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Cuando Hayek nos pasa por la izquierda

El problema del prestigio prestado en la izquierda comunista

Fuentes: Nou Treball

Problema que se puede sintetizar así: el formato utilizado en las actividades políticas reproduce la estructura de prestigio de la sociedad existente, sin aportar o, al menos, esbozar una estructura nueva. En consecuencia, el efecto transformador de las actividades resulta prácticamente nulo. Este es el problema que se encuentra en el fondo de un debate […]

Problema que se puede sintetizar así: el formato utilizado en las actividades políticas reproduce la estructura de prestigio de la sociedad existente, sin aportar o, al menos, esbozar una estructura nueva. En consecuencia, el efecto transformador de las actividades resulta prácticamente nulo. Este es el problema que se encuentra en el fondo de un debate recurrente en los foros sociales.

Publicaciones como Radical Philosophy han hablado de viejas culturas políticas verticales y nuevas culturas horizontales. Las culturas verticales insisten una y otra vez en el mismo formato de actividad: carteles con nombres prestigiosos que atraen a la mayor cantidad de público posible, protagonismo casi exclusivo de los ponentes, participación mínima del auditorio, escasas oportunidades de contacto entre los asistentes, espacios y tiempos orientados hacia el impacto mediático y temas de discusión estrictamente acotados. Por contra, las culturas políticas horizontales tratan de fomentar el intercambio y la participación, huyen de los indicadores de status y se esfuerzan por ensayar nuevos estilos y alternativas. Mientras que la vieja cultura entiende el acto político como una conferencia-espectáculo, la nueva lo contempla como un proceso de creación de redes y solidaridades. Una parte importante de la fascinación que están ejerciendo actualmente los movimientos sociales para las generaciones más jóvenes se debe sin duda a esta forma distinta de organización.

La crítica de la vieja cultura política lleva una buena dosis de razón. Un ejemplo: con mecánica regularidad la izquierda produce manifiestos acompañados de listas de firmantes. Sus ocupaciones, situadas indefectiblemente en la lista a continuación del nombre, suelen ser las de artistas, músicos, profesores, filósofos, escritores, periodistas o abogados, entre otros. Nunca encontramos camareros de McDonald’s, desempleados o presidiarios. ¿En qué se diferencian estas listas de las que podría realizar la derecha desde el punto de vista del status de sus integrantes? La derecha hubiera incluido una categoría más, los triunfadores en el mundo de los negocios: consejeros delegados, directores generales y empresarios. El resto sería muy similar. En otras palabras, izquierda y derecha coinciden demasiado en su apreciación de cuáles son las ocupaciones más prestigiosas para exhibir en sus manifiestos. En la medida en que el status social depende del éxito alcanzado dentro del sistema de estratificación capitalista, resulta evidente que la izquierda simplemente asume la jerarquía de prestigio que le presta la derecha.

Es realmente difícil escapar de esta situación. Como todo activista político intuye, los públicos actuales han interiorizado más que nunca la vinculación entre evento y personalidad, de tal manera que es virtualmente imposible superar cierto umbral de asistentes a un acto sin la presencia anunciada de una figura conocida. Además, la intervención continua de las personalidades reconocidas refuerza su imagen, habilidad e importancia mediática en una espiral que se retroalimenta sin fin. Este estado de cosas tiene una derivación curiosa. La mayoría de las personas que llenan las salas en las que hablan los ya famosos no hubieran asistido jamás a la charla del famoso cuando era desconocido. Fueron otros los que le escucharon entonces. ¿Dónde están esos primeros asistentes ahora?

La respuesta es muy sencilla: continúan estando en las charlas y actividades de los desconocidos. Aunque todavía la mayoría de los asistentes a los actos políticos se rigen por el principio de «sólo voy si el orador principal tiene suficiente talla», lo novedoso es que hay un número creciente de personas que reacciona de manera opuesta: rechazan los signos de prestigio posicional y buscan espacios y eventos que reflejan un plano de igualdad entre los participantes.

