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Capitulo III del libro: Trotsky, el profeta desterrado

El revolucionario como historiador

Fuentes: Rebelión

Introducción En 1963 se publicó el tercer y definitivo tomo de la biografía de Trotsky, escrita por el historiador polaco de origen judío Isaac Deustcher (1907-1967), bajo el título de El profeta desterrado. Deutscher había emprendido a principios de la década de 1950 una investigación de largo aliento, que pretendía restituir la memoria histórica de […]

Introducción

En 1963 se publicó el tercer y definitivo tomo de la biografía de Trotsky, escrita por el historiador polaco de origen judío Isaac Deustcher (1907-1967), bajo el título de El profeta desterrado. Deutscher había emprendido a principios de la década de 1950 una investigación de largo aliento, que pretendía restituir la memoria histórica de Trotsky, corroída por el estalinismo, y ofrecer una interpretación de su legado político desde una perspectiva marxista heterodoxa. Debe destacarse que, cuando apareció el primer libro de la trilogía en 1954, tal era la solidez documental exhibida que ningún historiador soviético se ocupó de él para refutarlo (práctica que era habitual en sus comentarios sobre las obras de sovietología publicadas en Occidente).

Esta parte del estudio biográfico de Deutscher cubre el intervalo cronológico que va de 1929 a 1940, es decir el período correspondiente al último destierro de Trotsky. En su tercer capítulo, titulado «El revolucionario como historiador», el autor analiza con profundidad y erudición la obra historiográfica de Trotsky, gestada durante su permanencia en la isla de Prinkipo, en Turquía. En aquel tiempo, Trotsky alcanzó la cúspide como escritor e historiador, testimonio de lo cual fueron sus principales obras en esta materia: Mi vida (1930) e Historia de la Revolución Rusa (1932), que son examinadas por Deutscher, en consideración de las excepcionales y dramáticas circunstancias de vida de su autor. Deutscher, quien sentía por Trotsky una profunda admiración – expresada a través de toda su obra – , expone una equilibrada valoración de su labor como historiador, destacando su excelencia metódica, narrativa y su fuerza artística, además de referir ciertas limitaciones de perspectiva.

Cabe destacar la apreciación que expone, según la cual en Trotsky no había necesidad de combinar el partidarismo extremo con la objetividad rigurosa, ya que éstas se hallaban consustanciadas en su trabajo. De la misma manera, cuando sostiene que su obra histórica es la más dialéctica producida por la escuela marxista desde los escritos de Marx.

En cuanto a la Historia de la Revolución Rusa enjuicia que: «Como historia de una revolución, escrita por uno de sus protagonistas, es única en la literatura mundial»; y que:»Ningún otro bolchevique ha producido ni podía producir una versión tan grandiosa y espléndida de los acontecimientos de 1917 […]».

Como se evidencia, la trilogía de Deutscher rindió tributo no sólo a uno de los más descollantes revolucionarios del siglo XX, sino a uno de sus mejores historiadores (hecho que hasta hoy la historiografía académica tiende a silenciar).

Isaac Deutscher fue, junto con el ensayista polaco Andrzej Stawar, uno de los primeros intelectuales marxistas que dedicó un estudio a la Historia de Trotsky. En éste, analiza problemas teóricos, cual es el papel de las masas revolucionarias en la historia, la objetividad histórica, la interacción de los factores objetivos y subjetivos en el proceso revolucionario, el rol del individuo en la historia, entre otras cuestiones abordadas por Trotsky.

Es verdad que en la obra biográfica de Deutscher existen consideraciones discutibles y aun errores e inexactitudes, como lo anotaron en su día Jean van Heijenoort y, sobre todo, Pierre Broué, notable historiador marxista. Con todo, el libro de Deutscher, como cuadro general de la historia revolucionaria de Rusia, por su rica concepción del movimiento de los hechos y de las ideas, por sus originales y sugerentes interpretaciones y por su magistral manera de escribir (un estilo brillante, intenso y dramático, en que se advierte claramente la poderosa influencia de Trotsky), es una obra aún no superada. Además, es el trabajo publicado que más ha influido en el conocimiento de la lucha de Trotsky en el curso de los últimos cincuenta años.

La trilogía El profeta se dio a conocer por primera vez en español (en la esmerada traducción de José Luis González), durante la segunda mitad de los años sesenta, bajo el sello de Ediciones Era, de México. En 2007, ha contado con una nueva edición a cargo de Lom Ediciones, de Santiago de Chile (*), publicación que contribuirá a que una nueva generación de lectores descubra este clásico de la literatura histórica contemporánea.

Gabriel García Higueras

(*) Esta edición ha sido posible gracias a un acuerdo general entre ambas editoriales, acuerdo que implica también a Txalaparta, ampliamente conocida en los medios militantes del Estado Español. Según nuestra nos ha comunicado la propia editorial, quizás un acuerdo sobre apoyos permita a ésta realizar otra edición.

Isaac Deutscher: Trotsky, el profeta desterrado.

El revolucionario como historiador (*)

Al igual que Tucídides, Dante, Maquiavelo, Heine, Marx, Herzen y otros pensadores y poetas, Trotsky alcanzó su plena eminencia como escritor en el exilio, durante los pocos años de Prinkipo. La posteridad lo recordará como el historiador, así como el dirigente, de la Revolución de Octubre. Ningún otro bolchevique ha producido ni podía producir una versión tan grandiosa y espléndida de los acontecimientos de 1917; Y ninguno de los muchos escritores de los partidos antibolcheviques ha presentado nada que pueda comparársele desde otro punto de vista. La promesa de este logro pudo discernirse en Trotsky desde muy temprano. Sus descripciones de la revolución de 1905 constituyen hasta el día de hoy el panorama más vívido de aquel «ensayo general» para 1917. Trotsky produjo su primera narración y análisis de los sucesos de 1917 apenas unas cuantas semanas después de la insurrección de octubre, durante los recesos de la conferen­cia de paz de Brest-Litovsk; y en los años subsiguientes continuó trabajando en su interpretación histórica de los acontecimientos en los que había ac­tuado como protagonista. Había en él una doble vis histórica: el anhelo del revolucionario de hacer historia y el impulso del escritor para descri­birla y captar su significado.

Todos los desterrados reflexionan sobre el pasado; pero sólo unos pocos, muy pocos, conquistan el futuro. Apenas alguno entre ellos, sin embargo, ha tenido que luchar por su vida, moral v físicamente, como luchó Trots­ky. Stalin en un principio le infligió el exilio como solían infligirlo los romanos: como sustituto de la pena de muerte; y no habría de quedar con­forme con el sustituto. Aun antes de que Trotsky fuera asesinado física­mente, sus asesinos morales trabajaron durante años, primero borrando su nombre de los anales de la revolución y después reinscribiéndolo como sinónimo de contrarrevolución. Trotsky el historiador, por consiguiente, libró dos luchas: defendió a la revolución contra sus enemigos, y defendió su propio lugar en ella. Ningún escritor ha creado su obra principal en condiciones similares, llamadas a inflamar todas sus pasiones, a despojar­lo de todo pensamiento sereno y a deformar su visión. En Trotsky todas las pasiones fueron despertad as, pero su pensamiento permaneció sereno y su visión clara. Él evocó con frecuencia la máxima de Espinosa: «Ni llorar ni reír, sino entender»; pero él mismo no pudo dejar de llorar y de reír; con todo, entendió el partidismo extremo con la objetividad rigurosa. No le hacía falta combinarlos: ambas cosas eran el calor y la luz de su obra, y al igual que el calor y la luz estaban indisolublemente ligados. El se mofó de la «impar­cialidad» y la «justicia conciliadora» del erudito que pretende «subir a la muralla de una ciudad amenazada y hacerse oír al mismo tiempo por los sitiadores y los sitiados» (1). Su propio lugar estaba, como había estado en los años de 1917 a 1922, dentro de la amenazada ciudad de la revolución. Sin embargo, su participación en la lucha, lejos de nublar su visión, la hace más clara. Su antagonismo frente a las viejas clases gobernantes de Rusia y sus sostenedores voluntarios e involuntarios, lo hace ver claramen­te no sólo sus vicios o sus debilidades, sino también las endebles e ineficaces virtudes que poseían. Aquí, como en el mejor pensamiento militar, el par­tidismo extremo y la observación escrupulosamente sobria van, en efecto, de la mano. Para el buen soldado nada es más importante que obtener una visión realista del «otro lado de la línea», una visión exenta de optimismo infundado y de emoción. Trotsky, el comandante de la insurrección de octubre, actuó sobre la base de este principio; y Trotsky el historiador hace lo mismo. Logra en su imagen de la revolución la unidad de los elementos subjetivos y objetivos.

Su obra histórica es dialéctica como no lo es tal vez ninguna otra pro­ducida por la escuela de pensamiento marxista desde Marx de quien de­rivó su método y su estilo. Junto a las obras históricas menores de Marx, La lucha de clases en Francia, El 18 Brumario de Luis Bonaparte y La guerra civil en Francia, la Historia   de Trotsky aparece como la gran pin­tura mural junto a la miniatura. Mientras que Marx se alza muy por encima de su discípulo en cuanto al poder de su pensamiento abstracto y su imaginación gótica, el discípulo es superior como artista épico, espe­cialmente como maestro de la presentación gráfica de las masas y los individuos en acción. Su análisis sociopolítico y su visión artística concuerdan a tal punto que no hay trazas de divergencia alguna. Su pensamiento y su imaginación se elevan juntos. Expone su teoría de la revolución con la tensión y el élan de la narrativa; y su narrativa adquiere profundidad a partir de sus ideas. Sus escenas, semblanzas y diálogos, sensuales en su reali­dad, están iluminados interiormente por su concepción del proceso históri­co. Muchos críticos no marxistas han quedado impresionados por esta cualidad distintiva de su manera de escribir. He aquí, por ejemplo, lo que escribe un historiador británico, A. L. Rowse:

«La verdadera importancia de la Historia   de Trotsky no reside en la ca­pacidad que tiene éste de pintar con palabras, ya sean personajes o sucesos, aunque ciertamente su talento es tan brillante e incisivo que hace recordar continuamente a Carlyle. Hay algo de la misma técnica, incluso del mismo modismo, en la manera como las luces rápidas se des­plazan a través de la escena y curiosos episodios particulares adquieren singular relieve y significación general; algo de la misma dificultad para seguir la secuela de los acontecimientos (¡las luces son tan cegadoras!), podría añadirse. Pero en tanto que Carlyle no tenía otra cosa en que apo­yarse fuera de su magnífica intuición, Trotsky tiene a su disposición una teoría de la historia que le permite aprehender lo que es significativo y relacionar las cosas entre sí. Esto mismo puede ilustrarse mejor median­te una comparación con The World Crisis de Winston Churchill, pues los dos hombres no son disímiles en cuanto a su carácter y sus dotes mentales. Pero aquí también se nota la diferencia, pues la, historia del Sr. Churchill, pese a toda su personalidad, vivacidad y vitalidad, rasgos que tiene en común con Trotsky, no tiene tras de sí una filosofía de la historia». (2)

La observación sobre la similitud entre Trotsky y Churchill es correcta: en sus polos opuestos, los dos hombres representan la misma fusión de rea­lismo y romanticismo, la misma pugnacidad, la misma inclinación a mirar, y a avanzar, delante de su clase y de su ambiente, y el mismo impulso a hacer y escribir historia. No es necesario negar a Churchill una «filo­sofía de la historia», aunque sólo la sustente de manera instintiva; pero es cierto que la teoría de Trotsky es una teoría cabalmente formada y ela­borada. Lo importante es que su Weltanschauung teórico satura su sensi­bilidad, amplía su intuición y perfecciona su visión. Y, aun cuando tiene en común con Carlyle la intensidad y la deslumbrante brillantez de las imágenes, también posee la solidez y la claridad de expresión y el equili­brio de los más grandes historiadores clásicos. Él es, en efecto, el único historiador de genio que la escuela de pensamiento marxista ha producido hasta ahora… y hasta ahora ha rechazado. (3)

