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El reto republicano

Fuentes: La Haine

A nadie se le escapa que la institución monárquica y la monarquía como idea son de todo plano antitéticas (opuestas y contradictorias) con la más elemental noción de lo democrático. Colocar en la base de la democracia una institución como la monarquía (superada por la historia y condenada desde 1789 por la teoría política) es […]

A nadie se le escapa que la institución monárquica y la monarquía como idea son de todo plano antitéticas (opuestas y contradictorias) con la más elemental noción de lo democrático. Colocar en la base de la democracia una institución como la monarquía (superada por la historia y condenada desde 1789 por la teoría política) es una aberración que atenta contra la inteligencia, pero también un despropósito que ha contado con el consenso social necesario para apuntalar el régimen que padecemos y su mito fundacional: la transición.

Es cierto que, a día de hoy, la monarquía como expresión política no entusiasma a casi nadie. No obstante, la aceptación colectiva de un estado de cosas, la asimilación de las reglas del juego de la dominación como una norma ahistórica, insuperable, invisible, no requiere una entusiasta adscripción al régimen, ni una movilización masiva de su base. Hegemonía es dominio sin policía, es coerción sin la generalización de la siempre indecorosa fuerza física -como siempre y afortunadamente, Euskal Herria rompiendo moldes-, es «orden» sin necesidad de dar órdenes. Hegemonía es imponer culturalmente la lealtad generalizada al estado de cosas por encima de los grados de excitación y entusiasmo que esas cosas generen.

Hoy la monarquía, amenazando las bases de la teoría política moderna, se integra en el sentido común (reaccionario por definición) e invoca a lo «democrático». Es gris, facha, aburrida, monocorde, inmoral e innecesaria, pero es lo dominante y forma parte del repertorio hegemónico de dominación.

Arranco desde esta desmoralizante constatación de lo real, para poder pasar a esbozar a trazos gruesos el campo político republicano como un espacio necesario de contrahegemonía, contrapoder desde la cultura y la critica social en el que cristalicen, en todo o en parte, otras experiencias de oposición, otras prácticas de resistencia e, incluso, determinadas sensaciones más o menos generalizadas de parte de lo que la demoscopia define como opinión pública.

Efectivamente, la encuestas parecen reflejar cierto despegue desde sectores bien definidos sociologicamente («los jóvenes») respecto a la corona y al rey. Me cuesta trabajo pensar que esa evolución, esa quiebra, tímida y embrionaria, parta de una reflexión colectiva que asuma como suyos los postulados de lo que hoy conforma la galaxia del republicanismo: la agitación lastimera en relación a «la memoria», la nostalgia de las bondades progresistas y laicas del 31 y la ignominia y fraude político de la transición. Todo ello, evidente, cierto y justo, conforma un proyecto de claras limitaciones políticas que condena al republicanismo contemporáneo a la periferia de la izquierda institucional. Me interesa mucho más ese rechazo amplio, juvenil y espontáneo de quienes, lejanos a las reivindicaciones basadas en la memoria se desmarcan del consenso, se distancian de una institución que, por definición, es una aberración política y no encaja en ese nuevo sentido común que comienza a construirse colectivamente desde determinados márgenes políticos y generacionales: crisis latente de la legitimidad formal, de sus iconos y representaciones institucionales. Su potencia es de un nivel superior al de toda la proyección política del republicanismo laicista que sobrevive a duras penas desde los últimos 70.

Las luchas contra el Partido Popular, al que echamos del poder gracias a un cúmulo de factores en los que las redes sociales jugaron un papel destacado (destacado no significa necesariamente «relevante» ni «decisivo»), han acumulado en la izquierda social (desde la insurgencia insurreccionalista al reformista anti-capitalista de, por ejemplo, Attac) un capital de credibilidad y legitimidad que no se conocía desde las luchas anti-OTAN, allá por la mitad de los 80. El republicanismo tiene ahora la posibilidad de materializar esa legitimidad en propuestas políticas que superen el punto muerto que nos impone la socialdemocracia en el poder, en apuestas organizativas que eviten las dispersión de lo acumulado.

Echar un vistazo a las web de las plataformas republicanas es, con todos mis respetos, desolador. Si nos propusiéramos desde allí bucear y componer un discurso político republicano, no llegaríamos mucho más allá de los recurrentes apartados de laicismo, de las proclamas esperanzadoras que invocan a procesos constituyentes desde no se sabe que rincón de la política, desde qué clase, sector o grupo social.

¿Qué hacer en un escenario en el que la socialdemocracia gobierna (y por lo tanto desactiva la potencialidad política de la protesta); donde el eclecticismo posmoderno padece una incapacidad ontológica para la intervención política (no basta con enunciarla, hay que poner el cuerpo y practicarla), e IU demuestra su falta de voluntad para construir credibilidad respecto a un proyecto que se empeña en crecer dentro de los limites de la legalidad formal, soldada a los pactos y compromisos de la transición, perdida en su entrampamiento institucional?

Levantar una bandera y la palabra contra la monarquía no debería materializarse exclusivamente en un acto de reclamo antifranquista, en una recuperación del laicismo progresista de un Azaña absolutamente recuperado por la socialdemocracia. Debería partir de un rechazo de plano a la transición en tanto que modelo bastardo en lo político y en lo social. Un rechazo de plano del consenso fraguado sobre la corona, que legitima a las fuerzas políticas, a las familias o corporaciones económicas, a los medios de comunicación y a los intelectuales que colectivamente construyen el imaginario hegemónico: la base cultural sobre la que trabaja muy plácidamente la maquinaria de explotación, el capital.

La lucha contra la monarquía y el proyecto político republicano debería partir conscientemente de esta realidad. Se le impone consensuar con las redes y movimientos activos un camino y un plan de trabajo que, en torno a una propuesta de superación y ruptura del marco jurídico y político que nos ha tocado vivir, agrupe las voces del No a la Guerra, del Prestige, de las Huelgas Generales, de las libertades y derechos civiles, de la cultura libre, la voz de lxs okupas, de lxs precarixs, comunistas, antifascistas, libertarixs y solidarixs; sin perder de vista que, en este viaje, el cuestionar formas jurídicas y políticas acabaría planteando la necesidad de cuestionar patrimonios, propiedades, trabajo asalariado y capital. Quizás desde esta perspectiva, la memoria histórica deje de ser un reclamo puntual de justicia y se incorpore a un proyecto amplio de cambio cultural.

No suele estar de más recuperar a Lenin (lo hace hasta Negri en su crítica a lo organizativo débil) y recordarnos regularmente que del espontaneísmo sólo se obtienen victorias efímeras y estrepitosas derrotas. El reto del republicanismo del siglo XXI debería ser un reto leninista: la necesidad y la obligada capacidad para pensar un proyecto político a la altura de lo necesario y construir una red, un bloque político que amalgame en torno a la república un imaginario de ruptura. Leo en Archipiélago que lo subversivo es «cualquier institución humana que mantenga juntos a los hombres y mujeres en libertad sin necesidad de ley o policía» cuando precisamente lo subversivo debería ser acabar con esa docilidad que hace posible un orden sin coerción física o legal. Ese, por ejemplo, debería ser el primer reto del republicanismo del siglo XXI.

* Gustavo Roig es miembro de la Asamblea de Nodo50