Conclusiones del encuentro «federalismo, izquierda y cataluña». CAUM, 16/09/2017 (*)
Es imposible negar la importancia de la crisis política que vive Catalunya en estos momentos. Se trata de un ciclo de descomposición orgánica y de una deslegitimación del orden constituido, acompañadas de una inmensa movilización -la más importante producida desde el inicio de la transición política- cuyo contenido popular sería erróneo despreciar. Pero no menos equivocado, y mucho más insensato, sería renunciar al análisis del proceso político, de la hegemonía cultural que lo sostiene, de la posición subalterna de la izquierda en su desarrollo, del riesgo cierto de una división vertical de la sociedad catalana, del peligro grave de una quiebra del proyecto de la República Federal en España, así como de un triunfo de lo que Gramsci llamó «revolución pasiva», y que hoy consiste en la recuperación de la legitimidad institucional, el liderazgo político y el poder social por parte de una derecha catalana cuya complicidad en la gestión reaccionaria de la depresión económica vigente desde el 2008 no ha sido interpelada durante estos siete años de movilización.
1. AUSENCIA DE UN ANÁLISIS DE CLASE. Uno de los factores más relevantes de esta crisis, y que ha permitido que las cosas discurran por los cauces políticos e ideológicos en los que se ha desarrollado, ha sido y es la ausencia de un análisis de clase. No ha existido la perspectiva que había de haber ofrecido una organización capaz de actuar como intelectual colectivo para examinar la naturaleza y el alcance de la crisis, dotada de los mecanismos organizativos para difundir tal análisis en áreas de sociabilidad concretas, en los espacios tradicionales de la lucha social en los que la experiencia de los trabajadores y las trabajadoras alimentan un proyecto político autónomo. Las valoraciones que se han ido realizando adolecen de una carencia absoluta de los habituales instrumentos y perspectivas con los que reconocíamos una realidad y éramos capaces de convertirla en saber social y en propuesta estratégica. No se ha dispuesto de los recursos indispensables sobre los que se fundamenta la posibilidad misma de una hegemonía cultural y de un liderazgo político. Ni siquiera hemos contado con los factores que permiten establecer una línea de resistencia frente a lo que ha ido tomando la forma de un desfigurado «sentido común» en Catalunya.
Difícilmente podría exagerarse esta carencia. Porque las condiciones actuales de la crisis catalana, que es en buena medida una crisis del Estado y de la izquierda españoles, es resultado directo de dos factores. Por un lado, los efectos devastadores de la depresión económica sobre las clases trabajadores y las clases populares. Por otro, la movilización social contra tales circunstancias, que se ha desarrollado sin que existiera un proceso de politización de la protesta que se mantuviera en los márgenes culturales de las tradiciones emancipadoras de Catalunya; que ofreciera un reforzamiento de la conciencia de clase y que sostuviera la autonomía de los análisis y propuestas realizados por los trabajadores; que ayudara a comprender la crisis económica asignando la responsabilidad que en ella han tenido precisamente quienes lideran ahora el proceso independentista. Tal vacío – producto de torpezas y errores, pero también resultado de derrotas históricas de las organizaciones de la izquierda obrera- bloqueó las posibilidades de una movilización de fuerzas alternativas en Catalunya: el resultado de las elecciones plebiscitarias de septiembre de 2015 mostró la situación residual en que se encontraron quienes improvisaron una plataforma común de distintas áreas de la izquierda para constituir Catalunya Sí que es Pot.
Esta ausencia de un análisis marxista de las condiciones de la crisis no ha supuesto un daño exclusivamente para una organización política determinada. Ha provocado que una parte muy importante de la sociedad catalana quede en silencio, y que los principios sobre los que se construyó una visión integradora, progresista, democrática y socialista de Catalunya en la lucha contra el franquismo hayan sido ignorados e incluso olvidados. Un patrimonio de experiencias, análisis, conocimiento y conciencia de clase han permanecido al margen de esta crisis, por la debilidad de quienes los consideramos vigentes y operativos; por la abrumadora superioridad en capacidad de comunicación de quienes siempre los han despreciado; por la devastadora congruencia entre el carácter de esta crisis y las respuestas que puede ofrecerle, como en tantas partes de Europa, el populismo nacionalista.
