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El pensamiento discreto/5

El pensamiento insignificante

Fuentes: Rebelión

Quienes ingenuamente creyeron -o tendenciosamente fingieron creer– que entre Darwin, Marx y Freud lo habían explicado todo, se merecían el vapuleo antidogmático de los mal llamados «postmodernos» (puesto que de «post» tienen muy poco: «tardomodernos» sería más adecuado, o «neodecadentes»). Pero, en su desmedido afán relativizador, los supuestos cazadores de dogmas acabaron mordiéndose la cola […]

Quienes ingenuamente creyeron -o tendenciosamente fingieron creer– que entre Darwin, Marx y Freud lo habían explicado todo, se merecían el vapuleo antidogmático de los mal llamados «postmodernos» (puesto que de «post» tienen muy poco: «tardomodernos» sería más adecuado, o «neodecadentes»). Pero, en su desmedido afán relativizador, los supuestos cazadores de dogmas acabaron mordiéndose la cola y, en última instancia, autodevorándose, como la consabida sentencia «Todas las reglas tienen excepciones» (puesto que dicha afirmación es, obviamente, una regla, también tendrá excepciones y habrá, pues, reglas sin excepciones; por lo tanto, si la afirmación es cierta, entonces es falsa). Si todo es relativo, también lo es el relativismo, luego no todo es relativo…

Una de las más conocidas manifestaciones (o formulaciones) de la Weltanschauung tardomoderna es el «pensamiento débil» propugnado por el filósofo italiano Gianni Vattimo. La fórmula es atractiva y despierta inmediatamente nuestras simpatías, nuestra tendencia a ponernos al lado del débil frente al fuerte, al que, mediante una metonimia casi automática, identificamos con la prepotencia y la agresión. Pero no hay que confundir la fuerza, que es la capacidad para mover o modificar algo, con el abuso de dicha capacidad. De hecho, el pensamiento más «fuerte» en sentido literal (es decir, el más operativo) del que disponemos es el pensamiento científico, que es a la vez el menos impositivo, el menos dogmático; la ciencia no pretende enunciar verdades absolutas y definitivas, sino solo conclusiones provisionales; nos propone modelos parciales continuamente sometidos a revisión, y en ello reside su enorme fuerza transformadora. Nada que ver con las teorías sociopolíticas o psicológicas que pretenden explicarlo todo a partir de unos cuantos principios generales o en función de una fórmula lapidaria (como «la economía es el motor de la Historia» o «la conducta humana está dominada por la libido»), teorías que los tardomodernos y los relativistas culturales han criticado con sobrada razón.

Con razón pero, en general, sin medida ni autocrítica, cayendo a menudo en el error contrario: como no es posible explicarlo todo, no se puede explicar nada; como el pensamiento no es omnipotente, es impotente; como durante mucho tiempo nos han impuesto formas de pensar rígidas y coercitivas, no hay que aceptar ninguna disciplina mental. La consigna implícita (y a veces explícita: Vattimo lo ha expresado en alguna ocasión con estas mismas palabras) del intelectual tardomoderno es: «Quiero poder pensar una cosa y su contraria». Y la fórmula, una vez más, es atractiva, sugiere una envidiable situación de libertad mental absoluta. Pero es la misma libertad vacía –la libertad del vacío– que reclama la paloma de Kant al quejarse de que el aire frena su vuelo.

Porque, en última instancia, ¿qué significa «pensar una cosa y su contraria»? Si nos referimos a contemplar todas las posibilidades y a emparejar cada tesis con su antítesis, no hemos inventado nada nuevo: es la vieja dialéctica de Hegel, directamente inspirada en el método científico y adoptada por Marx y Engels (de hecho, algunos tardomodernos en realidad son marxistas vergonzantes que en vano intentan matar al padre, cuando lo que hay que hacer es tragárselo vivo). Y si por «pensar una cosa y su contraria» entendemos pensar a la vez que dos más dos son cuatro y que dos más dos no son cuatro, entonces no estamos diciendo nada, la frase carece de sentido (es un «contrasentido», una mera contradicción in términis); es una fórmula literalmente «insignificante», puesto que no tiene ningún significado operativo, o tan siquiera propositivo.

No es casual la relación de amor-odio (o fascinación-rechazo) que a menudo mantienen los pensadores tardomodernos con la ciencia, cuya potencia parecen envidiar a la vez que repudian su rigor. Esta relación contradictoria no es más que un reflejo de las propias contradicciones internas del tardomodernismo, y a veces se manifiesta como apropiación indebida de la terminología y los modelos científicos (las burdas divagaciones topológicas de Lacan o la hueca retórica cientifista de Baudrillard son claros ejemplos de ello, por no hablar de la pedante y necia utilización de adjetivos como «entrópico», «estocástico» o «gödeliano», tan frecuente entre los intelectuales europeos de las últimas décadas).

Al igual que los surrealistas (también ellos hijos pródigos de Marx y de Freud), los tardomodernos pretenden librarse de todas las ataduras, de todas las reglas; pero, al contrario que los surrealistas, no quieren admitir que eso solo es posible en el inaprensible mundo de los sueños, en un paraíso trivial y regresivo en el que el pensamiento confunde la independencia con la incontinencia y, para poder creerse libre de decirlo todo, acaba por no decir nada.