De las dos obras históricas capitales de Trotsky, Mi vida y la Historia , la primera es, por supuesto, la menos ambiciosa. En cierto sentido la escribió demasiado temprano, aunque si no la hubiese escrito en 1929, o poco después, tal vez no la habría escrito nunca. En lo fundamental narra la mitad de su historia, la de su triunfo revolucionario; sólo esboza el co­mienzo de la otra mitad, que aún estaba en vías de desenvolvimiento. Trotsky concluyó el libro al cabo de unos cuantos meses en el exilio, sólo cinco años después aproximadamente, del comienzo en serio de su lucha con Stalin. El conflicto era todavía demasiado reciente, y al relatarlo se vio estorbado por consideraciones tácticas y falta de perspectiva. Lo que él habría de vivir en los próximos once años no sólo tendría mayor peso en sí mismo, sino que se reflejaría sobre toda su experiencia anterior: toda su vida adquiriría el resplandor de la tragedia a partir de su grave y dolo­roso epílogo. Trotsky concluyó Mi vida con una afirmación que desafiaba a quienes hablaban de su tragedia: «Yo disfruto de este espectáculo, cada uno de cuyos cuadros sé interpretar…», repitió con Proudhon. «Lo que a otros destruye, a mí me exalta, me enardece y me conforta; ¿cómo, pues… pretender que me lamente de mi suerte…?» (4) ¿Habría repetido esas palabras unos cuantos años más tarde? En cierto sentido, si sé sostu­viera que la tragedia incluye necesariamente la penitencia del protagonista, no hubo tragedia alguna en Trotsky: en ningún momento, hasta el fin, hubo penitencia en él. Al igual que Shelley, que no podía soportar que su Prometeo terminara humillándose ante Júpiter, Trotsky fue «contrario a una catástrofe tan débil». Su tragedia fue la tragedia moderna del pre­cursor en conflicto con sus contemporáneos, la tragedia cuyo ejemplo él mismo vio en Babeuf. Sólo que el suyo fue un drama mucho más grande, de una fuerza catastrófica mucho mayor. Con todo, ni siquiera de esta clase de tragedia hay una premonición en su autobiografía, que en conse­cuencia deja la impresión de una cierta superficialidad en la visión que tiene el escritor de su propio destino, la superficialidad característica del protagonista de una tragedia inmediatamente antes de que el desastre lo asalte por los cuatro costados. .

La parte menos convincente de Mi vida la forman sus últimos capítu­los, donde Trotsky relata su lucha con Stalin. Aun allí nos brinda una gran riqueza de comprensión, narración y caracterización; pero no va a las raíces del asunto y deja explicado a medias el ascenso de Stalin Presenta a éste demasiado como el villano ex machina, y sigue viéndolo como lo había visto años antes, demasiado insignificante para ser su antagonista, no digamos ya para dominar el escenario del Estado soviético y del comunismo inter­nacional durante tres décadas completas. «Los principales elementos direc­tivos del Partido -entre los demás apenas si se le conocía- tenían de él la impresión de que era un hombre a quien sólo se podían encomendar funciones de segundo o tercer rango», dice; y sugiere que, aunque Stalin ha llegado a desempeñar funciones de primer rango, su poder durará muy poco. (5) Conviene recordar que Lenin, en su testamento, describió a Stalin como uno de «los dos hombres más capaces en el Comité Central», siendo Trotsky el otro, y le advirtió al Partido que la animosidad entre los dos constituía el peligro más grave para la revolución. Trotsky no podía dis­frazar las razones políticas más amplias del ascenso de Stalin y muestra a éste como la encarnación del aparato del Partido y de la nueva buro­cracia ansiosa de poder y privilegios. Con todo, no pudo explicar de manera convincente por qué los cuadros bolcheviques dirigentes ayudaron primero a la usurpación y después se corrompieron con ella, y por qué todo ello condujo a formas tan extraordinarias de la lucha interna del Partido. Como autobiógrafo no menos que como jefe de la Oposición , Trotsky pasa por alto virtualmente la supresión, por parte del bolchevismo, de todos los partidos y su autosupresión, de la cual Stalin fue el agente supremo. No ve por qué el Partido tuvo que volver contra sí mismo las armas que había esgrimido, con mucha menos fiereza, contra sus enemigos; y el hecho de que lo hiciera le parece el resultado de una simple «conspiración». (6)

Con todo, Mi vida sigue siendo una autobiografía magistral. François Mauriac compara acertadamente sus capítulos iniciales con las descripcio­nes de la infancia de Tolstoi y Gorki.(7) Trotsky posee la misma frescura «infantil» de la visión y la misma memoria visual casi inagotable, el mismo poder de evocación de ambientes y estados de ánimo y la misma aparente facilidad para dar vida a personajes y escenas. Con uno o dos pequeños trazos que describen una mueca, un gesto o el destello de una mirada co­munica la interioridad y el sabor moral de un ser humano. De esta manera presenta galerías enteras de parientes, criados, vecinos, maestros de escue­la, etc. He aquí unos cuantos ejemplos, aunque su prosa es demasiado apre­tada para que cualquier extracto pueda ser ni remotamente tan vibrante de vida como lo es en su contexto. Trotsky describe así al director de su escuela en Odesa: «Aborrecía por temperamento al género humano. No miraba nunca a la cara a la persona con quien hablase, se deslizaba sin hacer ruido, pisando sobre sus suelas de goma, por los pasillos y las clases y tenía una vocecilla delgada y cálida de falsete que, cuando se elevaba, infundía espanto. Y aunque por fuera aparentaba serenidad, interiormente estaba siempre irritado y de mal humor.» Uno de los profesores era «flaco, con un bigote enhiesto sobre una cara verduzco-amarillenta, con la mirada siempre triste, y gesto de fatiga como si acabase de despertar, siempre tosiendo y escupiendo… apenas se interesaba por los chicos… A los pocos años de esto, se daba un tajo en el cuello con una navaja de afeitar». Otro profesor: «Un hombre alto y de continente digno, sobre cuya nari­cilla colgaban las gafas de oro y que tenía la cara redonda orlada por una barbilla escasa y varonil. Pero cuando sonreía, hasta nosotros mismos com­prendíamos que aquel continente de dignidad no era más que aparente y que, en el fondo, se trataba de un hombre sin voluntad, tímido, desga­rrado interiormente..» y otro más: «Un germano gigantesco, con una cabeza voluminosa y una barba que le llegaba hasta la cintura. Sobre sus pies diminutos, casi infantiles, oscilaba aquel cuerpo grávido que parecía un vaso colmado de bondad. Struve era una buenísima persona; le dolía que sus alumnos no progresasen en su asignatura…» (8)

Al escribir sobre las familias señoriales vecinas de la suya, Trotsky nos hace ver cómo y por qué tenían «los días contados». Todas «caminaban rápidamente hacia la ruina». «La familia Guertopanov era el prototipo del linaje noble arruinado. Su finca…había dado a una gran parroquia y a una comarca extensa, pertenencia toda ella, en otro tiempo, de la familia…Timofei Isáievich, el dueño de la finca, vivía de escribir cartas, instancias y memoriales para los labriegos. Cuando alguna vez venía de visita a nues­tra casa, se llevaba escondido en las mangas tabaco y azúcar. Y lo mismo su mujer. Esta, salpicando saliva, nos contaba sus recuerdos de juventud, de aquellos tiempos en que vivía rodeada de esclavas, pianos, sedas y perfu­mes. De sus hijos, dos se criaban casi como analfabetos: el más pequeño, Víctor, estaba de aprendiz en nuestro taller.» Y he aquí un retrato de un terrateniente judío: «El viejo, Moisés J Jaritónovich…, había sido edu­cado a la manera noble; hablaba francés de corrido, sabía tocar el piano…Apenas podía manejar la mano izquierda, pero le bastaba con la derecha, según él, hasta para dar conciertos. » De pronto, dejaba de tocar, se iba al espejo y, si nadie le veía, con un cigarrillo encendido se quemaba la barba por todas partes, para darle forma.» Y detrás de estas galerías de terratenientes en bancarrota y de agricultores advenedizos, jornaleros ham­brientos y parientes diversos, se deja sentir siempre el aliento de la estepa ucraniana: «El nombre de Fals-Fein (un terrateniente, el «rey de las ovejas») evocaba las pisadas de miles y millones de patas de ovejas y el balido de corderos innumerables, los silbidos y los gritos de los pastores de la estepa. . . y los ladridos de innúmeros perros de rebaños. Era como si la propia estepa pronunciase este nombre, bajo los agobiantes calores y los hielos inhumanos.» (9)

Del ambiente de su infancia Trotsky nos lleva a los primeros círculos revolucionarios de Nikoláiev, las cárceles de Odesa y Moscú, las colonias de exiliados en Siberia; y a continuación nos muestra la galaxia de redac­tores de Iskra, el cisma en el segundo Congreso del Partido y el nacimien­to del bolchevismo. En toda la literatura sobre ese periodo no hay una sola memoria o relato testimonial que ofrezca una imagen tan gráfica del cisma como la que nos da Mi vida. El hecho de que Trotsky hubiese sido menchevique en 1903, pero escribiera como bolchevique, tiene mucho que ver con su descripción de la atmósfera y su caracterización de los perso­najes. Retrospectivamente se sitúa junto a Lenin, pero también tiene que hacerse justicia a sí mismo, a Mártov, Axelrod y Zasúlich, y explicar por qué todos ellos se opusieron a Lenin. A diferencia de casi todos los memo­ristas bolcheviques y mencheviques, él muestra a cada uno de los grupos opuestos desde adentro; y aunque ahora condena políticamente a los men­cheviques y a sí mismo, lo hace con comprensión y simpatía. Aun antes de introducimos en la controversia política, nos hace sentir el conflicto subyacente de los personajes:

«Mártov no se sentía, manifiestamente, muy a gusto al lado de Lenin, de quien era, por entonces, el más íntimo colaborador. Seguían tratán­dose de tú, pero sus relaciones eran ya bastante frías. Mártov vivía al día, entregado a los temas cotidianos…Lenin pisaba con pie firme en el hoy, pero su pensamiento se remontaba al mañana. Mártov era hombre de ocu­rrencias innumerables, muchas veces ingeniosísimas, de hipótesis, de pro­yectos, de los cuales con frecuencia ni él mismo volvía a acordarse. En cambio, Lenin asimilaba tan sólo aquello que necesitaba y a medida que lo necesitaba. La manifiesta fragilidad de las ideas de Mártov hacía a Lenin, muchas veces, menear la cabeza preocupado…podemos decir que Lenin, aun antes de la escisión y del Congreso, era de los «duros» y Mártov de 108 «blandos». Y ambos lo sabían. Lenin, que apreciaba mucho a Mártov, le contemplaba inquisitivamente y con un cierto recelo, y Mártov, que comprendía aquella mirada, sentíase agobiado bajo ella y en sus hombros escuálidos había un temblor nervioso. En sus charlas, cuando coincidían en algún sitio, no se percibía ya ninguna nota cordial ni la menor broma, a lo menos en mi presencia. Lenin no miraba a Mártov cuando hablaba, y los ojos de éste se escondían, apagados, detrás de sus lentes torcidos y siempre sucios. Cuando Lenin me hablaba del otro, su voz tenía una entonación rara: «¡ Ah, sí!, ¿eso ha dicho Yulii?», y pronunciaba el nombre de un modo muy especial, con una ligera in­flexión, como si quisiera precaverle a uno y decirle: «Es un hombre excelente, magnífico; pero ¡cuidado! muy blando.» (10)

  El lector siente de inmediato la fuerza del destino gravitando en este momento sobre los dos «colaboradores más íntimos», y de la derrota que se cierne sobre la figura frágil y desaliñada de Mártov. Trotsky no olvida todo lo que en su juventud le debió a Mártov; y así, incluso al juzgarlo definitivamente, lo hace con melancólica cordialidad: «Mártov…es una de las figuras más trágicas del panorama revolucionario. Era un escritor de extraordinario talento, un político pletórico de ideas y un pensador sutil, cualidades todas que le ponían muy por encima de la corriente ideológica por él representada. Pero en sus ideas faltaba la audacia y en su agudeza la médula de la voluntad. Y estas dotes no era posible suplirlas con la capacidad para aferrarse a las cosas. La primera reacción que los hechos producían en él era siempre revolucionaria. Pero como la idea no estaba apoyada en el resorte de la voluntad, duraba poco.» La falta de voluntad activa es descrita aquí como la debilidad fundamental que paraliza a una mente sutil y un carácter noble. ¡Cuán diferente es la siguiente semblanza de Plejanov, trazada con discreta antipatía!:

«…Plejanov tuvo una cierta intuición de lo que era Lenin. «De esa ma­dera -le dijo a Axelrod, refiriéndose a él- se hacen los Robespierres.» Personalmente, Plejanov no hizo un papel muy brillante en el Congreso. Sólo una vez le vimos y oímos en todo su esplendor; fue en el seno de la comisión encargada de redactar el proyecto de programa. Le nombra­ron para presidirla, y había que verle allí, con una visión clara y cien­tífica del problema en la cabeza, seguro de sí mismo, de sus conocimien­tos, de su superioridad, con aquella mirada gozosa y llena de fuego irónico, con aquellos mostachos puntiagudos y divertidos, ya salpicados de canas, con aquel gesto un tanto teatral, pero vivo y lleno de expre­sión, ilustrando a la numerosa asamblea y derramando sobre ella, como un viviente fuego de artificio, su cultura y su ingenio. (11)

¡Cuán devastadora es esta imagen aparentemente halagadora del hom­bre, con la fatuidad y la vanidad que su brillantez no alcanzaba a ocultar, y con la alusión al fuego de artificio que estaba a punto de desvanecerse en la oscuridad!.

