos mejor que con Franco (de donde se desprendería que con Franco también había democracia, puesto que Hitler era peor que él).
No tuve tiempo ni ganas de preguntarle a Jiménez Villarejo (cuya ponencia, por otra parte, me pareció excelente) cómo se las arreglaba para hacer compatible la democracia con el terrorismo de Estado, la tortura, la brutalidad policial, la manipulación legislativa, la anticonstitucional política penitenciaria y otras «imperfecciones» que él mismo acababa de denunciar. Pero, por una curiosa coincidencia (o tal vez no), la respuesta estaba esperándome en mi ordenador, en un correo de mi viejo amigo Antonio Resines (el de verdad, no el actor) en el que, con su habitual perspicacia, me proponía algunas interesantes reflexiones sobre el pensamiento incompleto, entendiendo por tal el que no desarrolla plenamente los razonamientos para no alcanzar sus inevitables conclusiones, el que no va más allá de un determinado punto porque el consenso social lo prohíbe o al menos lo desincentiva.
¿Qué pensaríamos de alguien que aceptara las dos premisas de un silogismo y negara su conclusión? Alguien que dijera, por ejemplo: «Todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre; pero Sócrates no es mortal». Pensaríamos, con toda razón, que, una de tres: o está loco, o es un discapacitado mental, o nos está tomando el pelo. Pues bien, conozco a muchas personas que suscribirían la siguiente premisa mayor: «Para matar osos por diversión hay que ser un canalla o un imbécil», y, sin embargo, muy pocas de ellas admitirían la inevitable conclusión del silogismo si en la premisa menor figurara, pongamos por caso, un Borbón. Tanto es así que, no hace mucho, Arnaldo Otegi fue condenado a un año de cárcel por proclamar en voz alta la conclusión lógica de una cadena silogística irrefutable: el rey es el jefe supremo de las Fuerzas Armadas; la Guardia Civil forma parte de las Fuerzas Armadas; hay guardias civiles que torturan; ergo el rey es el jefe de dichos torturadores. Pero el rey es intocable (no en vano lo impuso Franco), y si Aristóteles nos lleva hasta él, habrá que prescindir de Aristóteles, al menos por un rato.
Por increíble que parezca, este tipo de aberraciones intelectuales están a la orden del día, y si bien en el caso de los políticos de oficio está claro que se trata de una perversión consciente y deliberada, cuesta creer que todos los que incurren en la grosería del pensamiento incompleto sean locos, farsantes o descerebrados. La explicación de este preocupante fenómeno hay que buscarla, al menos en parte, en la imagen fragmentada, discontinua —discreta, en el sentido físico-matemático del término– que de la realidad nos ofrecen los actuales medios de comunicación y el propio discurso dominante que vehiculan. El videoclip y el spot publicitario son los paradigmas de la comunicación moderna (o posmoderna), comprimida y sincopada, veloz y efímera. La información se recibe por ráfagas dispersas e inconexas; los eslóganes y las consignas sustituyen a la reflexión ética y política… En consecuencia, el pensamiento mismo tiende a fragmentarse, a perder unidad y coherencia, y la presión social (cuando no el terrorismo de Estado) hace el resto: los dos sentidos del término «discreción» (discontinuidad y prudencia) confluyen y se refuerzan mutuamente, actúan de forma sinérgica como inhibidores de la razón.
Los sofistas de ayer tenían que tomarse el trabajo de construir elaborados razonamientos falsos que pudieran pasar por verdaderos; los de hoy lo tienen más fácil: basta con fragmentar los razonamientos verdaderos para construir una gran mentira a base de medias verdades.