Ese cuando menos curioso y ambiguo «nosotros-as» que precede estas líneas se refiere, para entendernos, a la generación amplia, abierta, heterogénea y fundamentalmente inquieta que vivió su particular proceso de «socialización política» en los primeros años de aquella llamada «transición» que no lo fue tanto, digámoslo pronto para evitar equívocos, y que creció entre plusvalías […]
Ese cuando menos curioso y ambiguo «nosotros-as» que precede estas líneas se refiere, para entendernos, a la generación amplia, abierta, heterogénea y fundamentalmente inquieta que vivió su particular proceso de «socialización política» en los primeros años de aquella llamada «transición» que no lo fue tanto, digámoslo pronto para evitar equívocos, y que creció entre plusvalías reales y cambios sociales en el horizonte imaginando la expansión real y tangible del campo de lo posible en un tiempo convulso pero sobre todo intenso, increíblemente intenso. Quiero decir, me explico, una generación cuyos padres y abuelos perdieron una guerra, cuyos hermanos-as mayores (¡ay aquellos hermanos mayores!) salieron a la calle para acercar Burgos, Radio París y el Barrio Latino a la intimidad discreta e intransferible de nuestros dormitorios y, finalmente, cuyos hijos-as (¡ay estos hijos-as!) tratan de calibrar las nuevas posibilidades en un mundo más hostil todavía, si cabe, que aquel en el que nosotros-as empezamos a enredarnos en un compromiso que, con sus flujos y reflujos, nos permite mantenernos vivos-as todavía, pese a determinados eclipses, atascos o daltonismos pasajeros.
Una generación, claro, que leía a Marx, a Marcuse, a Fanon, al Ché, a Camus, a Malraux, a Sartre, a Negri, a Focault, a Neruda, a Benedetti, a Galeano, a Lorca, a Bergamín, a Brecht, por supuesto, pero también a Unamuno, a Baroja, a Agirre, a Aresti, a Oteiza, a Mirande, a Saizarbitoria, a Legasse o los libros de Hórdago mientras Silvio, Violeta, Paco Ibáñez, Lluis Llach, Laboa, Pantxo ta Peio, Gwendal o Benito se encargaban de la banda sonora… Una generación en la que cohabitábamos, por citar alguna que otra referencia, consejistas, abertzales, libertarios, chinos, troskos, autónomos, socialdemócratas con conciencia, milis, polimilis, cristianos de base o m-l diversos junto a centenares, miles de hombres y mujeres comprometidos-as y sin filiación política en una amalgama compleja y marcada por las fricciones que nos enseñaron tanto de nuestras posibilidades como de nuestras impotencias. Pero sobre todo y muy especialmente nos mostró la tremenda importancia, lo repito, de estar vivos-as y demostrarlo. Pues bien. Hoy, ahora, cuestión de cierto atrevimiento intelectual que espero me disculpéis, me aventuro a pronosticar que la inmensa mayoría de esos hombres y mujeres que pertenecimos de una forma u otra a esta generación del compromiso forjada en los también estremecedores (y paradójicamente silenciados) años del postfranquismo inmediato, estamos especialmente interesados-as en conseguir activamente la superación de este largo túnel de tragedia y sufrimiento. A asumir el dolor causado pero sin minimizar en ningún momento el propio. Y a contribuir a un gran debate social verdaderamente democrático que permita establecer los mecanismos necesarios para que nuestro Pueblo pueda decidir libremente su futuro nacional y social desde el estricto respeto a la voluntad popular.
