La pequeñez del ser humano se mide por su incapacidad de reconocer que necesita de un nosotros. Se mide también por lo que incluye ese nosotros y, sobre todo, por lo que excluye. Y es curioso porque de esa misma pequeñez surgen las atrocidades más grandes cuando, ciegos, pensamos que lo de «otros» no es […]
La pequeñez del ser humano se mide por su incapacidad de reconocer que necesita de un nosotros. Se mide también por lo que incluye ese nosotros y, sobre todo, por lo que excluye. Y es curioso porque de esa misma pequeñez surgen las atrocidades más grandes cuando, ciegos, pensamos que lo de «otros» no es cosa nuestra o, aún peor, que los «otros» en su búsqueda de justicia y de derechos, en su petición -a veces ruego- de querer vivir empeoran lo «nuestro». Cuanto más excluye más pequeño es el nosotros que artificialmente se construye y cuanto más pequeña y uniforme deviene aquella primera forma del plural más se engaña aquel que se llama a sí mismo «yo».
He de darles una noticia: por mucho que nos empeñemos en decir «yo» o «mío»… tales cosas no existen o, más propiamente, no aislada e independientemente. Existimos en relación con los otros y tanto es así que quienes somos se teje y entreteje con los seres vivos con los que convivimos. Porque, ¿saben otra cosa?: El ser humano, nosotros, no vivimos, convivimos y al convivir somos con otros. Ser con otro no es que usted y yo interactuemos y cada uno se vuelva a su casa con su yo más o menos enriquecido, significa que ese «ser» que yo soy se llena de sentido y significado con usted, ¡y viceversa! Nos hacemos juntos. Y cuando vienen otros que nos aportan cosas diferentes nos rehacemos. Y sin embargo manejamos siempre la distinción entre ellos y nosotros. Existen dos opciones, parece, cuando nos enfrentamos a situaciones como la del Open Arms: o blindarnos porque no es cosa nuestra, o ayudarlos porque no es solo cosa suya. Cuánto nos gustan los antagonismos y dibujar esa línea que separa un ellos y un nosotros. Juguemos a ellos entonces, dibujemos límites.
Es verdad que, como dijera Rousseau, nos empeñamos en levantar vallas, cerrar puertos o poner fronteras para marcar los límites que separan «lo nuestro» de «lo suyo», pero incluso ese mismo límite, lo queramos o no, nos construye. Cuidado, pues, con cómo construye el límite. Si lo hace desde la amargura, el resentimiento, el egoísmo, el miedo o el odio eso que usted quiere excluir seguirá formando parte de lo que usted es, le rehará del mismo modo, pero, como pasado por el matiz del amargor, sólo le llenará de hiel más preocupado por conservar «lo suyo» que por construir «lo nuestro». Y lo nuestro tiene sus ventajas, no se crea, entre otras que dejará de hacer un problema de lo que no lo es.
El problema no es nunca el otro, sino el modo en el que nos relacionamos con él. Nuestro problema no son los refugiados del Open Arms, del Ocean Viking o de cualquier otra embarcación, es el modo que tenemos de gestionar el límite que hemos querido imponer y qué tipo de límite hemos construido. A veces recubrimos al otro con un velo compuesto de lo que Lacan llamaría un tejido simbólico-imaginario, en el que proyectamos lo que en él estamos predispuestos a ver. Si el velo está levantado con amargor y miedo, con recelo y desconfianza los veremos. Podemos politizar el hecho de que se abra un puerto o no a un barco lleno de refugiados y dar nuestra opinión en base a las ideologías de «los nuestros». Podemos despolitizarlo y ver a personas que no son otros. Son (nos)otros y el límite que parece separarnos en verdad no hace sino conectarnos con otra realidad que nos permite entender la nuestra porque por más que parcelemos el mundo con líneas y fronteras, hay una parte de nosotros que, aunque no queramos ver, llama a nuestra puerta. No es «otro» mundo. Es el nuestro.
Los límites se fijan. Las limitaciones se imponen. Solo conociendo y aceptando nuestras limitaciones puede darse forma auténtica a nuestros propios límites y puede romperse aquel que se nos impone cuando se fija de forma impostada una limitación que en realidad no es cierta. No dejamos entrar a los refugiados no por limitaciones o incapacidades, sino por límites fijados por los que nos precedieron, normalizados invisiblemente por la costumbre y legitimados por el orden del que formamos parte. Se abren ahora dos opciones: apoyar nuestra espalda contra la puerta (o el puerto) para reforzar el blindaje de la frontera y marcar la propiedad de lo «nuestro» o girarnos hacia aquellos límites, hacia lo que llamamos «nuestro» y cuestionarlo. En la elección más nos vale no olvidar que «ellos» nos necesitan, pero «nosotros» también a ellos. Que hay un «Nosotros» más grande que nos da forma y nos conforma, pero también que da forma y conforma un mundo hecho a imagen de la misma pequeñez que el ser humano elija darse.