No menos sugestivas y memorables son las semblanzas de los jefes.del socialismo europeo en los años de la primera preguerra: August Bebel, Karl Kautsky, Jean Jaurès, Victor Adler, Rudolf Hilferding, Karl Renner y muchos otros. En un pasaje breve y a menudo humorístico, Trotsky nos dice más que muchos volúmenes eruditos sobre la época y los hombres. Relata, por ejemplo, cómo en 1902, después de su primera evasión de Sibe­ria, se detuvo en Viena, sin un centavo, hambriento, pero imbuido de la importancia de su misión, y se dirigió a la sede del Partido Socialdemócrata para pedirle al célebre Victor Adler que lo ayudara a continuar su viaje a Londres. Es domingo: las oficinas están cerradas. En las escaleras se encuentra con «un caballero alto, de aspecto nada acogedor», al que le pregunta por Victor Adler. «¿Cómo, no sabe usted qué día es hoy?», le replica con severidad el caballero. «Hoy es domingo», y hace ademán de seguir su camino. «Lo mismo da, necesito vede.» Entonces el caballero contesta «con una voz terrible, como si mandase a un batallón en un asalto: ‘¡ Ya se le ha dicho a usted que los domingos el doctor Adler no recibe!'» Trotsky trata de hacerle comprender al viejo la urgencia de su asunto; pero éste le grita: «¡ No importa! ¡Aunque fuese diez veces más urgente todavía! ¿Lo entiende usted? ¡Aun cuando trajese usted, ¿me comprende?, la noticia del asesinato del mismo zar y de que había esta­lIado la revolución en Rusia, ¿me comprende usted?, no tendría derecho a venir a turbar el descanso del doctor en un domingo!» Quien así hablaba era Fritz Austerlitz, el famoso director del Arbeiterzeitung, el «terror de su propia redacción», que en 1914 habría de convertirse en uno de los más chovinistas propagandistas de la guerra (12)

En aquellas escaleras el joven revolucionario, recién salido de la clan­destinidad rusa, tropezó de frente con la encarnación de la burocracia or­denada, jerárquica y plagada de rutina del socialismo europeo. En unas cuantas oraciones relata su encuentro con Adler, a cuyo domicilio al fin y al cabo logró llegar: «un hombre de estatura regular, encorvado, casi giboso, con ojos hinchados y cara de fatiga». Trotsky se disculpó por in­terrumpir su descanso dominical. «‘¡Siga, siga usted!…, dijo mi inter­locutor con cierta severidad externa, pero en un tono que no era para imponer, sino, al contrario, que animaba. Aquel hombre resplandecía es­píritu por todas las arrugas de la cara.» Trotsky le contó la conversación que había tenido en el portal del periódico. «‘¿Ah, sí? ¿Eso le han dicho a usted? ¿Y quién puede haber sido? ¿Alto? ¿Y gritaba mucho? ¡Ah, era Austerlitz! ¿Dice usted que gritaba? iSí, era Austerlitz, no hay duda! No le dé usted importancia. Trayéndome noticias de la revolución rusa, puede llamar a mi puerta a cualquier hora de la noche». Estos pocos renglones nos revelan otro elemento del socialismo europeo de la primera preguerra: la sensitiva inteligencia del viejo dirigente precursor, quien, sin embargo, se va convirtiendo gradualmente en el glorioso prisionero del sargento ma­yor del partido. El libro contiene centenares de tales incidentes y diálogos lacónicos y expresivos.

Cuando Trotsky llega al clímax de su vida, la Revolución de Octubre y la Guerra Civil , lo describe con la mayor parquedad, con toques poco abundantes y casi impresionistas. Así describe, por ejemplo tomado al azar, la corriente de sentimiento popular que se hallaba en la base del breve triunfo de la reacción en los días hambrientos y tormentosos de julio de 1917, cuando el bolchevismo pareció liquidado y Lenin, acusado de ser espía alemán, tuvo que esconderse. Trotsky nos introduce en el comedor del Soviet de Petrogrado:

«Advertí que Gráfov [un soldado encargado del comedor] procuraba es­coger para mí el vaso de té más caliente y el panecillo más relleno. Era evidente que aquel hombre simpatizaba con los bolcheviques, aunque quisiera ocultarlo a sus superiores. Seguí observando. Gráfov no estaba solo. Todo el personal subalterno del Smolny, porteros, correos, centine­las, se inclinaban a nuestro lado. Entonces comprendí que teníamos an­dada la mitad del camino. Pero, por el momento, sólo la mitad. (13)

El comentario de un niño, el «cuello sucio de la camisa» de Lenin un día después del levantamiento de octubre, el espectáculo de un corredor largo, oscuro y lleno de gente en Smolny, lleno de vida como un hormi­guero, un episodio grotesco que ocurre en medio de una batalla decisiva, y un diálogo sucinto: tales detalles son, principalmente, los que utiliza Trotsky para comunicar el color y el aire de una escena histórica. Su fuer­za artística reside en su enfoque indirecto de acontecimientos que son de­masiado inmensos para ser descritos frontalmente (en una autobiografía) y demasiado grandes para ser narrados con palabras grandes.

Se ha dicho que Mi vida pone de manifiesto el egoísmo de Trotsky y su tendencia a dramatizar sus propios actos. Siendo la autobiografía un género «egoísta» por definición, esta crítica equivale a decir que no debió haberlo cultivado. El propio Trotsky tuvo sus escrúpulos «marxistas», que subsis­tieron incluso mientras le ponía título a su obra. «Si yo hubiese escrito estas memorias en circunstancias diferentes», se disculpa, «aunque en otras circunstancias difícilmente habría llegado a escribirlas, habría vacilado en incluir mucho de lo que digo en estas páginas.» Pero estaba obligado a contrarrestar el alud de falsificaciones estalinistas que cubría cada una de las partes de la historia de su vida. «Mis amigos están en la cárcel o en el exilio. Me veo obligado a hablar de mí…No sólo se trata de la verdad histórica, sino también de una lucha política que todavía continúa.» Se hallaba en la situación de un hombre sentado en el banquillo de los acu­sados, un hombre a quien se le imputa todo crimen imaginable y no ima­ginable, que trata de vindicarse ofreciéndole al tribunal una narración completa de sus actos y a quien entonces se le manda callar a gritos por preocuparse demasiado de sí mismo.

Esto no equivale a negar que en Trotsky había una indudable veta de egocentrismo. Esta pertenecía a su naturaleza artística; se desarrolló du­rante los años prerrevolucionarios, cuando, no siendo ni bolchevique ni menchevique, siguió su propio camino; y la difamación estalinista, que lo obligó a asumir una actitud defensiva intensamente personal, la hizo aflo­rar a primer plano. Con todo, de la «dramatización» de sus propios actos sólo podría hablarse si su autobiografía, o cualquier biografía suya, pu­diera hacer en modo alguno que su vida pareciera más dramática de lo que fue en realidad. En la medida en que en Mi vida él no estaba cons­ciente aún de la índole trágica de su destino, sería más correcto decir que subestimó el dramatismo de su vida. Tampoco, como veremos más ade­lante, existe base alguna para afirmar que haya exagerado la importancia de su papel en la revolución. Tanto en Mi vida como en la Historia , su verdadero héroe no es él mismo sino Lenin, a cuya sombra se colocó deli­beradamente.

Otros han criticado Mi vida por su falta de introspección y por el hecho de que el autor no revela su mente subconsciente. Cierto es que Trotsky no produce ningún «monólogo interior», no alude a sus sueños o comple­jos y observa una reticencia casi puritana en lo tocante al sexo. Mi vida es, después de todo, una autobiografía política, política en un sentido muy amplio. Con todo, el respeto del autor por la médula racional del psicoaná­lisis se revela en el cuidado que pone en la descripción de su infancia, donde no omite posibles pistas para el psicoanalista, tales como las experiencias y «accidentes» de los años infantiles, los juguetes, etc. (El relato comienza con las palabras: «Más de una vez me ha acontecido creer recordar hasta los tiempos en que andaba colgado del pecho de mi madre».) Trotsky ofrece esta explicación incidental de la cautela con que ve la introspección freudiana: «La memoria…no tiene nada de desinteresada», dice en el prólogo. «Tiende con frecuencia a descartar o dejar recatados en un rin­cón sombrío aquellos episodios que no le parecen favorables al instinto vital que la vigila… Pero dejemos estas cuestiones al ‘psicoanálisis’, in­genioso y divertido a ratos, aunque más arbitrario y caprichoso que ameno casi siempre.» El se había acercado al psicoanálisis con seriedad y sim­patía suficientes para conocer sus deficiencias; y no tenía ni el tiempo ni la paciencia necesarios para entregarse a conjeturas «arbitrarias y ca­prichosas» sobre su subconsciente. En lugar de ello, ofreció un autorre­trato notable por su consciente integridad y calor humano.

Como obra política, Mi vida no logró cumplir su objetivo inmediato: no causó impresión en el público comunista al que estaba primordialmente destinada. Para los miembros ordinarios del Partido, su mera lectura era una herejía; y no la leyeron Los pocos que sí la leyeron se sintieron ofen­didos u hostilizados. O estaban entregados al culto de Stalin, y el libro sólo sirvió para confirmarles las imputaciones estalinistas sobre la ambición personal de Trotsky; o bien se escandalizaron de ver a un jefe de la revo­lución incurrir en la composición de su autorretrato. «He aquí a Trotsky, el Narciso. en el acto de adularse a sí mismo», fue un comentario típico, y así los comunistas pasaron por alto el rico material histórico que Trotsky les brindó, su comprensión de la revolución y su interpretación del bolchevismo, de todo lo cual pudieron haber extraído muchas lecciones. Por otra parte, el libro encontró un amplio público burgués, que admiró sus cualidades literarias pero no se interesó en su mensaje. «Me in Leid ertönt der unbekannten Menge, Ihr Beifall selbst macht einem Herzen bang…,» pudo haber dicho Trotsky de sí mismo.

La Historia   es la obra culminante de Trotsky, tanto en escala como en fuerza, y por ser la expresión más plena de sus ideas sobre la revolución. Como historia de una revolución, escrita por uno de sus protagonistas, es única en la literatura mundial. .

Trotsky nos introduce en la escena de 1917 con un capítulo, «Particu­laridades en el desarrollo de Rusia», que sitúa los acontecimientos en una profunda perspectiva histórica; y en este capítulo el lector reconoce de in­mediato una versión enriquecida y madura de su primera exposición de la Revolución Permanente , hecha en 1906. (14) Se nos muestra a Rusia entrando en el siglo XX sin haberse liberado de la Edad Media y sin haber pasado por una Reforma y una revolución burguesa, y, sin embargo, con ele­mentos de una civilización burguesa moderna injertados en su arcaica exis­tencia. Obligada a avanzar bajo la superior presión económica y militar del Occidente, no pudo pasar por todas las fases del ciclo «clásico», del progreso europeo occidental. «Los salvajes pasan bruscamente de la flecha al fusil, sin recorrer la senda que separa en el pasado a esas dos armas.» La Rusia moderna no podía efectuar su propia Reforma ni hacer su propia revolución burguesa bajo la dirección de la burguesía. Su mismo atraso la obligaba a avanzar políticamente, sin tregua, hasta el punto que Europa occidental había alcanzado y a ir más allá: a la revolución socia­lista. Dado que su débil burguesía era incapaz de sacudirse la carga de un absolutismo semifeudal, su pequeña pero compacta clase obrera, apoya­da eventualmente por un campesinado rebelde, saltó a la palestra como la fuerza revolucionaria dirigente. La clase obrera no podía contentarse con una revolución que tuviera como resultado el establecimiento de una democracia burguesa; tenía que luchar por la realización del programa so­cialista. Así, en virtud de una «ley del desarrollo combinado», el extremo del atraso tendía hacia el extremo del progreso, y ello condujo a la explo­sión de 1917.