2. REPRESIÓN Y BIPOLARIDAD. La desmedida represión ejercida por el gobierno de Rajoy, que ha seguido a la imposibilidad de abrir vía alguna de diálogo institucional, ha agravado las cosas. Conocemos perfectamente cuáles son los déficits de cultura democrática que arrastra la derecha española. No tienen que darnos lecciones sobre ello fuerzas nacionalistas que han pactado tan frecuentemente con ella, permitiendo que los trabajadores de toda España -también de Catalunya- fueran explotados en condiciones cada vez más ultrajantes por quienes han gestionado las diversas fases de este gran ciclo de crisis económica y devastación social. Nuestra defensa de la libertad no depende de quiénes sean los afectados por la represión, sino de nuestra idea de la democracia. Pero creemos, también, que este ejercicio cínico y coherente del poder institucional debe ser condenado en sus justos límites: es decir, manteniendo el proceso independentista en los márgenes de su propia naturaleza política, sin convertir la movilización nacionalista en el espacio exclusivo de quienes luchan por la democracia en Catalunya. La identificación entre democracia y referéndum es algo más que un abuso: es una operación de propaganda que va también en contra de la libertad de expresión, ya que condena a quienes tenemos trayectoria de izquierdas y argumentos de impecable factura democrática para considerar que este referéndum no debería celebrarse.
Lo hacemos, desde luego, en las peores condiciones para expresarnos. No nos referimos solo al poder mediático del que disponen quienes están a favor y de quienes lo han proyectado. No referimos, además, a la dificultad para matizar, a los obstáculos para evitar identificaciones injuriosas, a la práctica imposibilidad de invitar a una reflexión sobre un problema de indudable complejidad. Las dinámicas plebiscitarias no están pensadas para permitir que se elija. Han sido diseñadas para establecer una elección bipolar, que destruye todos aquellos aspectos sustanciales que dividen a personas y colectivos en una democracia. Es cierto que otros procesos constituyentes han ido acompañados del indispensable acto de refrendo que muestra el ejercicio final de la soberanía popular. Pero este es el primer caso en el que un referéndum que quiere fundamentar la constitución de un nuevo Estado se realiza dejando fuera de ese ejercicio de soberanía a la mitad de la nación a la que se reconoce como sujeto, no solo al resto de los españoles, en cuyas manos debería estar también el derecho a decidir sobre la modificación radical de una comunidad política que fue creada y gobernada con el apoyo explícito de los mismos que ahora deciden, de forma unilateral, la posibilidad de romper el orden institucional del que fueron necesarios gestores.
