«Es necesario impulsar una asamblea constituyente para acabar con las instituciones de los ricos y el Ibex 35. Ellos llaman democracia a éste régimen decrépito. En realidad el Régimen del 78 ahogó y ahoga cada vez más las libertades democráticas« (Guillermo Ferrari) «Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se acostaron una noche fascistas […]
Al no haber sido removidos en su momento, los poderes fácticos herederos del franquismo no han experimentado casi cambios fundamentales desde la época de la dictadura, por lo cual nos encontramos con instituciones cuyos valores, principios y funcionamiento ofrecen tics autoritarios y antidemocráticos. El sistema judicial, la Iglesia Católica, las Fuerzas Armadas, la gran banca privada o las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado son quizá los ejemplos más relevantes (además de la propia casta política, por supuesto) que nos dan pistas muy suculentas sobre la descomposición del régimen tardofranquista. El sistema judicial proveniente de la dictadura (jueces, fiscales, jerarquía de tribunales…) pasó íntegramente a llamarse «democrático». Los miembros de la judicatura hasta 1975 siguieron en el escalafón hasta sus respectivas jubilaciones, de forma que por ejemplo un juez joven perteneciente al antiguo TOP (Tribunal de Orden Público, un tribunal de excepción creado para condenar a todo opositor al régimen de Franco), al cabo de 20 ó 30 años pudo jubilarse en los más altos niveles de la Magistratura. Y por su parte, la Polícía (política) del régimen franquista se convirtió en la Policía (democrática) por decreto, de un día para otro. Los funcionarios de la Guardia Civil y la Policía Nacional continuaron en sus puestos, con los mismos derechos para ascender y jubilarse con honores. Todo ello debilita profundamente la necesaria separación entre los tres poderes del Estado, ya que el bipartidismo imperante durante todos estos años de supuesta «democracia» ha aprobado leyes que limitaban derechos y libertades públicas fundamentales, tanto sociales como económicas, y se ha ocupado de que los puestos decisivos de la Magistratura hayan sido ocupados por jueces afines al pensamiento dominante, que permitieran una interpretación conservadora y reaccionaria del ordenamiento jurídico. Ello explica, por ejemplo, que personas por robar para comer estén en la cárcel de forma inmediata, mientras altos delincuentes de cuello blanco estén en libertad. También explica el encarcelamiento preventivo y las altas penas que se solicitan para los ex dirigentes del movimiento independentista catalán, así como las sentencias que protegen al resto de instituciones provenientes del franquismo (la banca o la Iglesia Católica, por ejemplo).
Con mucha razón ha aseverado Carlos Martínez: «El Poder Judicial no nos protege. La legislación de fondo española está toda ella articulada con un único objetivo, proteger la propiedad privada que está en manos fundamentalmente de los poderosos, los ricos, los bancos, la oligarquía. El poder judicial es en su mayoría profundamente conservador y el origen de ello es su carácter endogámico y sagas familiares muy antiguas que conectan profundamente con el franquismo e incluso en la monarquía caciquil borbónica anterior y actual. Jueces y juezas no pueden pertenecer a partidos políticos, pero sí a sectas religiosas que condicionan más todavía a sus miembros por medio del control de conciencias y principios así como con sus amplias redes de contactos y poder. Es decir la supuesta independencia hace aguas por todas partes«. Hoy sufrimos «la dictadura de la casta de las togas» (en expresión de Guillermo Ferrari), unos selectos privilegiados pertenecientes a esa casta entronizada y no depurada proveniente del franquismo, que deciden la vida de 47 millones de personas, usando unos parámetros judiciales nada imparciales. Todo un entramado institucional configurado para autoprotegerse y para blindar los negocios de las grandes transnacionales que forman el IBEX-35, a costa de la población trabajadora y de los sectores más vulnerables. Con todos estos ingredientes se comprenden los mensajes que se intercambiaban en su chat judicial privado en contra de los independentistas catalanes. En acertadas palabras de Santiago Lupe: «Cuando las cloacas del Estado hablan «off the record», el tufo de «Estado made in Franquismo» echa «p’atrás«. El Tribunal de Estrasburgo le ha sacado ya los colores a la justicia española más de una vez, y donde aquí nuestros anacrónicos jueces ven subversivos delitos de «rebelión» y «sedición», sus homólogos europeos no contemplan tales aberrantes supuestos. Por si fuera poco, los jueces europeos han sentenciado que Arnaldo Otegi y otros no tuvieron un juicio justo por el caso «Bateragune». Éstas son las credenciales de nuestra casta judicial, rancia y conservadora donde las haya. A ver quién da más.
Por su parte, las Fuerzas Armadas representan otro gran bastión donde se asienta el régimen del 78. Al ser su papel (así reflejado en la Constitución) el de garantes de «la unidad de la patria», su papel reaccionario ante cualquier intento de democratizar las nacionalidades y pueblos que conforman el Estado Español es manifiesto. Manuel Ruiz Robles, del Colectivo ANEMOI y nuevo Presidente de Unidad Cívica por la República, lo ha expresado en los siguientes términos: «Es evidente que la pretendida reconversión de los militares franquistas en militares demócratas ha sido un fiasco más de la modélica Transición, a la vista de lo que está sucediendo cuarenta años después. Esto demuestra, una vez más, que el régimen monárquico es irreformable, blindado constitucionalmente con la única pretensión de que todo quede «atado y bien atado». En palabras amenazantes del rey, nada democráticas, el pasado 3 de octubre, después del apaleamiento del pacífico pueblo catalán: «…la Constitución prevalecerá». ¿Prevalecerá sobre quién?«. Y el otro actor de primer orden, legitimador de todo el soporte ideológico del franquismo, es la Iglesia Católica. Una Iglesia repleta de tantos privilegios que aún le cuesta soltar amarras con el franquismo. Según Pedro Luis Angosto: «La Iglesia Católica hace todo lo que está en su mano para mantener el orden establecido desde el franquismo, que no es otro que el del privilegio, el nepotismo y la corrupción«. Y así, ante la actual polémica sobre la exhumación y posterior inhumación de los restos de Franco en la cripta de la madrileña Catedral de la Almudena, el Arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, ha declarado que «Como cualquier cristiano tiene derecho a poder enterrarse donde crea conveniente«, y ha desviado el foco de atención a un posible acuerdo entre la familia del dictador y el Gobierno. David Bollero, sacándole los colores a la poderosa institución, ha declarado: «Así es la Iglesia Católica: se siente ofendida porque una mujer se descubra el pecho en su templo mientras recibe con los brazos abiertos a un vil asesino«.