La «ley del desarrollo combinado» explica la fuerza de las tensiones den­tro de la estructura social de Rusia. Trotsky, sin embargo, trata la es­tructura social como un elemento «relativamente constante» de la situa­ción que no explica por sí mismo los acontecimientos de la revolución En una controversia con Pokrovsky, señala que ni en 1917 ni en la década anterior ocurrió ningún cambio fundamental en la estructura social de Rusia: la guerra había debilitado y puesto en evidencia esa estructura, pero no la había alterado. (15) La economía nacional y las relaciones básicas entre las clases sociales eran en 1917, en términos generales, las mismas que en 1912-14 e incluso que en 1905-07. ¿Qué podía explicar directamente, enton­ces, las erupciones de febrero y octubre y el violento flujo y reflujo de la re­volución en el ínterin? Los cambios en la psicología de las masas, contesta Trotsky. Si la estructura de la sociedad era el factor constante, la actitud y los estados de ánimo de las masas eran el elemento variable que deter­minaba el flujo y reflujo de los acontecimientos, su ritmo y su dirección. «El rasgo más indudable de una revolución es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. La revolución está presente en los nervios de aquéllas aún antes de que aparezca en la calle.» La Historia   es, por consiguiente, en gran medida, un estudio de la psicología de masas revolucionaria. Profundizando en la interrelación entre los factores «cons­tantes» y «variables», Trotsky demuestra que lo que determina la revolu­ción no es simplemente el hecho de que las instituciones sociales y políticas hayan vivido mucho tiempo en decadencia y estén clamando por ser derro­cadas, sino las circunstancias de que muchos millones de personas hayan escuchado por primera vez ese «clamor» y hayan cobrado conciencia del mismo. En la estructura social, la revolución había madurado mucho antes de 1917; en la mente de las masas no maduró sino en 1917. Así, paradó­jicamente, la causa más profunda de la revolución no reside en la movilidad de las mentes de los hombres, sino en su conservadorismo inerte; los hombres se alzan en masa sólo cuando comprenden súbitamente su retraso mental respecto de los tiempos y se disponen a superarlo de inmediato. Esta es la lección que enseña la Historia : ninguna gran transformación social se deriva automáticamente de la decadencia de un viejo orden; generacio­nes enteras pueden vivir bajo un orden decadente sin estar conscientes de ello. Pero cuando, bajo el impacto de alguna catástrofe como la guerra o el colapso económico, cobran conciencia del hecho, se produce la gi­gantesca erupción de desesperación, esperanza y actividad. El historiador, por tanto, tiene que «entrar en los nervios» y las mentes de millones de seres humanos a fin de sentir y transmitir la poderosa conmoción que da al traste con el orden establecido.

El erudito académico que orada montañas de documentos para recons­truir a partir de ellos un solo incidente histórico, dirá que ningún histo­riador puede «entrar en los nervios» de millones de personas. Trotsky tiene conciencia de las dificultades: las manifestaciones de la conciencia de las masas son fragmentarias y dispersas; y esto puede hacer incurrir al historiador en construcciones arbitrarias y falsas intuiciones. Pero él señala que, ello no obstante, el historiador puede comprobar la verdad o la false­dad de su imagen de la conciencia de las masas por medio de ciertas pruebas severamente objetivas. El historiador debe seguir fielmente la evi­dencia interna de los acontecimientos. Puede y debe cerciorarse de que el movimiento de la conciencia de las masas, tal como él lo percibe, sea con­secuente consigo mismo; que cada una de sus fases se derive de la anterior y conduzca claramente a la siguiente. Debe considerar, además, si el flujo de la conciencia de las masas es consecuente con el movimiento de los acontecimientos: ¿se reflejan los estados de ánimo del pueblo en los acon­tecimientos y reflejan aquellos a su vez a éstos? Si se aduce que las res­puestas a tales preguntas tienen que ser vagas y subjetivas, Trotsky replica refiriéndose, a la manera marxista, a la acción práctica como criterio final. Señala que lo que él está haciendo como historiador, lo hicieron él y otros dirigentes bolcheviques mientras efectuaban la revolución: apoyán­dose en el análisis y la observación hicieron conjeturas sobre las actitudes y los estados de ánimo de las masas. Todas sus decisiones políticas decisivas se apoyaron en esas «conjeturas»; y el transcurso de la revolución demues­tra que, pese a los errores ocasionales, aquéllas, en términos generales, fueron correctas. Si en el calor de la batalla el revolucionario fue capaz de formarse una idea aproximadamente correcta de las emociones, y los pensamientos políticos de millones de personas, no hay razón para que el historiador no pueda formársela después del acontecimiento.

La manera como Trotsky describe a la masa en acción tiene mucho en común con el método de Eisenstein en el clásico Potiomkin. Selecciona unos cuantos individuos de entre una multitud, los presenta en un momento de excitación o apatía y los deja expresar su estado de ánimo en una frase o un gesto; a continuación vuelve a mostrarnos la multitud, una multitud densa y llena de vida, arrastrada por una poderosa emoción o pasando a la acción; y reconocemos inmediatamente que ésa es la emoción o la acción que la frase o el gesto individual había prefigurado. Trotsky tiene un don especial para oír lo que las multitudes piensan en voz alta y para hacérnoslo oír con nuestros propios oídos. En concepción e imagen, va perpetuamente de lo general a lo particular y de vuelta a lo general; y el pasaje nunca es antinatural o forzado. Aquí recordamos una vez más la comparación entre él y Carlyle; pero la comparación ilumina un contraste más bien que una similitud. En las Historias de ambos una gran parte del ethos depende de las escenas de masas. Ambos nos hacen sentir la fuerza elemental de un pueblo insurrecto, de modo que las vemos como si estu­viéramos contemplando un despeñamiento o un alud. Pero, en tanto que las multitudes de Carlyle son impulsadas sólo por la emoción, las de Trotsky piensan y reflexionan. Son elementales, pero Son humanas. La masa de Carlyle está envuelta en una bruma púrpura de misticismo, que sugiere que el pueblo revolucionario de Francia es el azote ciego de Dios que cas­tiga a una clase gobernante pecadora. Su masa nos fascina y nos repugna. Carlyle «entra en sus nervios», pero sólo después de haberse enardecido él mismo, de haberse vuelto él mismo todo nervios y fiebre alucinadora. Trotsky narra sus escenas de masas con no menos élan imaginativo, pero con claridad cristalina. Nos hace sentir que aquí y ahora los hombres hacen su propia historia, y que la hacen de acuerdo con las «leyes de la historia», pero también por medio de actos de su conciencia y su voluntad. De tales hombres, aun cuando puedan ser analfabetos y burdos, él se siente orgulloso y quiere que nosotros también nos enorgullezcamos de ellos. La revolución es para él, el momento breve pero preñado de futuro en que los humildes y los oprimidos tienen por fin la palabra. A su manera de ver, ese momento redime épocas enteras de opresión. Lo evoca con una nostalgia que le confiere a la recreación un alto y vívido relieve.

Trotsky, sin embargo, no exagera el papel de las masas. No las opone a los partidarios y a los dirigentes como hace, por ejemplo, Kropotkin, el gran historiador anarquista de la Revolución Francesa , quien trata de demostrar que todos los avances de la revolución se deben a la acción po­pular espontánea y todos los reveses a las intrigas y los manejos de los políticos. Trotsky ve a las masas como la fuerza impulsora de la transfor­mación revolucionaria, pero una fuerza que necesita ser concentrada y dirigida. Sólo el Partido puede dar la dirección. «Sin una organización orientadora la energía de las masas se disiparía como el vapor que no está encerrado en la caja de un émbolo. Ello no obstante, lo que mueve las cosas no es el émbolo ni la caja, sino el vapor.» El gran contraste que él establece entre las dos revoluciones de 1917 se basa en esta idea. La revolución de febrero fue esencialmente la obra de las propias masas, cuya energía fue lo bastante poderosa para obligar al zar a abdicar y para hacer nacer los soviets, pero que después se disipó antes de haber resuelto nin­guno de los grandes problemas, permitiéndole al Príncipe Lvov convertirse en jefe del gobierno. La Revolución de Octubre fue primordialmente la obra de los bolcheviques que concentraron y dirigieron la energía de las masas.

La relación entre las clases y los partidos es mucho más compleja en la presentación de Trotsky, sin embargo, de lo que podría sugerir cualquier símil mecanicista. El muestra la sutil interacción de muchos factores ob­jetivos. Lo que orienta a un partido en su acción es básicamente un inte­rés de clase definido. Pero la relación entre la clase y el partido es con frecuencia complicada y un tanto ambigua; en una era revolucionaria es también sumamente inestable. Aun cuando la conducta de un partido está gobernada en último término por su nexo con una clase particular, puede reclutar a sus seguidores de entre otra clase potencialmente hostil. O bien puede representar sólo una fase en el desarrollo de un medio social, una fase a la que algunos dirigentes permanecen mentalmente fija­dos, mientras el medio la ha dejado muy rezagada. O bien un partido puede adelantarse a su clase y presentar un programa que ésta no está dispuesta a aceptar, pero cuya aceptación le impondrán los aconteci­mientos; y así por el estilo. En una revolución, el equilibrio político tra­dicional se destruye y nuevos alineamientos cobran forma abruptamente. La Historia   de Trotsky es una gran investigación de la dinámica de esos procesos.

Hemos dicho que Trotsky no oculta su hostilidad contra los enemigos de la Revolución de Octubre. Para decirlo con mayor precisión, se enfrenta a ellos ante el tribunal de la historia como parte acusadora; y allí les inflige por segunda vez la derrota que antes les infligió en las calles de Petro­grado. Por regla general, éste no es el papel» que le corresponde al his­toriador. Con todo, en la historia como en el derecho, sucede que el fis­cal es capaz de presentar la verdad más completa de un caso, a saber, cuando les imputa a los acusados delitos que éstos realmente han come­tido; cuando no exagera su culpa; cuando penetra en sus condiciones y motivaciones y considera debidamente las circunstancias atenuantes; cuando apoya cada una de las acusaciones con pruebas amplias y válidas; y, final­mente, cuando los acusados, teniendo plena libertad para refutar las; pruebas, no sólo no lo hacen, sino que, disputando ruidosamente entre sí en el banquillo, la confirman. De esa manera cumple Trotsky su tarea. Cuando su Historia fue publicada, y durante muchos años después, la mayor parte de los jefes de los partidos antibolcheviques Miliukov, Ke­rensky, Tsereteli, Chernov, Dan, Abramóvich y otros- vivían y estaban activos como emigrados. Sin embargo, ninguno de ellos ha revelado una sola falla significativa en la presentación de los hechos por Trotsky; y nin­guno, con la parcial excepción de Miliukov, ha intentado seriamente escri­bir otra obra para contradecir a la de aquél. (16) Y así (puesto que tampoco en la Unión Soviética se ha producido ninguna Historia digna de tal nombre), la obra de Trotsky sigue siendo, en la quinta década después de Octubre, la única historia de la revolución compuesta en gran escala. Ello no es accidental. Todos los demás actores principales, una vez más con la excepción parcial de Miliukov, estaban tan enmarañados en sus; contradicciones y fracasos que fueron incapaces de presentar en forma com­pleta sus propias versiones más o menos coherentes. Se negaron a regresar como historiadores al campo de batalla donde, efectivamente, cada hito y cada pulgada de terreno les recordaban su derrota. Trotsky vuelve a visitar el campo de batalla, con la conciencia limpia y la cabeza erguida.

Con todo, su historia no tiene verdaderos villanos. Él, por regla general, no escribe a los enemigos del bolchevismo como hombres corrompidos y depravados. No los despoja de sus virtudes privadas y su honor personal. Si ellos no obstante quedan condenados, se’ debe a que él los presenta como defensores de causas indefendibles, como hombres a quienes la época ha dejado atrás, como hombres elevados por los acontecimientos a alturas de responsabilidad hasta las cuales no se habían alzado mental y moral­mente, y como hombres perpetuamente desgarrados entre las palabras y los hechos. La villanía que él denuncia reside más bien en el sistema social que en los individuos. Su concepción determinista de la historia le permite tratar a los adversarios, no con indulgencia indudablemente, pero sí con justicia y en ocasiones con generosidad. Cuando describe a un enemigo en el poder lo muestra pagado de sí, orondo y lleno de ínfulas; y lo aplasta con ironía o con indignación. En no pocas ocasiones, sin embargo, se de­tiene a rendir homenaje al pasado de un adversario, a su integridad e incluso a su heroísmo; y se lamenta del deterioro de un carácter digno de un destino mejor. Cuando describe a un enemigo destruido, explica la necesidad de lo sucedido y aplaude la justicia histórica; pero algunas veces el aplauso deja lugar a una mirada conmiserativa -por lo general su última mirada- a la víctima caída.

