Leo en El Mundo de hoy: «Argentina desmonta el círculo de impunidad del que gozaban los jerarcas de la dictadura militar que azotó el país de 1976 a 1983 con la represión de la guerra sucia dejando el sangriento resultado de 30.000 desaparecidos, entre ellos, medio millar de españoles nativos e hijos.» Lo que ha […]
Leo en El Mundo de hoy: «Argentina desmonta el círculo de impunidad del que gozaban los jerarcas de la dictadura militar que azotó el país de 1976 a 1983 con la represión de la guerra sucia dejando el sangriento resultado de 30.000 desaparecidos, entre ellos, medio millar de españoles nativos e hijos.» Lo que ha hecho la Corte Suprema argentina, en esencia, es dictaminar que los crímenes contra la Humanidad ni prescriben ni pueden ser materia de amnistía general o indulto particular.
Lo que no he leído, ni en ese diario ni en ningún otro -tal vez no he prestado la atención necesaria-, es la repulsa que esa decisión ha tenido por fuerza que suscitar en el estabishment español. Porque, si fuera justo ese criterio, según el cual los crímenes de las dictaduras no pueden ser jamás materia de amnistía, nuestras autoridades deberían repudiar lo que ellas mismas -hablo de los cargos, no de las personas, aunque en algunos casos dé lo mismo- hicieron durante la Transición, aún hoy tan venerada.
¿En qué punto falla mi razonamiento? ¿Quizá es que no he comprendido que el principio universal establecido por la Corte Suprema argentina no es realmente universal, sino tan sólo nacional, o regional, o subcontinental? ¿O será que me he hecho una idea equivocada de lo que significan los conceptos de «dictadura» y «guerra sucia», que habría que aplicar inexorablemente a la barbarie que causó la desaparición de 30.000 personas allí, pero no al exterminio de cientos de miles de personas aquí, perpetrada no en el curso de una confrontación armada, sino cuando las hostilidades supuestamente ya habían cesado?
Hace algunos días escribí un texto en el que me referí a algunas personas que fueron asesinadas cerca de mí en los tiempos inmediatamente anteriores o en el propio transcurso de la Transición. No en los años cuarenta, ni en los cincuenta. Mucho después. Varios lectores me escribieron preguntándome quiénes eran los citados, qué les sucedió, cómo murieron. ¿Cómo lo van a saber, si su recuerdo está enterrado mucho más hondo que sus cuerpos? ¿Quién alienta la memoria de Jesús Mari García Ripalda, que fue asesinado por la Policía de Franco a tres calles de mi casa, en San Sebastián, por manifestarse en contra de la pena de muerte? ¿Cuántos guardamos el recuerdo de Miquel Grau, al que un falangista aplastó la cabeza en la Plaza de los Luceros de Alicante porque estaba pegando un cartel en favor del Estatut? Diríjanse a Su Majestad el Rey de España, que acaba de hablar de «asesinatos cobardes». Que él les enseñe a distinguir entre asesinatos valientes y cobardes, y les cuente por qué de unos vale la pena hablar y de los otros es mejor olvidarse.
Me lo preguntan cada vez que recuerdo las andanzas de alguna gente que todavía aparece por las tribunas presumiendo de su pasado, tipo Manuel Fraga o Rodolfo Martín Villa: «Pero, hombre, ¿es que tú no perdonas?». De veras que me resulta ya hasta cómico. Pero, ¿cómo se puede perdonar a alguien que se enorgullece de lo que hizo? ¡Si, tal como están las cosas, se diría que quienes deben pedir perdón son los que lucharon contra ellos!
Las madres de la Plaza de Mayo hicieron universalmente conocida una consigna: «Ni olvido ni perdón». Desde nuestra experiencia, que prefiero no calificar, les puedo decir que la mitad de su consigna era superflua: habiendo olvido, el perdón está de sobra.