3. HEGEMONÍA DE CLASE O COMUNITARISMO NACIONALISTA. El proceso de bipolarización resulta especialmente amargo porque podía haberse evitado. Y evitar ese trance ha sido norma de conducta de la mejor tradición de la izquierda catalana y española. Es, contra lo que piensan algunos, lo mejor que aportó la izquierda y, en especial, el Partido Comunista de España y el PSUC a la transición española. La izquierda nunca puede apoyar una división vertical por motivos ideológicos de una sociedad. Ya que esa división implica también a los trabajadores y bloquea las posibilidades de ir construyendo espacios más amplios favorables a las políticas progresistas. Crea compartimentos estancos que aíslan a las capas populares atendiendo a rasgos de identidad particulares. Y pone tales rasgos por delante de la experiencia de explotación social y aspiraciones de derechos en los que puede ir construyéndose una gran mayoría democrática. Las clases sociales no se definen por una predeterminación sociológica. Se constituyen sobre experiencias políticas, se califican dotándose de una espesura cultural que es inseparable de la existencia colectiva de las personas. No son una situación, sino una conciencia. No son una realidad pasiva, sino una voluntad de ser. Disputar la hegemonía a la burguesía no puede hacerse nunca con rutinarios análisis de correlaciones de fuerzas a corto plazo, sino disponiendo de un vigoroso proyecto que permita a los comunistas adquirir una representación nacional y de clase al mismo tiempo. Esta perspectiva aparece con toda su urgencia en momentos de tan grave crisis como la que vivimos, cuando nuestro retroceso abrumador de los últimos años ha ido acompañado de la negación misma de estos dos aspectos complementarios de nuestra tradición, perfilados con especial precisión en la lucha contra el fascismo. Tal ausencia ha permitido que las aspiraciones de cohesión e integración nacionales sean sustituidas por el comunitarismo nacionalista. Y que la permanente identificación de las dinámicas de clase haya sido cancelada en favor de la sumisión a la homogeneización aparente del populismo. En un ciclo que se ha caracterizado por la destrucción de espacios reconocibles de sociabilidad, por la pérdida de seguridad, por el empobrecimiento y por la conciencia de la ilusoria soberanía de los pueblos frente a las directrices del capitalismo globalizado, es lógico que haya aparecido una búsqueda de consuelo en un sentimiento de pertenencia a una comunidad, un deseo de integración en un ámbito nacional que se percibe como protección última contra las penosas circunstancias de la depresión. En sí misma, la movilización por la soberanía popular ha sido y es una sana respuesta a la forma en que hoy se define la explotación. Nuestra debilidad se ha hecho patente cuando no hemos podido o no hemos sabido traducir a una política nacional y de clase, basada en las tradiciones democráticas y en la viva memoria antifascista de nuestro pueblo, las aspiraciones que han brotado directamente de una etapa de abrumador sufrimiento social. Ponernos a la cabeza de esta movilización era indispensable, pero no hemos tenido fuerzas para hacerlo, y no hemos sabido articularlo de forma adecuada en un marco español en el que las cosas se han desarrollado con la desigualdad de ritmos que siempre han caracterizado a nuestra historia.
4. ESPAÑA PLURINACIONAL. Esa asimetría de procesos políticos fue respondida por el PCE y el PSUC hace muchos años con una doble e inseparable afirmación: el carácter multinacional de España y la aspiración a la República federal como marco más propicio al cumplimiento de la autodeterminación de todos los pueblos de España. Conviene recordarlo y habrá que precisarlo ahora, porque uno de los factores que señalan el desguace ideológico y político de nuestro espacio tiene que ver con la incapacidad manifiesta para proponer un análisis y un proyecto a las condiciones de esta crisis. Incapacidad que ha sido acompañada de una escandalosa dejación de nuestras propias propuestas, dejándonos seducir por la peor versión del populismo. No es esta, en efecto, la que afirma la necesaria construcción de un sujeto político sobre la base de las experiencias concretas de una mayoría social; sino la que exige una desactivación de nuestra cultura política, a la espera de que sea una movilización social la que se defina a sí misma en su carácter y en sus objetivos. Esa no es una actitud democrática: es una posición demagógica, que da por supuesto que la construcción cultural de una clase y la constitución de un nuevo sujeto político es el resultado de una enigmática toma de conciencia realizada al vacío. La afirmación del carácter multinacional de España no se ha referido nunca, en nuestra tradición, a la mera aceptación de variables locales en una tarea común. Nosotros nunca hemos despreciado de esa forma la referencia nacional, el marco concreto e histórico sobre el que cobra cuerpo una realidad diversa. La España plurinacional no es una propuesta, sino una realidad, cuya negación acaba conduciendo a lo contrario: a la uniformidad centralista, por un lado; pero a la deriva nacionalista, por su flanco complementario. Ante esa realidad, propusimos hace muchos años la República federal. La España plurinacional no es el primer paso para que se propicie un proceso de disolución, sino la sustancia misma de lo que es la España en la que vivimos y en la que deseamos seguir viviendo. La España multinacional es el marco concreto en el que debe realizarse la libre determinación de todos los españoles. Y esta no se realiza en el plazo breve de una voluntad episódica, sino en el largo aliento de los procesos de integración que hemos experimentado construyendo juntos experiencias democráticas, resistencia frente al fascismo, fraternidad sindical y cultura republicana. Hemos echado en falta esta defensa enérgica de los dos polos de nuestra propuesta nacional cuando más falta nos hacía: en los momentos en que ha sido impugnada, al mismo tiempo, por dos derechas nacionalistas, provistas de una fuerte base social movilizada, y de una consistente ocupación de espacios de gobierno. La República federal, lamentablemente, ha sido la opción menos divulgada en el debate que han hegemonizado tales sectores en Catalunya y en España entera.