Nunca pinta a los enemigos de la revolución con colores más sombríos de los que ellos mismos han usado para pintarse los unos a los otros. A menudo los pinta con menos sombras porque analiza sus animosidades y celos mutuos y reconoce la exageración en los insultos que se han endilgado entre sí No trata al zar y a la zarina más despiadadamente de lo que los trataron Witte, Miliukov, Denikin e incluso otros monárquicos más orto­doxos. Llega a «defender» al zar contra los críticos liberales que han sos­tenido que el zar pudo haber evitado la catástrofe por medio de conce­siones, pero no podía ceder más terreno del que le permitía su instinto de conservación. En Trotsky, al igual que en La guerra y paz de Tolstoi, el zar es un «esclavo de la historia». «Nicolás II heredó de sus antepa­sados no sólo un imperio gigantesco, sino también una revolución. Y ellos no le legaron una cualidad que lo hubiese hecho capaz de gobernar un imperio, o siquiera una provincia o un condado. A la marejada histórica que llevaba cada una de sus oleadas más cerca de las puertas de su pala­cio, el último Románov sólo opuso una torpe indiferencia.»(17) Trotsky traza una memorable analogía entre tres monarcas condenados: Nicolás II, Luis XVI y Carlos I, y también entre sus reinas. La principal característica de Nicolás no es sólo la crueldad, de la que es muy capaz, o la estupidez, sino la «escasez de fuerzas interiores, la debilidad de sus reacciones nerviosas, la pobreza de recursos espirituales». «Tanto Nicolás como Luis XVI dan la impresión de ser personas abrumadas por sus tareas, pero al mismo tiempo renuentes a ceder siquiera una parte de los derechos que son inca­paces de usar.» Cada uno de ellos fue al abismo «con la corona encasque­tada». Pero, se pregunta Trotsky, «¿sería acaso más fácil… ir a un abismo de todos modos inevitable con los ojos bien abiertos?» El muestra que en los momentos decisivos, cuando los tres soberanos sucumben a su suerte, se asemejan entre sí a tal punto que sus rasgos distintivos parecen desvanecerse, porque «a una cosquilIa cada persona reacciona de manera diferente, pero a un hierro candente todas reaccionan igual». En cuanto a la zarina y María Antonieta, ambas eran «emprendedoras pero tontas» y ambas «tienen la cabeza llena de musarañas mientras se ahogan».(18)

Y he aquí cómo describe a los cadetes, a los mencheviques y a los social-revolucionarios. Miliukov: «Profesor de historia, autor de importantes abras eruditas, fundador del Partido Cadete [Demócrata Constitucional]…completamente exento de ese insufrible, semiaristocrático y semintelectual diletantismo político propio de la mayoría de los políticos rusos liberales. Miliukov tomaba su profesión muy en serio yeso solo basta para distinguirlo.» La burguesía rusa no lo estimaba porque él, «prosaica y sobriamente, sin adornos, expresaba la esencia política de la burguesía rusa. Mirándose en el espejo de Miliukov, el hombre de la burguesía se veía a sí mismo gris, egoísta y cobarde; y, como sucede a menudo, se sentía ofendido por el es­pejo». Rodzianko, el Gran Chambelán del zar que se convirtió en uno de los protagonistas del régimen de febrero, aparece como una figura grotesca: «Habiendo recibido el poder de manos de los rebeldes, conspiradores y tiranicidas, exhibía en aquellos días una expresión de hombre acosado. . . se movía en puntillas alrededor de la hoguera de la revolución, ahogán­dose con el humo y diciendo: ‘Dejémosla que arda hasta que sólo queden brasas, y entonces trataremos de cocinar algo.» (19)

Los mencheviques y los social-revolucionarios que nos presenta Trotsky tienen, por supuesto, poco en común con los despersonalizados fantasmas contrarrevolucionarios que muestra habitualmente la literatura estalinista e incluso la postestalinista. Cada uno de ellos pertenece a su especie, pero tiene rasgos de carácter individuales. He aquí una semblanza mínima de Chjeidze, el presidente menchevique del Soviet de Petrogrado: «En el cumplimiento de su deber se esforzaba en poner todas las reservas de su inteligencia, cubriendo su constante falta de confianza en sí mismo con chanzas superficiales. Él llevaba la señal inequívoca de su origen provin­ciano. .. la Georgia montañosa… la Gironda de la revolución rusa.» La «figura más preeminente» de esa Gironda, Tsereteli, que durante muchos años había sido un condenado a trabajos forzados en Siberia, era sin em­bargo

«un radical de tipo meridional francés, que hubiera vivido como el pez en el agua en un régimen de rutina parlamentaria. Pero había nacido en una época revolucionaria y en su juventud se había intoxicado con una dosis de marxismo. Desde luego, de todos los mencheviques era el que manifestaba un mayor empuje frente a la marcha de la revolución y una tendencia a ser consecuente. Precisamente por eso contribuyó más que otros al fracaso del régimen de febrero. Chjeidze se sometía por entero a Tsereteli, aunque había momentos en que le asustaba su intransigencia doctrinaria, que tanto acercaba al presidiario revolucionario de ayer a los representantes conservadores de la burguesía. (20)

Skóbelev, antiguo discípulo de Trotsky, producía la impresión de un es­tudiante que «desempeñara el papel de hombre de estado en una repre­sentación familiar». Y en cuanto a Líber:

«Si en la orquesta de la mayoría del Soviet Tsereteli llevaba la batuta. Líber tocaba el clarinete con toda la fuerza de sus pulmones y los ojos inyectados de sangre. Líber era un menchevique de la Unión Obrera Judía (Bund); con un pasado revolucionario, hombre sincero, de gran temperamento, muy elocuente, muy limitado y que se desvivía por apa­recer como un patriota inflexible y un hombre de estado decididamente férreo. Profesaba un odio mortal a los bolcheviques».

Chernov, el exparticipante en el movimiento de Zimmerwald, ahora ministro de Kerensky:

«Hombre de conocimientos considerables, pero no articulados en unidad, leído más que ilustrado, Chernov tenía siempre a mano una serie ina­cabable de citas, apropiadas a las circunstancias, que tuvieron impre­sionada durante mucho tiempo a la juventud rusa, sin enseñarle gran cosa Sólo había una cuestión para la que este jefe elocuente no tenía respuesta: a quién conducía y adónde. Las fórmulas eclécticas de Cher­nov, sazonadas con moralejas y poesías, congregaron durante algún tiempo a un público heterogéneo, que en los momentos críticos vacilaba siempre entre los distintos derroteros. Se explica que Chernov opusiera sus mé­todos de formación de un partido al «sectarismo» de un Lenin…[Chernov] decidió eludir toda responsabilidad. La abstención a la hora de votar se convirtió para él en la fórmula de su existencia política. . . A pesar de las diferencias que mediaban entre Chernov y Kerensky, que se odiaban.mutuamente, ambos tenían sus raíces en el pasado prerrevo­lucionario, en la fragilidad de la vieja sociedad rusa, en aquella intelec­tualidad insulsa y pretenciosa que ardía en deseos de ilustrar, tutelar y proteger a las masas populares, pero que era absolutamente incapaz de escucharlas, de comprenderlas y de aprender de eIlas». (21)

Lo que distingue a los bolcheviques de Trotsky de todos los demás par­tidos es precisamente la capacidad de «aprender de las masas» al mismo tiempo que las enseñaban. Pero no es sin renuencia y sin resistencia interior como aprenden y se ponen a la altura de su tarea; y cuando Trotsky concluye con una apoteosis de la revolución y su partido, quedamos pre­guntándonos por cuanto tiempo los bolcheviques seguirán «aprendiendo de las masas». El partido que él nos muestra es muy diferente de la «falange de hierro» que según la leyenda oficial, marcha firme e irresis­tiblemente, exento de toda debilidad humana, hacia su meta predetermi­nada. No es que a los bolcheviques de Trotsky les falte «hierro», deter­minación y audacia, sino que poseen esas cualidades en dosis propias del carácter humano y distribuidas desigualmente entre los jefes y los mili­tantes de base. Los vemos en sus mejores momentos, cuando aislados, insul­tados y combatidos, mantienen vivas sus esperanzas y continúan la lucha. En cuanto a la abnegada devoción a una causa, ninguno de sus adversa­rios los iguala. La grandeza de sus propósitos y de su carácter está siempre presente en su presentación. Pero los vemos también en sus momentos de desorden y confusión, los jefes faltos de visión y tímidos, y militantes tratando de orientarse tensa y torpemente en la oscuridad. A causa de esto, Trotsky ha sido acusado de presentar una caricatura del bolchevismo. Nada más ajeno a la verdad. Su descripción es espléndidamente fiel a los hechos precisamente porque exhibe todas las debilidades, dudas y vaci­laciones del bolchevismo. En el momento decisivo la vacilación y las divi­siones son atenuadas o superadas, y la duda cede lugar a la confianza. El hecho de que el partido tuviera que luchar consigo mismo, así como con sus enemigos, para ponerse a la altura de su papel, no mengua su logro; al contrario, lo acrecienta. Trotsky no menoscaba el honor político ni siquiera de Zinóviev, Kámenev, Ríkov, Kalinin y los demás que retro­cedieron ante, el gran salto de octubre; si su narración les acarrea des­prestigio, ello se debe únicamente a que después del acontecimiento ellos pretendieron presentarse como los jefes indomables de la falange de hierro.

La Historia   señala con especial relieve dos grandes «crisis internas» del bolchevismo en el año de la revolución. En la primera, Lenin, recién lle­gado de Suiza, presenta sus Tesis de Abril y «rearma» políticamente a su partido para la guerra contra el régimen de febrero; en la segunda, en la penúltima etapa de la revolución, los partidarios y los adversarios de la insurrección se enfrentan en el Comité Central bolchevique. En ambas crisis la narración se centra durante largo tiempo en un reducido círculo de dirigentes. Sin embargo, las escenas se graban en nuestra mente con igual profundidad que las más amplias y majestuosas imágenes del levan­tamiento de febrero y de la Revolución de Octubre, o del sombrío inter­valo de las jornadas de julio, cuando el movimiento aparece en su punto de máxima depresión. En ambas crisis se nos hace sentir que el destino de la revolución se halla en manos del escaso grupo de dirigentes del Comité Central: sus votos deciden si las energías de las masas habrán de ser disipadas o derrotadas o dirigidas hacia la victoria. El problema de las masas y los dirigentes está planteado en toda su agudeza; y casi inme­diatamente la narración se centra más estrecha e intensamente aún en un solo dirigente: Lenin. .

Tanto en abril como en octubre, Lenin se yergue casi solo, incompren­dido y repudiado por sus discípulos. Los miembros del Comité Central están a punto de quemar la carta en que él le insta a prepararse para la insurrección; y él decide «declararles la guerra» y, en caso necesario, pasar por encima de la disciplina del Partido y recurrir a la base. «Lenin no confiaba en el Comité Central sin Lenin…», comenta Trotsky; y «Le­nin no erraba del todo en su desconfianza». (22) Con todo, en cada crisis ganó a la larga el apoyo del Partido para su estrategia y lo lanzó a la batalla. Su sagacidad, realismo y voluntad concentrada emergen de la narración como los elementos decisivos del proceso histórico, cuando me­nos iguales en importancia a la lucha espontánea de millones de obreros y soldados. Si la energía de éstos fue el «vapor» y el partido bolchevique el «émbolo» de la revolución, Lenin fue el conductor.