Bien, la pregunta fundamental podría ser: ¿Por qué ocurre todo esto? La respuesta la tenemos en ese período (que se ha tildado erróneamente de modélico) de la Transición. Nos definieron este período como ejemplar, pacífico y consensuado. Nada más lejos de la verdad. Ni fue ejemplar (ya que como venimos contando no se desmontaron las estructuras de poder procedentes del franquismo), ni fue pacífica (hasta finales de los años 70 continuaron los asesinatos, las condenas y la represión), ni fue consensuada (las fuerzas del régimen anterior se impusieron a las de la oposición democrática). La violencia continuó en las calles durante la Transición: entre la muerte de Franco y el primer episodio de alternancia democrática en el poder en octubre de 1982 (con la victoria del PSOE de Felipe González), en España perdieron la vida más de 700 personas como consecuencia de la actividad de grupos armados y de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Más bien fue un período excluyente (los partidos republicanos continuaron en la clandestinidad), violento y «olvidador, que no olvidadizo» (en expresión de Cándido Marquesán Millán, basada en un poema de Mario Benedetti). Los partidos que representaban la continuidad del franquismo conservaban aún muchos resortes del poder. Y por detrás tenían a las Fuerzas Armadas dispuestas a imponer de nuevo por la fuerza de las armas un Estado totalitario. De hecho, el estamento militar estuvo observando de cerca y controlando todo el proceso político de la Transición, no fuera a ser que el pueblo «volviera a las andadas». No es un acontecimiento nuevo en nuestro país, donde sólo hay que echar un vistazo a la Historia para comprobar hasta qué punto las instancias militares han controlado los diferentes Gobiernos y la vida civil del país. Y eso deja mucha huella en la mentalidad de las personas. Costó trabajo que los militares aceptaran el advenimiento de un régimen «democrático», y que obedecieran las órdenes del poder civil. Hasta el año 1981 ningún civil había sido titular del Ministerio de Defensa. Aún a día de hoy los Ejércitos españoles no se han adaptado a un verdadero sistema democrático. No lo han hecho ni en su propio funcionamiento interno ni en lo que respecta a la labor de las Fuerzas Armadas en el seno de una sociedad plural, avanzada y democrática.
Pero por si todo ello fuera poco, la Transición no constituyó una ruptura democrática con el franquismo, sino una continuación suavizada del mismo, mediante un lavado de cara y una apariencia democrática. El principal elemento para que podamos concluir esto es que en vez de basarse (como ha ocurrido en otros países que han sufrido períodos dictatoriales anteriores) en la verdad, en la justicia y en la reparación, la Transición se basó en la amnistía y en el olvido. Se extendió un tupido velo sobre los acontecimientos traumáticos de la Guerra Civil y de la dictadura, así como una invisibilidad de las víctimas. Como afirmábamos más arriba, las correlaciones de fuerzas balanceadas hacia la derecha impusieron que las estructuras de poder del anterior Estado franquista no fueran removidas, intentando construir un nuevo Estado «aparentemente» democrático sobre los mismos pilares del anterior, sin haber pasado página, sin haber barrido la suciedad. Se impuso el relato y la consigna del «pasar página», del «no reabrir heridas», cuando las heridas aún no estaban cerradas, y cuando la página aún no se había terminado de escribir, y ni siquiera se había comenzado a leer. Nos han vendido por tanto un relato falso de la Transición, nos han inoculado la semilla del olvido, nos han hecho creernos la retórica oficial que ha magnificado dicho período como una hazaña de altura épica, fuente y modelo para otros países que deseen inspirarse en ella. Pero lo cierto es que la Transición fue un período tutelado donde no se impusieron los valores democráticos, sino la continuidad disfrazada del franquismo. Puede que los primeros años hubiese que sortear todos esos inconvenientes…¿pero y después? Son ya 43 años desde la muerte del dictador, y hasta ahora no han existido Comisiones de la Verdad o juicios al régimen franquista y a sus gerifaltes vivos. Y ahora, cuando el actual Gobierno del PSOE ha planteado la exhumación de Franco del Valle de los Caídos, toda la caverna política, social y mediática se ha rasgado las vestiduras…¿sorprendente? No, absolutamente lógico, dados los mimbres y las coordenadas donde nos movemos. En este sentido, Fernando Miñana lo ha expresado con meridiana claridad: «Sacar a Franco de España es mucho más que mover un esqueleto. Sacar a Franco es sacar al franquismo de nuestras instituciones, de nuestros tribunales, de nuestras fuerzas de seguridad, de nuestras leyes y de nuestra sociedad. Sacar a Franco es acabar con cada uno de sus monumentos y reducirlos hasta gravilla con la que construir lugares de memoria democrática (…). Sacar a Franco es cambiar España. Es recuperar la dignidad de nuestro país. Sacar a Franco es empezar a construir, de una vez, la democracia española«.
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