5.CRISIS ORGÁNICA Y PROCESO CATALÁN. El análisis de las raíces de este proceso en el largo plazo desborda lo que puede apuntarse en estas breves anotaciones. Pero pueden hacerse consideraciones que se refieren al análisis de lo que resulta ahora más importante desde el punto de vista político, que es el corto plazo y las perspectivas del inmediato futuro. Porque no estamos ante un grave riesgo para el orden constitucional solamente, como gusta de proclamar con hipocresía la derecha española se encuentre donde se encuentre. Estamos ante la posibilidad de cancelar, durante muchos años, las posibilidades de su reforma en la vía que proponemos nosotros y en la formación de una mayoría social, electoral, institucional y política alternativa al bloque del PP y de Ciudadanos. En las condiciones de una crisis orgánica, la mirada del largo plazo es también reveladora, porque las entrañas del sistema se exponen a la luz, aunque lo hacen de un modo que siempre exige su interpretación y que siempre amenazan con ser falsificadas.
Una crisis orgánica siempre va acompañada de un proceso de recomposición social, de un reciclaje de las formas de dominación que, como se indicaba al principio, Gramsci denominó «revolución pasiva». Este proceso de recomposición se está realizando a escala de toda España. El Partido Popular ha planteado desde hace tiempo, y la ha acelerado desde el inicio de la gran depresión, una revisión del orden político español. En ese orden, y en lo más íntimo de los compromisos constitucionales del pacto de 1978, se encontraba la preservación de los derechos sociales de los españoles, que definen en última instancia la calidad de nuestra condición de ciudadanos y la naturaleza de nuestro sistema político. La crisis ha sido manifestación y oportunidad de una ofensiva a todos los niveles contra aquellos compromisos. Ha sido fruto de nuestra debilidad y del devastador ciclo histórico abierto en la última década del siglo XX que no hayamos sido capaces de presentar batalla a esta mutación que obedece a una correlación de fuerzas, y determina una correlación de fuerzas en el futuro. La pérdida de nuestra soberanía colectiva es una de las más expresivas consecuencias de esta ofensiva y uno de los factores más necesarios para la aplicación de políticas de expropiación de derechos sociales en España. La percepción de esta pérdida de soberanía de todos los españoles y su utilización para el recorte de derechos sociales y la quiebra del compromiso constituyente ha dado pie a una quiebra del sistema de representación política general. Ha generado movilizaciones que han puesto de relieve la necesidad de definir de nuevo el concepto de soberanía. Y, naturalmente, ha actuado a un ritmo distinto y con hegemonía distinta en la Catalunya movilizada frente a la crisis. El nacionalismo catalán ha sido capaz de ganar la hegemonía, y de articularla con singular pericia en este proceso de crisis orgánica, por la especial congruencia entre la conciencia de fractura de soberanía, la pérdida de derechos y la reivindicación del autogobierno, que el nacionalismo ha sabido deslizar hacia una muy concreta plasmación del derecho a la autodeterminación. Ha aprovechado la movilización para orientarse, como lo ha hecho la derecha españolista, hacia la ruptura del compromiso constitucional. Una ofensiva no se entiende sin la otra. Y, sobre todo, no se comprende sin saber que lo que ha conseguido normalizarse en Catalunya no es la equivalencia entre democracia y república, sino la identificación de democracia y nacionalismo. Nacionalismo frente a republicanismo, secesión y Estado propio -que, de ningún modo, implica independencia y soberanía nacional- frente a la propuesta de República Federal.