Aquí Trotsky se enfrenta al clásico problema de la personalidad en la historia; y aquí es tal vez donde menos éxito tiene. Su narración de la actividad de Lenin es irreprochable en cuanto a la presentación de los hechos. En ninguna etapa es posible decir que Lenin no actuó y que los otros bolcheviques no se comportaron tal como lo relata Trotsky. Este, por otra parte, tampoco intenta presentar a Lenin como un autosuficiente creador de acontecimientos. «Lenin no se opuso al partido desde fuera, sino que él mismo fue su expresión más cabal», nos asegura; y demuestra reiteradamente que Lenin no hizo más que traducir a fórmulas y acciones claras los pensamientos y estados de ánimo que agitaban a la base, y que debido a ello impuso su criterio a la larga. El dirigente y la masa actúan al unísono. Existe una profunda concordia entre Lenin y su partido, aun cuando él entra en conflicto con el Comité Central. Del mismo modo que el bolchevismo no entró en la historia por, casualidad, el papel de Lenin tampoco fue fortuito: él fue «el producto de todo el pasado de la historia rusa. Tenía en ella sus raíces más profundas…» «Lenin no fue el de­miurgo del proceso revolucionario, sino que se insertó en la cadena de las fuerzas históricas objetivas. Pero, en esta cadena, él era un eslabón muy importante.» (23)

Sin embargo, después de situar a Lenin como un eslabón en esa cadena, Trotsky sugiere a continuación que sin el «eslabón» la «cadena» bien podría haberse roto. Se pregunta qué habría sucedido si Lenin no hubiese logrado regresar a Rusia en abril de 1917. «¿Puede afirmar alguien con seguridad que, sin él, el partido habría encontrado su senda? Nosotros no nos atreveríamos en modo alguno a afirmarlo» Es perfectamente con­cebible, nos dice, que «el partido, desorientado y dividido, perdiera du­rante muchos años la ocasión revolucionaria». Si en la Historia Trotsky expresa esta opinión con cautela, en otra ocasión pone los puntos sobre las íes. En una carta que le envió a Preobrazhensky desde Alma Ata, dice: «Usted sabe mejor que yo que si Lenin no hubiese logrado llegar a Petro­grado en abril de 1917, la Revolución de Octubre no habría tenido lugar». En su Diario francés hace la afirmación en tono categórico: «Si yo no hu­biese estado presente en 1917 en Petrogrado, la Revolución de Octubre ha­bría tenido lugar de todos modos -siempre y cuando Lenin hubiese estado presente y en el puesto de mando. Si ni Lenin ni yo hubiésemos estado en Petrogrado, no habría habido Revolución de Octubre: la dirección del partido bolchevique la habría impedido, de esto no me cabe la menor duda.» (24) Si Lenin no es todavía aquí un «demiurgo de la historia», ello es así sólo en el sentido de que no hizo la revolución ex nihilo: la deca­dencia de la estructura social, el «vapor» de la energía de las masas y el «émbolo» del partido bolchevique (que Lenin había diseñado y construido) tenían que estar presentes para que él pudiera desempeñar su papel. Pero aun si todos esos elementos hubiesen estado presentes, nos dice Trotsky, sin Lenin los bolcheviques habrían «perdido durante muchos años la ocasión revolucionaria». ¿Por cuántos años? ¿Cinco? ¿Seis? ¿O tal vez treinta o cuarenta? No lo sabemos. En todo caso, sin Lenin, Rusia tal vez habría continuado viviendo bajo el régimen capitalista o aun bajo un zarismo restaurado, quizá por un periodo indefinido; y en este siglo cuando menos la historia del mundo habría sido muy diferente de lo que ha sido.

Para un marxista, ésta es una conclusión sorprendente. La argumenta­ción, indudablemente, tiene cierto sabor escolástico, y el historiador no puede resolverIa remitiéndose a la evidencia empírica: no puede repetir el hecho de la revolución manteniendo a Lenin fuera del espectáculo para ver qué sucede. Si, ello no obstante, nos detenemos un poco en el problema, no lo hacemos por interés en la argumentación misma, sino por la luz que arroja sobre nuestro personaje. En este punto las concepciones de Trotsky el historiador están íntimamente afectadas por la experiencia y el estado de ánimo de Trotsky el jefe de la Oposición derrotada: cabe dudar que en una fase anterior de su carrera él hubiese expresado una idea tan contraria a la tradición intelectual marxista.

Especialmente representativo de esa tradición es el célebre ensayo de Plejanov El papel del individuo en la historia, que, al igual que otros escritos teóricos de Plejanov, ejerció una influencia formativa en varias generaciones de marxistas rusos. Plejanov examina el problema en térmi­nos de la clásica antinomia de la necesidad y la libertad. No niega el papel de la personalidad; acepta la afirmación de CarIyle de que «el gran hombre es un iniciador»: «Esta es una descripción muy justa. Un gran hombre es un iniciador precisamente porque ve más lejos que otros y porque desea las cosas con más fuerza que otros.» De ahí la «colosal sig­nificación» en la historia y el «terrible poder» del gran dirigente. Pero Plejanov insiste en que el dirigente es tan sólo el órgano de una necesidad histórica, que crea su órgano cuando lo necesita. Ningún gran hombre es, por consiguiente, «irremplazable». Cualquier comente histórica, si es lo suficientemente amplia y profunda, se expresa a través de cierto número de hombres, no de un solo individuo. Al examinar la Revolución Francesa , Plejanov formula una pregunta análoga a la que plantea Trotsky: ¿qué curso habría seguido la revolución sin Robespierre o sin Napoleón? Ad­mitamos que Robespierre representaba en su partido una fuerza insus­tituible en absoluto. Pero, en todo caso, no era su única fuerza. Si la caída casual de un ladrillo le hubiera matado, supongamos, en enero de 1793, su puesto habría sido ocupado, naturalmente, por otro, y aunque este otro hubiera sido inferior a él en todos los sentidos, los acontecimientos, a pesar de todo, habrían tomado el mismo rumbo que tomaron con Ro­bespierre…los girondinos, también en este caso, no habrían evitado, se­guramente, la derrota; pero es posible que el partido de Robespierre hubie­ra perdido el Poder un poco antes…o después, pero en todo caso se habría producido infaliblemente…(25)

Lo que Trotsky sugiere es que si un ladrillo hubiese matado a Lenin, digamos, en marzo de 1917, no habría habido una revolución bolchevique ese año ni «durante muchos años después». La caída del ladrillo, en consecuencia, habría desviado una tremenda corriente de la historia en alguna otra dirección. La discusión sobre el papel del individuo viene a ser un debate sobre el accidente en la historia, un debate íntimamente relacionado con la filosofía del marxismo. Plejanov concluye su argu­mentación diciendo que tales «cambios accidentales en el transcurso de los acontecimientos podrían haber afectado, hasta cierto punto, la vida política… de Europa», pero que «bajo ninguna circunstancia el resultado final del movimiento revolucionario habría sido lo ‘contrario’ de lo que fue. Debido a las cualidades específicas de sus mentes y de sus caracteres, los individuos influyentes pueden alterar los rasgos individuales de los acontecimientos y algunas de sus consecuencias particulares, pero no pue­den alterar su tendencia general, que está determinada por otras fuerzas». Trotsky implica que la personalidad de Lenin no sólo alteró los «rasgos individuales de los acontecimientos», sino la ‘tendencia general: sin Lenin, las fuerzas sociales que determinaron esa tendencia o contribuyeron a ella habrían sido inoperantes. Esta conclusión se aviene mal con la Weltans ­chauung de Trotsky y con muchas otras cosas además. Si fuera cierto que la más grande revolución de todos los tiempos no podría haber ocurrido sin un dirigente particular, entonces el culto al dirigente en general no sería censurable en modo alguno, y su denuncia por los materialistas his­tóricos, desde Marx hasta Trotsky, y su repudio por parte de todo el pensamiento progresista carecerían de sentido.

Trotsky evidentemente sucumbe aquí a la «ilusión óptica» de que habla Plejanov en su argumentación contra los historiadores que insisten en que el papel de Napoleón fue decisivo porque nadie más habría podido ocupar su lugar con idéntico o parecido efecto. La «ilusión» consiste en el hecho de que un dirigente parece irremplazable porque, al ocupar su, lugar, impide que otros lo ocupen.

Al desempeñar su papel de «buena espada» salvadora del orden social, Napoleón apartó con ello de dicho papel a todos los otros generales, al­gunos de los cuales quizá lo habrían desempeñado tan bien o casi tan bien como él. Una vez satisfecha la necesidad social de un gobernante militar enérgico, la organización social cerró el camino hacia el puesto… a to­dos los demás talentos militares… La fuerza personal de Napoleón se nos presenta bajo una forma en extremo exagerada, puesto que le atribuimos toda la fuerza social que la elevó a un primer plano y la apoyaba. Esa fuerza personal nos parece algo absolutamente excepcional, porque las demás fuerzas idénticas a ella no se transformaron de potenciales en reales Y cuando se nos pregunta qué habría ocurrido si no hubiese existido Napoleón, nuestra imaginación se embrolla y nos parece que sin él no hubiera podido producirse todo el movimiento social sobre el que se ba­saba su fuerza y su influencia. (26)

De manera similar, podría argumentarse, la influencia de Lenin en los acontecimientos se nos presenta muy aumentada porque, una vez que Lenin ocupó el puesto del dirigente, impidió que otros lo ocuparan. Es impo­sible, por supuesto, decir quién habría ocupado su lugar si él no hubiese estado presente. Pudo haber sido el propio Trotsky. No en balde revolucio­narios tan importantes como Lunacharsky, Uritsky y Manuilsky, al exa­minar, en el verano de 1917, los méritos relativos de Lenin y Trotsky, con­cuerdan en que Trotsky había eclipsado por entonces a Lenin, y ello cuando Lenin estaba presente, en el lugar de los hechos; y aunque la influencia de Lenin en el partido bolchevique fue decisiva, la insurrección de octubre se llevó a cabo, de hecho, según el plan de Trotsky, no el de Lenin. Si ni Lenin ni Trotsky hubiesen estado presentes, algún otro hombre habría ocupado su lugar. El hecho de que entre los bolcheviques no hubiera apa­rentemente ningún otro hombre de su estatura no es prueba de que en su ausencia tal hombre no habría surgido. La historia tiene en verdad un número limitado de vacantes para los puestos de grandes jefes y coman­dantes, y una vez que las vacantes se llenan los candidatos potenciales no tienen oportunidad de desarrollar y hacer fructificar sus capacidades. ¿ Es necesario sostener que no lo habrían hecho bajo cualesquiera circunstancias?¿y no podrían haber desempeñado el papel de Lenin o el de Trotsky otros, dirigentes de menor estatura, con la diferencia tal vez de que los hombres más pequeños, en lugar de «dejar que el destino los dirigiera» habrían sido «arrastrados» por éste?

Es un hecho que casi todo gran dirigente o dictador parece ser irrempla­zable en su tiempo, y que al faltar él alguien ocupa efectivamente su lugar, por lo general alguien que en opinión de sus colegas es el candi­dato menos probable, una «mediocridad» «destinada a desempeñar funciones de segundo o tercer lugar, de ahí la sorpresa­ con que tantas personas vieron, primero a Stalin como sucesor de Lenin, y después, a Jruschev como sucesor de Stalin, sorpresa que es consecuencia de la ilusión ilusión óptica sobre el coloso irreemplazable. Trotsky sostiene que sólo el genio de Lenin podía enfrentarse con éxito a las tareas de la Revolución Rusa ; y a menudo sugiere que en otros países también la revolución deberá tener un partido como el bolchevique y un jefe como Lenin para poder triunfar. No hay por qué negar la capacidad y el carácter extraordinarios de Lenin ni la fortuna del bolchevismo al tenerlo como jefe. Pero, ¿no han triunfado acaso en nuestro tiempo las revoluciones china y yugoslava con partidos muy diferentes del de los bolcheviques de 1917 y con dirigentes de estatura menor, incluso mucho menor? En cada caso la corriente revolucionaria encontró o creó su órgano en el material humano de que se disponía. Y si parece poco plausible suponer que la revolución de octubre habría ocu­rrido sin Lenin, tal suposición seguramente no es más plausible que la suposición contraria de que un ladrillo desprendido de un tejado de Zurich a principios de 1917 podría haber alterado el destino de la humanidad en el presente siglo.