¿Qué decir entonces de estos primeros meses de proceso? Seguro que entre nosotros-as hay distintas perspectivas pero, sin duda, muchos más puntos en común que diferencias. Por ejemplo, la delicada cuestión de las víctimas. ¿Es comprensible que se silencien sistemáticamente las decenas, centenares de muertos y heridos ocasionados no ya en el enfrentamiento armado sino entre la población civil vasca en todos estos años? Víctimas en controles policiales, en manifestaciones, en interrogatorios en las comisarías y cuarteles… Nos duelen las víctimas, todas las víctimas. Pero especialmente las nuestras o ¿acaso no podemos decirlo? Y entre las causadas en el conflicto, puestos a profundizar un poco más, ¿es tan difícil de entender que hayamos sufrido en silencio por tragedias como Hipercor y seamos menos sensibles a la muerte de Melitón Manzanas o Carrero Blanco, por ejemplo? ¿Será cuestión de falta de humanidad? Bajando a un ejemplo personal y directo, siendo director de Egin Irratia (otra víctima «social» del conflicto) tuve la oportunidad de conocer muy de cerca a dos políticos muertos por ETA: Gregorio Ordoñez y Ernest Lluch. Al primero le íbamos a buscar semanalmente a Donostia para trasladarlo a nuestros estudios en Hernani donde participaba en una tertulia política (sí, Gregorio Ordóñez colaboraba con Egin Irratia). Con el segundo, coincidí viajando conjuntamente día a día y durante varias semanas en el autobús Bilbao-Donostia en el que yo iba a la radio y él a impartir sus cursos en la Universidad de verano. Viajes inolvidables por la A8 de intercambio de visiones, lecturas y diagnósticos. Ordóñez era un provocador nato, de verbo fácil y sarcástico. Lluch, un socialdemócrata heterodoxo con una enorme capacidad intelectual y especialmente sensible al conflicto vasco-español. Los dos murieron en atentados. Los dos causaron un fuerte dolor entre nosotros-as. Como tantas otras muertes. Propias y ajenas. ¿Seremos acaso el claro ejemplo de una generación «patológicamente irrecuperable» y esencialmente «violenta» en su educación sentimental?
Pero las cosas siguen sin hacerse bien. En estos meses de un alto el fuego permanente que ha abierto tantas ilusiones en nuestro pueblo, hemos podido ver en al menos dos televisiones estatales a un antiguo subcomisario jefe de la brigada de información de la policía española en Bilbao y condenado a ciento ocho años de cárcel por su vinculación directa con los GAL, recordar una vez más su implicación en la guerra sucia auspiciada por el Estado sin que nadie haya dicho absolutamente nada. ¿Por qué, simple curiosidad, ningún juez abre en estos días un expediente sobre esta aparición televisiva y sobre si las declaraciones del subcomisario son o no constitutivas de delito? Mientras tanto, un preso vasco con la sentencia cumplida de acuerdo al reglamento penitenciario, es condenado a más de doce años por escribir dos artículos bajo la acepción de un insostenible «derecho penal de autor» no contemplado en la jurisprudencia del Estado, como llega a señalar con manifiesto rigor jurídico el catedrático Nicolás García Rivas (ver «Se condena a De Juana Chaos…» El País, 24-11-06)… Y todo ello mientras las líneas editoriales de determinados medios de comunicación (controlados en la mayoría de los casos por responsables «conversos» de los tiempos del franquismo o por profetas mediáticos subyugados por la «neocon fashion») siguen su particular cruzada contra cualquier atisbo de solución negociada. O proliferan las «cámaras ocultas» como método periodístico para descubrir la «verdadera cara» de la violencia vasca y sus encubridores…
Nosotros-as, pese a todo, seguimos confiando. Más allá de los coordinados ruidos mediáticos, de las perversiones propias y ajenas o de los manifiestos déficit democráticos internos y externos. Más allá de los sobresaltos, los oscuros intereses de unos-as o los fatalismos al uso de otros-as. Quizá porque la mayor parte de nuestra generación, la misma que ha vivido todas estas experiencias históricas específicas que le han marcado de una manera tan imborrable, sigue soñando con un tiempo nuevo siempre postergado. Cuestión de optimismo militante, puede ser. Pero, sobre todo, de mantenimiento de una conciencia colectiva, activa y solidaria, que sigue formando parte de nuestras vidas. Y ese es, hoy por hoy, nuestro verdadero patrimonio.