Precisamente porque interviene de forma muy precisa en el plazo corto, incluso en las contorsiones tácticas del nacionalismo, conviene tener en cuenta esta dimensión complementaria de la estrategia de recomposición de la dominación del Estado de la derecha española y de la derecha catalana. Una estrategia que no debe engañar por la adherencia de opciones socialdemócratas e incluso «antisistémicas» que contienen en sus flancos. El ala más conservadora, clientelar, neoliberal, monárquica, antifederalista y autoritaria del PSOE desempeña, en la estrategia del PP y Cs, algo muy parecido a la labor legitimadora que sectores de la socialdemocracia catalana, de la CUP – y, ahora, para nuestro desconsuelo, de Catalunya en Comú- desempeñan en la estrategia nacionalista. En todos los casos, hay la mezcla de fusión orgánica y de posición satelizada que aparece en cualquier construcción de una hegemonía. Lo importante es que no se trata de una alianza táctica, sino de esa subordinación que elimina la autonomía futura de los sectores que la aceptan, haciendo que la recomposición del poder político se fundamente en una irrevocable destrucción de cualquier alternativa real al orden que salga de la crisis en la que vivimos.
El ritmo concreto de esta ofensiva nacionalista en Catalunya está determinado por objetivos que nada pueden tener con los de la aspiración de la izquierda a que las clases populares restablezcan y redefinan su soberanía. Por ello, lo más deleznable del proceso ha sido la coincidencia del llamado «choque de trenes», que es, en realidad, el punto en el que se produce el encuentro antagónico de ambas ofensivas neoconservadoras. El nacionalismo catalán ha querido que las cosas discurran por un terreno de visible contrariedad, de falta de acuerdo entre españoles, de situación límite, de impresión de ultraje y de sentimiento de revuelta. Era el escenario que le convenía, del mismo modo que conviene a la recomposición del poder político y del diseño ideológico de la derecha españolista. En los dos casos, se habla de ponerse al servicio de la soberanía popular. En los dos casos, la quiebra de la convivencia de afirma como excusa para reforzar el poder en proceso de recomposición. En los dos casos, se burla el sentido preciso del concepto y la práctica de la soberanía popular.
Si las cosas se han «tramitado» políticamente -«procesalmente»─ como se ha hecho en Catalunya, no es porque no ha habido otro remedio ni por la ceguera e intransigencia del poder central. Una ceguera y una intransigencia que se acompaña, también, de exquisita lucidez para sacar la mejor tajada de este enfrentamiento. Las cosas se han hecho así deliberadamente. No se ha buscado reunir a una mayoría social y política de los catalanes en la lucha por recuperar la soberanía que todos los españoles hemos perdido desde el tramo final del siglo XX. No se ha hecho una propuesta de consenso, que permitiera reunir en torno al autogobierno a una gran mayoría. Se ha buscado la propuesta más radical, la que se sabía que no podía agrupar a todos los sectores populares, la que rompía de forma irreparable la cohesión nacional de Catalunya, tan severamente defendida por la izquierda contra los embates del nacionalismo desde 1980. Se ha construido un proyecto que de forma inevitable, suponía la escisión de los catalanes, separándolos ideológicamente en torno al eje de discriminación del nacionalismo y en torno al objetivo máximo de una independencia inmediata. En cualquier otro escenario, una conducta de este tipo sería calificada de insensata con respecto a los propios intereses de quien la ejerce. Pero no es así. Se trata de una muy bien meditada asignación de recursos de movilización y negociación. Se trata de un ejemplar proceso de construcción de una hegemonía. Se trata