Añadamos que esta última idea se aviene tan mal con la filosofía bási­ca de Trotsky y con su concepción de la revolución, que él no pudo sos­tenerla de manera consecuente. Así, en La revolución traicionada; escrita pocos años después, afirma:

«Las cualidades de los dirigentes no son de ningún modo indiferentes al resultado de los combates, pero no son el único factor ni el factor de­cisivo… Los bolcheviques vencieron…no por la preeminencia de sus jefes, sino gracias a una reagrupación de fuerzas… [En la Revolución Francesa también], en la sucesión en el poder de los Mirabeau, Brissot, Robespierre, Barras, Bonaparte, hay una legitimidad objetiva mucho más potente que los rasgos particulares de los protagonistas históricos mismos». (27)

Como hemos indicado, la «ilusión óptica» de Trotsky en relación con Lenin arroja luz sobre él mismo y sobre su actitud en estos años más bien que sobre Lenin. Trotsky produjo la Historia   después que la orgía del «culto a la personalidad» estalinista había comenzado; y su presentación de Lenin fue un reflejo negativo de ese culto. Contra el Stalin «irrempla­zable» apeló al Lenin «irremplazable». Más aún, en vista de la apatía y el carácter amorfo de la sociedad soviética, el dirigente se agigantaba efectivamente más en aquellos años que en 1917, cuando la masa entera de la nación hervía de energía y actividad políticas. Por una parte, Stalin iba imponiéndose como autócrata; por la otra, Trotsky ejercía por nece­sidad una especie de autocracia moral e ideal como único portavoz de la Oposición. El también, en su derrota, se agigantaba excepcionalmente como individuo. Como historiador, proyectó retrospectivamente la inmensa apa­rición del dirigente en la pantalla de 1917, y extrajo la siguiente ense­ñanza autodefensiva: «De la excepcional importancia que tuvo la llegada de Lenin, sólo se deduce que los jefes no se crean por azar, que su selección y su educación exigen años, que no se les puede reemplazar arbitraria­mente, y que excluyéndolos mecánicamente de la lucha se inflige una herida muy sensible al partido y, en ocasiones, se lo puede paralizar por mucho tiempo.» (28) En su Diario extrae la enseñanza de manera más ex­plícita aún:

.

«…Creo que la tarea en que estoy empeñado ahora [la oposición a Stalin y la fundación de la Cuarta Internacional ], pese a su extrema insufi­ciencia y su naturaleza fragmentaria, es la tarea más importante de mi vida, más importante que el periodo de la guerra civil o cualquier otro…No puedo hablar de la «indispensabilidad» de mi tarea, ni siquiera en el periodo de 1917 a 1921. Pero ahora mi tarea es «indispensa­ble» en el cabal sentido del término. En esta aseveración no hay arro­gancia alguna. El colapso de las dos Internacionales ha planteado un problema que ninguno de los jefes de esas Internacionales es capaz de resolver. Las vicisitudes de mi destino personal me han enfrentado a este problema y me han armado con experiencias importantes para al­canzar su solución. Actualmente no queda nadie, excepto yo, para cum­plir la misión de armar a una nueva generación con el método revo­lucionario. .. Necesito cuando menos unos cinco años más de trabajo ininterrumpido para asegurar la sucesión. (29)

Trotsky necesitaba sentir que el dirigente, ya fuera Lenin en 1917 o él mismo en los años treintas, era irremplazable: de esta creencia extraía la fuerza para sus solitarios y heroicos esfuerzos. Y ahora, cuando sólo él, en toda una generación bolchevique, hablaba contra Stalin, no había nadie efectivamente capaz de ocupar su puesto. Pero, precisamente porque estaba solo y era irremplazable, una gran parte de su labor se desperdició.

Completamente aparte de los pros y los contras de esta discusión, los sentimientos de Trotsky frente a Lenin requieren una mayor elucidación. Las opiniones de dos contemporáneos merecen ser citadas. «Trotsky es quisquilloso e imperativo. Sólo en sus relaciones con Lenin, después de su unión, mostró siempre una conmovedora y tierna deferencia. Con la mo­destia característica de los hombres verdaderamente grandes, reconoció la prioridad de Lenin.»(30) escribió Lunacharsky en 1923, al comienzo de la campaña contra Trotsky. Krúpskaya, hablándole en los primeros años treintas a un extranjero famoso, no comunista, y sabiendo que estaba siendo espiada y que sus palabras llegarían a conocimiento de Stalin, también se refirió al «carácter dominante y difícil» de Trotsky, pero añadió: «Amaba entrañablemente a Vladimir Ilich; al enterarse de su muerte, se desmayó y tardó dos horas en recuperarse.» (31) Este afecto y este reconoci­miento de la prioridad de Lenin son evidentes en todos los pronuncia­mientos posrevolucionarios de Trotsky sobre Lenin. Ya en septiembre de 1918, después del atentado de Dora Kaplan contra la vida de Lenin, rindió el siguiente homenaje al dirigente herido:

«Todo lo que había de mejor en los intelectuales revolucionarios rusos de antaño, su espíritu de abnegación, su audacia, su odio a la opresión, todo ello está concentrado en la figura de este hombre…Apoyado por el joven proletariado revolucionario de Rusia utilizando la rica expe­riencia de un movimiento obrero en escala mundial, ha alcanzado su plena estatura. .. como el hombre más grande de nuestra época revolu­cionaria… Nunca antes nos había parecido la vida de cualquiera de nosotros tan secundaria en importancia como ahora, en el momento en que la vida del hombre más grande de nuestra época está en peligro (32)

En estas palabras no había ni un ápice de hipocresía. Lenin no estaba rodeado todavía por ningún culto, y Trotsky aún habría de expresar más de una vez marcados desacuerdos con él. En 1920, en ocasión del quincua­gésimo cumpleaños de Lenin, Trotsky publicó un ensayo, más moderado en su tono, sobre Lenin como un «tipo nacional» que encarnaba los mejo­res aspectos del carácter ruso. (33) En el exilio, después que salió de Prinkipo, empezó a escribir una biografía de Lenin en escala completa, de la cual sólo terminó los capítulos iniciales. La frustración de este proyecto queda compensada en parte por las numerosas semblanzas biográficas que había escrito y publicado en los primeros años veintes. Estas se refieren a dos periodos decisivos en la vida de Lenin, los años de 1902 a 1903 y de 1917 a 1918, y constituyen un retrato palpitante de vida y lleno de la ternura mencionada por Lunacharsky. (34)

Lo que Trotsky admiraba en Lenin era su «tseleustremlennost», su com­pleta dedicación al logro de su gran objetivo, pero también la personalidad, en la que la altura de miras iba acompañada por la pasión de vivir, la seriedad de propósitos, por un rico sentido del humor, la fanática devoción a los principios por la flexibilidad del pensamiento, la astucia en la acción por una delicada sensibilidad, y el poderoso intelecto por la sencillez. Trotsky muestra al «hombre más grande de nuestra época» como un ser falible, y así destroza el icono estalinista de Lenin. Con todo, él mismo se acerca a Lenin con la cabeza descubierta, por decido así, y sin rubor alguno, lo reverencia. Pero no incurre en la genuflexión. Le rinde un homenaje va­ronil, no a un ídolo, sino al hombre tal como lo conoció. Aun cuando describe el carácter heroico de Lenin no hace de él un semidiós. Presenta una figura en dimensión natural y cotidiana, no una estatua solemne. Emplea el género más efímero, la semblanza periodística, para crear una imagen duradera; y sus semblanzas de Lenin tienen un efecto artístico mucho mayor que las escritas por dos eminentes novelistas contemporáneos: Gorki y Wells. Trotsky observa ávidamente a Lenin desde todos los ángu­los: sorprende su mente mientras trabaja; la manera como construye un argumento; su apariencia y su estilo en la tribuna; su gesticulación y los movimientos de su cuerpo; el tono de risa y hasta sus bromas. Vemos el ceño de Lenin fruncido por la indignación y la ira; lo observamos ju­gando amablemente con un perro en un momento dramático, mientras toma una decisión sobre un problema grave; le echamos un vistazo mientras corre como un escolar a través de la Plaza del Kremlin hacia la sala de conferencias del gobierno para hacerles una travesura a sus colegas los Comisarios. Y en todo momento hay en el ojo inquisitivo del pintor un destello de amor por el «genio prosaico de la revolución».

En el ojo del pintor hay también una chispa de remordimiento. Trotsky sólo había pasado junto a Lenin, en íntima asociación, unos seis años, los mejores y más trascendentes de su vida. Los trece o catorce años anterio­res los había pasado en lucha faccional contra Lenin, endilgándole feroces insultos personales como «abogado chapucero», «horrible caricatura de Robespierre, maligno y moralmente repugnante», «explotador del atraso ruso», «desmoralizador de la clase obrera rusa», etc., insultos en compa­ración con los cuales las réplicas de Lenin eran moderadas, casi benignas. Aunque a partir de 1917 Lenin jamás había aludido a nada de esto, la invec­tiva había sido demasiado hiriente como para no haber dejado ninguna cica­triz. Aun entre 1917 y 1923, cuando mantuvieron la más estrecha unión polí­tica, sus relaciones carecieron de una nota de intimidad: en Lenin había cier­ta reserva. Trotsky, en su «conmovedora deferencia», hizo rectificaciones tácitas y llenas de tacto. En sus escritos se muestra todavía ansioso, tal vez de manera semiconsciente nada más, de compensar póstumamente a Lenin por todos los agravios. Admite que en 1903, cuando rompió con Le­nin, la revolución todavía era para él, en gran medida, una «abstracción teórica», en tanto que Lenin había aprehendido ya plenamente sus reali­dades. Una y otra vez habla de la resistencia interna que tuvo que vencer mientras se «acercaba a Lenin». Pero, habiéndola vencido y habiendo vuelto nuevamente junto a Lenin, se colocó a su sombra; y en ella perma­nece como historiador. Narra concienzudamente todas sus diferencias; pero Su memoria rehuye el recuerdo. Abrevia instintivamente el tiempo de su separación, suaviza la aspereza del antagonismo y se detiene con deleite en los años de amistad, tratando de alargarlos, por decirlo así, hacia atrás y hacia adelante. Algunas veces, como en ensoñación, parece volver a vivir su vida en constante e inalterada armonía con Lenin. Piensa en escribir un libro sobre la íntima y fructuosa amistad de toda la vida entre Marx y Engels, su ideal de la amistad que no le fue dado alcanzar en su propia vida. Once años después de la muerte de Lenin, Trotsky anota en su Diario:

Anoche… soñé que tenía una conversación con Lenin. A juzgar por la apariencia del lugar, estábamos en un barco, en la cubierta de tercera clase. Lenin estaba acostado en un camastro, y yo de pie o sentado cerca de él… El me interrogaba con preocupación sobre mi enfermedad. «Usted parece haber acumulado fatiga nerviosa, debe descansar. :» Yo le contesté que siempre me había recuperado rápidamente de la fatiga, pero. .. que esta vez la dolencia parecía residir en algunos procesos más profundos… «Entonces debe consultar seriamente (él recalcó la palabra) a los médicos (varios nombres…)». Le contesté que ya había tenido muchas consultas… pero mientras miraba a Lenin recordé que él ya había muerto. Inmediatamente traté de alejar esa idea de mi mente. . . Cuando acabé de contarle mi viaje de curación a Berlín en 1926, quise añadir: «Eso fue después de su muerte», pero me contuve a tiempo y dije: «Después que usted cayó enfermo… «(36) .

El sueño y la ensoñación escudan la vulnerabilidad de Trotsky, y en el cumplimiento onírico de su deseo se ve protegido por la atención y el afecto de Lenin.

La «ilusión óptica» en cuanto a Lenin es el único caso de pensamiento sub­jetivista en la Historia. Por lo demás, Trotsky presenta los acontecimientos como pensador objetivo. Sin duda alguna, sólo un actor y testigo presencial podía sentir tan íntimamente como él la interioridad, el color y el sabor de cada hecho y cada escena. Pero, como historiador, se coloca por encima de sí mismo en cuanto actor y testigo presencial. Lo que se dice de César -que como escritor fue sólo la sombra del jefe militar y del político ­no puede decirse de Trotsky. Este somete su obra a las pruebas más es­trictas y apoya la narración en los testimonios más rigurosos, que por regla general son los de los enemigos. Nunca se remite a su propia auto­ridad; y sólo en muy contadas ocasiones se presenta él mismo como dra­matis persona. Así, por ejemplo, le dedica sólo una breve y seca’ oración a su toma de posesión de la Presidencia del Soviet de Petrogrado, que’ fue una de las grandes escenas y uno de los acontecimientos trascendentales de las épocas (37) Tal vez es un defecto de la Historia   el que, si tratáramos de deducir de ella solamente la importancia del papel de Trotsky en la revolución, nos formaríamos una idea errónea. Trotsky aparece incompa­rablemente más importante, en 1917, en cada página de Pravda, en cada periódico antibolchevique y en las actas de los Soviets y del Partido, que en sus propias páginas. Su silueta es el único espacio casi vacío en su vasto y animado lienzo.