El debate tiene mucha más importancia de la que se le da, porque está en juego la hegemonía gramsciana, la absorción por parte de la mayoría de la población de unos valores sin los cuales no existe posibilidad alguna de transformación social. Así que es urgente que construyamos escalas de prestigio alternativas a las que nos brinda el sistema. ¿Qué tipo de escalas? Para clarificar este punto esencial, me referiré a un asombroso aspecto de la teoría política neoliberal que la mayoría de los liberales que van por la vida impartiendo lecciones de liberalismo ignora.

Hayek, uno de los economistas liberales más brillantes del siglo XX y pilar fundamental de la arquitectura ideológica neoliberal, afirma abiertamente que la distribución de puestos en una sociedad de mercado es aleatoria. Sí, sí, han leído bien. De acuerdo con Hayek, los cineastas, ensayistas o catedráticos que firman manifiestos de intelectuales y recorren los circuitos de conferencias no le deben su posición a que sean más guapos, más listos o más trabajadores, sino al más puro azar. La conclusión se deriva implacable de la lógica de la argumentación contra el socialismo de Hayek.

Para Hayek, la planificación socialista de la economía es imposible porque el número de variables y procesos intervinientes en una economía de libre mercado es tan grande y complejo que su cálculo y previsión resulta imposible. No se pueden anticipar los movimientos de la bolsa, el éxito o fracaso de las empresas o las ocupaciones que resultarán más exitosas, porque ninguna variable es predictible. Si alguna lo fuera, si el trabajo duro y la honestidad -como piensan muchos- incrementara la probabilidad de ascensión social («he llegado aquí porque me lo he ganado») entonces existirían variables predictoras del éxito en el mercado, la economía de mercado sería computable y la planificación socialista posible. Como Hayek es sorprendentemente coherente con sus postulados teóricos, deduce sin mayores problemas que la escala de prestigio en el sistema capitalista es mera lotería.

Obviamente, la izquierda no comparte la premisa de partida de Hayek: la existencia de una economía de libre mercado. Pero cuidado, aquí se esconde una trampa. El conservadurismo tampoco comparte esa premisa. Para los conservadores, el mérito, el esfuerzo o la virtud (que tomen nota los republicanos de izquierda que coquetean con este término reaccionario) son decisivos en la distribución de los cargos, ya que la economía está inserta en una compleja red de interrelaciones sociales. Este tejido social determina en última instancia que la estratificación resultante sea justa, puesto que responde a unas reglas dadas por Dios, la nación, la tradición o la cultura. A veces la izquierda comunista asume equivocadamente esta respuesta conservadora al liberalismo y entonces Hayek, aunque parezca increíble, nos pasa por la izquierda.

La respuesta desde la izquierda a Hayek es muy diferente. La economía de «libre mercado» está fuertemente sesgada a favor de elites privilegiadas que poseen el poder y la influencia necesarios para establecer la distribución de posiciones sociales. Los individuos no acceden a las profesiones y cargos más interesantes, remunerados o cómodos por casualidad, inteligencia o valor, sino por cooptación, mediante la elección arbitraria por parte de aquellos que se encuentran ya dentro de los círculos de poder de las empresas e instituciones.

Entonces ¿qué escala de prestigio alternativo necesitamos? La opuesta, porque si la estructura de la sociedad en la que desgraciadamente nos ha tocado vivir es función de la cooptación directa por parte de minorías injustamente situadas en los niveles decisores, los estratos afortunados por esas decisiones no pueden ser para nosotros objeto de embobado respeto y admiración. Es más, si somos tan coherentes con nuestras teorías como lo es Hayek con la suya, deberíamos respetarles y admirarles menos que a los estratos sociales más desafortunados, ya que éstos no suelen obtener sus puestos mediante cooptación.

No me negarán la existencia de una cierta justicia poética en la teoría. La suerte de las estrellas de la intelectualidad y la cultura sería excesiva si además de contar con buenos cargos, holgados sueldos, carisma mediático y constantes invitaciones por parte de la izquierda del prestigio prestado, la teoría concluyese que se lo merecen.