de una aleccionadora plasmación del concepto de revolución pasiva. La renuncia a una vía más lenta, de objetivos más modestos, que mantuviera siempre como elemento esencial la unidad nacional de Catalunya y evitara la dislocación de las clases populares y la renuncia al proyecto federal para España, no ha sido el producto del azar o de la mera resistencia de la derecha nacionalista española. Ha sido un método buscado por el nacionalismo catalán. Plantear un objetivo de parte como si fuera el de toda Catalunya, hacer de la secesión una propuesta inmediata, ha sido la forma de evitar que la movilización de los catalanes se realizara al margen del liderazgo de la actual coalición de gobierno de la Generalitat. Las escenas del debate parlamentario de los días 6 y 7 de septiembre solo pudieron sorprender a los ingenuos: para Junts pel Sí y ERC, y en buena medida para la CUP y un sector minoritario de los Comunes, las condiciones eran las deseables. Lo que se buscaba era el abandono del Parlamento por quienes no son secesionistas. Lo que se buscaba era su neutralización institucional, como forma más visible de su indefensión política. Lo que se buscaba era que la oposición a la ofensiva nacionalista procediera de instancias estatales y se ejerciera con el discurso nacionalista español. De este modo, se construía un bloque histórico sellado por el compromiso de la secesión. Tal bloque histórico precisa de estas condiciones de excepcionalidad, necesita un discurso trágico, se alimenta de una reivindicación radical, esencialista, tensionada, con manifestaciones públicas de resistencia a un poder ajeno. Un compromiso por el autogobierno habría descartado esta escenificación. Pero el nacionalismo siempre ha sido contrario a la idea de cohesión y vertebración nacional que fue la base de la propuesta de «reconstrucción nacional de Catalunya» formulada por el PSUC. Ha preferido un marco de ruptura, de división de la nación catalana en nombre de su presunta soberanía, pero destruyendo la base real de toda soberanía, que es la unidad de la inmensa mayoría de los ciudadanos en torno a un mismo proceso constituyente.
Este proceso de división no puede ser visto como un primer plazo para la liberación del pueblo de Catalunya ni para obtener en el futuro la libre federación de los pueblos de España. No es un primer paso: es un paso en la dirección contraria. Lo que se votará el día 1 de octubre no es la independencia ni la República. Lo que se votará es la adhesión a la recomposición del espacio nacionalista que ha dominado la política catalana desde la Transición. Lo que se votará, aunque sea votando que NO, es la aceptación de un liderazgo y la resignación a una hegemonía. Tiene razón Ada Colau: el día 1 no va de independencia. Pero el día 1 no separa a demócratas y autoritarios en función de la participación o la abstención. Lo que hace es certificar el cautiverio ideológico de las clases populares catalanas, su radical división por motivos ideológicos, la marginación de amplios sectores de los trabajadores del área metropolitana barcelonesa. Lo que hace es afirmar que la recomposición de la hegemonía del nacionalismo catalán se hace mediante un singular y complejo proceso que mezcla la continuidad y la ruptura -lo que sucede en toda Transición, por mucho que quienes denuncian lo sucedido en 1978 se entusiasmen con lo que va a suceder en 2017─. Y lo hace, además, con una considerable impunidad frente a la interpelación y la lucha social de estos últimos años. Lo hace con admirable impermeabilidad frente a la crítica a la explotación a la que han sido sometidos los trabajadores de este país por parte de su propia burguesía, entusiasta gestora de recortes y precariedad, alumna aventajada de las políticas más reaccionarias del austericidio.
