EL POLICÍA BUENO No hace falta haber estado detenido para conocer el tradicional montaje del «policía malo» y el «policía bueno», pues la literatura y el cine negros lo han escenificado en todas sus variantes. El policía malo te amenaza, te grita, te golpea (sí, también te golpea; sí, también en la «España democrática»). El […]
No hace falta haber estado detenido para conocer el tradicional montaje del «policía malo» y el «policía bueno», pues la literatura y el cine negros lo han escenificado en todas sus variantes. El policía malo te amenaza, te grita, te golpea (sí, también te golpea; sí, también en la «España democrática»). El policía bueno te habla con amabilidad, se muestra comprensivo, te ofrece un cigarrillo o una taza de café, te asegura que te sentirás mucho mejor después de confesar, te dice que tengas cuidado con su compañero, propenso a perder los nervios…
A primera vista, cabría pensar que el policía malo y el policía bueno representan tácticas contrapuestas: si el interrogatorio normal no produce los resultados apetecidos, se recurre al interrogatorio duro, al «tercer grado». Pero no es así: el policía malo y el policía bueno son estrictamente complementarios, obedecen a una perversa estrategia bipolar que busca confundir al detenido y minar sus defensas. El policía malo y el policía bueno representan sendos papeles previamente aprendidos y muchas veces ensayados, y, obviamente, persiguen el mismo objetivo y sirven al mismo amo.
Y el bipartidismo típico de las seudodemocracias occidentales es, en última instancia, una versión a gran escala de la misma farsa; una versión en la que el escenario ya no es una sórdida comisaría sino un país entero, en la que los policías alternantes son dos grandes partidos o coaliciones y en la que el detenido, confuso y avasallado, es todo un pueblo.
El caso concreto del Estado español, tras la «transición» a ninguna parte, es especialmente ilustrativo, sobre todo en lo que va de siglo. Aznar, el policía malo, se declara amigo incondicional de los genocidas y apoya abiertamente la invasión de Iraq; Zapatero, el policía bueno, retira las tropas de Iraq, pero las mantiene en Afganistán, amplía la base de Rota, permite los vuelos ilegales (es decir, los secuestros y las torturas) de la CIA y, en última instancia, apoya con muy pocas reservas la criminal política imperialista de Washington. Aznar manifiesta sin ningún pudor su deseo de que los presos políticos «se pudran» en la cárcel (dicho sea de paso, un electorado con un mínimo de dignidad nunca admitiría que un presidente del Gobierno se expresara en esos términos); Zapatero propugna el diálogo con la izquierda abertzale mientras niega, contra toda evidencia, las torturas policiales. Con Aznar, las fuerzas de seguridad reciben a patadas y a tiros a los desposeídos que intentan huir del hambre y la desesperación; con Zapatero, las mismas fuerzas de seguridad envuelven a los desposeídos en mantas y los devuelven al hambre y la desesperación; y nadie investiga (a pesar de que el Gobierno se comprometió a hacerlo) las ignominiosas muertes en las vallas… Tras la estólida sonrisita de Zapatero y el bigotillo fascistoide de Aznar se esconde el mismo amo implacable, que no es otro que el capitalismo salvaje. Sus estrategias contrastantes persiguen el mismo objetivo, tanto a nivel nacional como internacional: la perpetuación en el poder de las mismas clases dominantes, la desactivación sistemática (sistémica) de toda forma de disidencia, de toda propuesta realmente transformadora.
En algunos aspectos, la sociedad es un gran objeto fractal en el que los mismos esquemas, las mismas pautas, se repiten a diversas escalas y a distintos niveles. Y la alternancia-sinergia del policía malo y el policía bueno es uno de esos modelos recurrentes. No solo lo encontramos en la comisaría y en el Parlamento, sino también en otros muchos ámbitos sociopolíticos. Por ejemplo, en el mediático. Los policías malos son la COPE, Libertad Digital, La Razón…; los policías buenos son la SER, El País, la Cuatro… El «talante» es muy distinto, y la verborrea de un comedido Gabilondo puede ser menos ofensiva que la de un desaforado Jiménez Losantos; pero no nos engañemos: ambos defienden el mismo sistema, y sus amos respectivos (PRISA-PSOE e Iglesia-PP), aunque enfrentados en lo coyuntural, son aliados en lo fundamental, que es, en última instancia, la lucha del capitalismo contra el socialismo, la eterna batalla de los ricos contra los pobres.
Es comprensible que el detenido –el pueblo– prefiera vérselas con el policía bueno que con el malo, sobre todo si las «sesiones» duran cuatro años. Pero no hay que confundir la conveniencia personal y transitoria de los privilegiados (que, comparativamente, en nuestra sociedad somos muchos), o incluso de los menos desfavorecidos (que, comparativamente, en nuestra sociedad somos la mayoría), con la validez política o la talla moral. El policía malo es más cínico, pero el bueno es más hipócrita. El policía malo reprime con mano dura; el policía bueno reprime con mano izquierda. El policía malo amenaza; el policía bueno embauca… Puede que el policía malo dé más miedo, pero el bueno da más asco.