6. IZQUIERDA IMPOTENTE. IZQUIERDA RENDIDA. Es preciso denunciar este último aspecto con especial virulencia. Lo que se ha producido no es una insurrección popular frente al Estado. La Generalitat es Estado. Y lo es completamente, voluntariamente, con relevante complicidad en la formación del actual Estado español, y con obsceno apoyo a todas las medidas de expropiación de derechos que se ha producido desde el inicio de la depresión. De no haber dispuesto de los recursos del Estado, la coalición nacionalista nunca habría conseguido canalizar la protesta social por una ruta identitaria como esta. Nunca habría logrado llevarnos a la encrucijada imposible en la que nos hallamos. El beneficio institucional de cuyas rentas ha vivido este Govern desde 2010 ha sido condición necesaria para obtener un escenario de hegemonía. No ha sido suficiente, desde luego. Porque ha sido precisa una movilización causada por el sufrimiento y la indignación que el nacionalismo asociativo ha sido lo bastante hábil como para hacerlo coincidir con una hoja de ruta gubernamental. Y ha sido precisa la ausencia, falta de coraje, irresponsabilidad e inclinación a la cursilería de una parte importante de la izquierda catalana, que se encuentra en uno de sus peores momentos de inmadurez, incapacidad de análisis e invalidez ideológica, groseramente consolados por la sorprendente euforia con que algunos sectores expresan su dependencia de la hegemonía nacionalista y de la recomposición política de la derecha. Hay que indicarlo con la crudeza que el proceso se merece: una parte de la izquierda catalana se ha dejado impresionar por el nacionalismo y ha perdido toda esperanza en la propuesta republicana federal. Esa misma izquierda trata de encontrar un lugar al sol en una ingenua apuesta por participar en el referéndum, creyendo que un día u otro podrá revertirse desde dentro una hegemonía conservadora. Como si en la «revuelta» de un sector del pueblo catalán estuviera alentando un inexorable desbordamiento. Como si a febrero fuera a suceder octubre. Quienes se suman a esta hegemonía nacionalista por su carácter de ruptura con el «régimen del 78» parecen haber aprendido muy poco de los procesos de recomposición del poder político que se han dado en el siglo XX. De hecho, parecen haber aprendido muy poco incluso de ese denostado proceso de Transición en cuyas frustraciones basan buena parte de su identidad política. ¿No advierten que son los mismos sectores dominantes y sus clientelas las que están definiendo el ritmo y el carácter de este proceso? ¿No se dan cuenta de que la consolidación de esta hegemonía se produce precisamente en el referéndum, que es el punto crucial de no retorno? ¿No ven que la rudeza y sectarismo del proceso ha sido buscada, no para integrar a una mayoría, sino para depurar una recomposición del poder, destinado a ser usado y abusado por el nacionalismo? ¿No perciben que la derrota de la izquierda ante Pujol en 1980 pasa a ser rematada en 2017, al haber alcanzado el objetivo de la división de los trabajadores catalanes y al haber establecido un nuevo criterio, sectario y excluyente, de definición de la ciudadanía, que atenta contra todo el esfuerzo cultural realizado por el PSUC?
7. EL 1-O. Este referéndum no es democrático. No lo es, más allá de sus factores de procedimiento. No lo es porque es el producto de ese ritmo y naturaleza de la ofensiva nacionalista, que rompe con el frente democrático por el autogobierno, que destroza la unión de la izquierda en Catalunya y la unión de la izquierda catalana con la del conjunto de España. No lo es, además, por algo que tiene ver con la construcción cultural de la clase trabajadora española y catalana. En las movilizaciones de estos meses, se ha postergado todo recuerdo, tradición, experiencia histórica y proceso de identificación que tenga que ver con la memoria de la formación de la clase obrera catalana: el federalismo republicano, el sindicalismo libertario y socialista, el Frente Popular, la guerra civil antifascista, la lucha contra el franquismo, la Assemblea de Catalunya, el proyecto de reconstrucción nacional. Esta ausencia deliberada obedece a la incomodidad de estas tradiciones para el pensamiento mítico que todo movimiento necesita y que precisa, en particular, una movilización nacionalista. No hay recuerdo de lucha por la democracia que no incluya la lucha de los republicanos españoles. Y en un discurso que busca agrupar al pueblo catalán frente al Estado español, hay que recurrir a imágenes de un pasado menos incómodo. Entre otras cosas, porque el autogobierno ejercido por el nacionalismo catalán no ha dejado de ser nunca parte del Estado español. Pero, además, porque el nacionalismo necesita ahora el invernadero de sus propias raíces: las de una comunidad agredida desde fuera, una nación ocupada por una potencia exterior, sometida, humillada, a la que se ha extirpado su cultura y se ha impuesto la española. Una nación compacta que se enfrenta a lo que ni siquiera es una nación, aunque tampoco un imperio; que se enfrenta a un Estado esencialmente corrupto, necesariamente antidemocrático y claramente extranjero. Las banderas republicanas han sido expulsadas de esos escenarios por primera vez desde 1931: he ahí el avance de la izquierda en esta circunstancia. La esperanza de una República federal ha pasado a considerarse utópica por unos e indeseable por otros. Quienes se resignan a que la revolución social es imposible parecen consolarse con una revolución nacionalista. Quienes detestan a Rajoy y a la monarquía, se endulzan la jornada con un exilio en forma de Estado propio. Los únicos que de verdad hacen su juego son quienes siempre han despreciado la propuesta republicana federal. Por posiciones reaccionarias, como CiU, o por un secesionismo esencial, como ERC.
El escenario del día 1 manifiesta con toda claridad lo que es el futuro próximo. No nos engañemos ahora. En efecto, el día 1 no va de independencia. El día 2 no tendremos una República catalana. Pero sí una clase dirigente que supera su crisis orgánica o, por lo menos, habrá de dirimir sus contradicciones en un espacio resguardado. El proceso ha destruido a todos los partidos de izquierda federal en Catalunya: primero el PSC, luego ICV, después EUiA y, ahora, Catalunya en Comú, tras la falta de sintonía alarmante entre la posición en el debate parlamentario y la convocatoria a votar del equipo de Ada Colau. El derecho a la autodeterminación se habrá ejercido de una forma bien curiosa: asumiéndose como pantalla que impide realizar un análisis del sistema político existente en Catalunya y vinculado a la política austericida del bloque dominante en la UE. Al afirmarse como punto de partida y de llegada al mismo tiempo, ese derecho prescinde de lo que, en teoría, habría de definirlo histórica y políticamente: como ejercicio de la crítica de la soberanía popular. ¿Puede afirmarse que de eso se tratará, cuando la primera condición es mantener una alianza de silencio en lo sustancial, de coincidencia en el acto de ir a votar que, a sabiendas de la victoria del SI, consolida la legitimidad del poder de la Generalitat, puesto a salvo de cualquier denuncia, movilización e incluso interpelación sobre las condiciones concretas de su gestión? Pero es que, además, los dirigentes nacionalistas saben que esa República no va a proclamarse con efectividad. Lo que han querido es dar un golpe de fuerza y darlo a solas, sin representar a una gran mayoría del pueblo catalán en la lucha por el autogobierno, sino representando solo a los nacionalistas en el combate por la independencia. La participación será utilizada para negociar de igual a igual -por ilusorio que pueda esto parecer─, ostentando, a partir de ahora, la representación popular destilada, precisamente, de la división irrevocable del pueblo. Poco preocupa esa circunstancia. El nacionalismo catalán está acostumbrado a hacerlo así. Ahora aumenta su apuesta. Y lo hace con la satisfacción de haber sabido desviar una grave crisis de legitimidad, que podía haber instaurado una mayoría de izquierdas y un nuevo ciclo de lucha por el federalismo republicano en toda España. El independentismo catalán no ha venido para irse. Ha venido para quedarse, como ha hecho siempre. Ha venido, en realidad, para frustrar las verdaderas posibilidades de una redefinición del Estado y de instauración de la soberanía popular. Ha hecho lo que tenía que hacer desde el punto de vista de sus intereses de clase. Otros no podrán hacer lo mismo, por mucho que se empeñen en su estrafalaria capacidad de disimulo. Ni siquiera la historia los absolverá.
(*) Conclusiones redactadas, a partir de ponencias y debate, por Ferrán Gallego.
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