Hazlitt sostuvo que el genio oratorio y la grandeza literaria son incom­patibles. Sin embargo, Trotsky, que poseía en tan alto grado la rapidez de percepción, la espontánea elocuencia y la facilidad de reacción frente a un auditorio que caracterizan al orador, poseía en el mismo grado los hábitos de profunda y sostenida reflexión, la indiferencia a la satisfacción efímera y la «paciencia de alma» indispensables al verdadero escritor. Lunacharsky, que era él mismo un orador eminente, describe a Trotsky como «el primer tribuno de su tiempo» y a sus escritos como «discursos congelados». «Es literario aun en su oratoria, y oratorio aun en su lite­ratura.» (38) Esta opinión es aplicable a los primeros escritos de Trotsky; y Lunacharsky la expresó en 1923, antes de que Trotsky el escritor alcanzara su plena estatura. En Mi vida y en la Historia , el elemento retórico está severamente disciplinado por las exigencias de la narración y la interpre­tación, y la prosa tiene un ritmo épico. Sigue siendo «discurso congelado» en el sentido en que toda narración lo es.

Durante décadas las obras capitales de Trotsky han sido leídas sólo en traducciones. Del mismo modo que el hombre fue exiliado, su genio literario también fue desterrado a lenguas extranjeras. Trotsky encontró traductores acuciosos y fieles en Max Eastman, Alexandra Ramm y Mau­rice Parijanine, que familiarizaron al público europeo y norteamericano con sus obras más importantes. Con todo, algo de su espíritu y de su estilo se echa de menos en cualquier traducción, aun cuando Trotsky habiendo absorbido tanto de la tradición literaria europea, es el más cosmopolita de los escritores rusos. Pero fue en sus fuentes nativas donde él abrevó más pro­fundamente, nutriéndose con el vigor, la sutileza, el color y el humor de la lengua rusa. Él es, en su generación, el más grande maestro de la prosa rusa. Para el oído inglés, su estilo puede sufrir en ocasiones de ese «exceso» en el que Coleridge veía el defecto del mejor estilo alemán o continental. Esto es cuestión de gusto y de criterios estilísticos aceptados, que varían no sólo de nación a nación, sino dentro de una misma nación de una época a otra. El vigor emocional y el énfasis enérgico y reiterativo pertenecen al estilo de una era revolucionaria, cuando el orador y el escritor exponen ante grandes masas humanas ideas en torno a las cuales se libra una lucha a vida o muerte y, por supuesto, el alto tono de voz en que se comunica la gente en un campo de batalla o en una revolución es insoportable junto a la tranquila chimenea del castillo de un inglés. Sin embargo, Mi vida y la Historia   no adolecen de «exceso». En ellas Trotsky ejerce una clásica economía de expresión. En ellas es un «objetivo hacedor de palabras» que se esfuerza por alcanzar la máxima precisión en los matices de significado o de estado de ánimo: un trabajador acucioso en el campo de las letras. Moldea su obra con un ojo vigilante puesto en la estructura del todo y en las proporciones de las partes, con un inmutable sentido de unidad artística. Tan apretadamente entreteje su argumentación teórica con la narración, que si tratamos de separar la una de la otra todo el conjunto pierde su textura y su urdimbre. Sabe como pocos narradores cuándo -contraer y cuándo extender su relato. Y, sin embargo, no lo contrae ni lo extiende por capricho: el ritmo de desarrollo y las cadencias están sincronizados con la pulsación de los acontecimientos. El todo tiene el flujo torrencial propio de la presentación de una revolución. Pero durante largos pasajes mantiene sus ritmos uniformes y regulares, hasta que, al acercarse a un clímax, se elevan y crecen, apasionados y tempestuosos, de suerte que el asalto de los Guardias Rojos al Palacio de Invierno, las sirenas de los acorazados en el Neva, el choque y la división final de los partidos en el Soviet, el colapso de un orden social y el triunfo de la revolución son reproducidos con un efecto sinfónico. Y en todo este gran­dioso movimiento su Sachlichkeit nunca se pierde: su originalidad reside en la combinación de la grandeza clásica con la sobria modernidad.

Sus páginas están llenas de símiles y metáforas deslumbrantes; éstas brotan espontáneamente de su imaginación, pero él nunca pierde su do­minio sobre ellas. Sus imágenes son conceptualmente tan precisas como vividas. Utiliza la metáfora con un propósito definido: acelerar el pensa­miento, iluminar una situación o anudar estrechamente dos o más hilos de ideas. La imagen a veces relampaguea en una sola oración; a veces cobra forma más lentamente a lo largo de un pasaje; y en otras ocasiones crece en un capítulo al igual que una planta, apareciendo primero como un brote, floreciendo unas cuantas páginas más adelante y dando fruto antes al final del capítulo. Obsérvese, por ejemplo, el uso de la metáfora en un pasaje que describe el comienzo de la revolución de febrero: la escena es una manifestación de 2 500 obreros de Petersburgo que, en una calle ­estrecha, tropezaron con los cosacos, «instrumento inveterado de represión»:

Los primeros que hendieron la multitud, abriéndose paso con el pecho­ de los caballos, fueron los oficiales. Tras ellos venían los cosacos galo­pando a toda la anchura de la avenida. ¡Momento decisivo! Pero los jinetes se deslizaron cautamente como una larga cinta por la brecha abierta por los oficiales. «Algunos -recuerda Kayúrov- se sonreían, y uno de ellos guiñó el ojo maliciosamente a los obreros.» Aquella gui­ñada del cosaco tenía su por qué. Los obreros recibieron valientemente, aunque sin hostilidad, a los cosacos, y les contagiaron un poco de su valentía. Pese a las nuevas tentativas de los oficiales, los cosacos, sin infringir abiertamente la disciplina, no disolvieron por la fuerza a la multitud y, renunciando a dispersar a los obreros, apostaron a los jinetes a lo ancho de la calle, para impedir que los manifestantes pasaran al centro. Pero tampoco esto sirvió de nada. Los cosacos montaban la guardia en sus puestos con todas las de la ley, pero no impedían que los obreros se deslizaran por entre los caballos. La revolución no escoge arbitrariamente sus caminos. Daba sus primeros pasos hacia la victoria bajo los vientres de los caballos de los cosacos. (39)

La imagen generalizadora de la revolución escurriéndose bajo el vien­tre de los caballos de los cosacos emerge naturalmente del pasaje descrip­tivo: ilumina toda la novedad, el optimismo y la incertidumbre de la situación. Sentimos que esta vez los obreros no serán atropellados aun cuando su posición no sea todavía completamente segura. Pero al cabo de otras veinte páginas, que narran el progreso de la insurrección, la metáfora reaparece en forma modificada, como un recordatorio de la dis­tancia que la revolución ha recorrido:

Una tras otra, llegaban jubilosas noticias de victorias. ¡Los revolucio­narios estaban en posesión de automóviles blindados! Con las banderas rojas desplegadas, estos autos sembraban el pánico entre los que aún no se habían sometido. Ahora, ya no era necesario deslizarse por entre las patas de los caballos de los cosacos. La revolución está en pie en toda su magnitud.(40)

No menos característico es un tipo diferente de imagen en que el es­critor describe una escena peculiar con tal intensidad que la misma esce­na se convierte en un símbolo obsesivo. Trotsky describe el antagonismo entre los oficiales y los soldados del ejército zarista en desintegración:

En esta lucha sorda había sus flujos y reflujos. Los oficiales intentaban adaptarse a la nueva situación. Los soldados tornaban a confiar. Pero después de estos periodos temporarios de tranquilidad de los días y semanas de armisticio, el odio social, que descomponía el ejército del antiguo régimen, iba adquiriendo una tensión cada vez mayor, que estallaba muchas veces con fulgores trágicos. En Moscú se reunió en uno de los circos una asamblea de soldados y oficiales inválidos. Uno de los oradores habló desde la tribuna, en tonos duros, de la oficialidad. Se armó gran ruido de protestas; los reunidos empezaron a golpear el suelo con las piernas, los bastones, las muletas. «¿Acaso hace tanto tiempo, señores oficiales, que azotabais a los soldados con las vergas y el puño?» Heridos, contusionados, mutilados, se levantaban unos frente a otros, soldados inválidos contra oficiales inválidos, mayoría contra minoría, muletas contra muletas. En esta feroz escena desarrollada en un circo se contenía la ferocidad de la guerra civil que se avecinaba. (41)

Este reportaje severamente realista es todo pasión compendiada. La escena está representada en seis oraciones sucintas y ásperas. Unas cuantas palabras nos trasladan al anfiteatro y golpean nuestros oídos con el ruido de «las piernas, los bastones, las muletas». Una frase nada insólita: los «mutilados que se levantaban unos frente a otros, muletas contra mule­tas», recalca lo insólito del espectáculo. ¡Cuánto pathos trágico está con­densado en estas oraciones escasas y aparentemente poco artísticas!

El sarcasmo, la ironía y el humor saturan todos los escritos de Trotsky. Este se ha vuelto en contra del orden establecido no sólo a causa de la indignación y el convencimiento teórico, sino también porque comprende su naturaleza absurda. En medio de la lucha más tensa y despiadada, su ojo apresa el incidente grotesco o cómico. Se siente consternado, y con renovada intensidad en cada ocasión, por la estupidez, la maldad y la hipocresía de los hombres. En Mi vida recuerda cómo en Nueva York a principios de 1917, los socialistas rusonorteamericanos acogieron su pre­dicción de que la Revolución Rusa daría al traste sucesivamente con el zarismo y con el régimen burgués:

Casi todo el mundo echaba mis palabras a broma. En una asamblea a que acudieron los venerables y venerabilísimos socialdemócratas rusos, hablé, para demostrar que era inevitable que el partido del proletariado se adueñase del Poder en la segunda etapa de la revolución. Aquello produjo aproximadamente el efecto que supongo que produciría una pie­dra que se lanzase a una charca poblada de ranas flemáticas y bien educadas. El doctor Ingerman no pudo menos de explicar a la concu­rrencia que yo era un hombre que ignoraba las cuatro reglas elemen­tales de la aritmética, y que no merecía la pena perder ni siquiera cinco minutos en refutar aquellas alucinaciones febriles mías. (42)

Es con esta especie de divertido desdén que Trotsky se ríe las más de las veces de sus adversarios. Su risa no es bondadosa, excepto en raras ocasiones o al recordar su infancia y juventud, cuando todavía podía reír desinteresadamente. Más tarde, está demasiado absorbido por una lucha demasiado enconada, y se burla de los hombres y de las instituciones a fin de que la gente se vuelva contra unos y otras. «¿Qué?», dice en efecto, «¿Vamos a permitir que esas ranas flemáticas y bien educadas se salgan con la suya y manejen nuestros asuntos en nuestro nombre?» Su sátira se proponía hacer que los oprimidos y los explotados miraran con desprecio a los poderosos en sus sitiales; y los poderosos se estremecían bajo el látigo. Al igual que Lessing (en el famoso retrato de Heine), Trotsky no sólo corta la cabeza de su enemigo, sino que «tiene la suficiente malicia para levantarla del suelo y mostrar al público que está completamente vacía», y nunca corta tantas cabezas para después mostrar que han estado vacías, como cuando vuelve a visitar, con Clío, el gran campo de batalla de Octubre.

Notas

(*)

–1 Trotsky se refería en particular a L Madelin, «uno de los historiadores reaccio­narios y, por tanto, más de moda en la Francia contemporánea». Prefacio a la Historia de la Revolución Rusa , tomo l.

— 2 A . L. Rowse, End of an Epoch, pp. 282-283.

–3 Esto es cierto, sin embargo, sólo en la medida en que sea permisible caracterizar al movimiento comunista bajo Stalin y Jruschov como marxista.

4 Mi vida, tomo n, p. SOL 5 Ibid. , p. 365.

–5. Ibid., p-365.

–6 lbid., pp. 334 sigs.

— 7 F . Mauriac, Memoires lnterieures, pp. 128-132.

— 8 Mi vida, tomo 1, pp. 97 sigs.

–9. Ibid., capítulo «Nuestros vecinos».

— 10 lb id., pp. 259-260.

11. Ibid., p. 280

12 Mi vida, tomo 1, pp. 467-468.

–13-lb id., tomo 11, p. 35.

–14 Véase El profeta armado, capitulo VI.

–15 Prefacio al tomo I e Introducción a los tomos II y III de la Historia   (ed. inglesa). [La edición española de la Historia de la Revolución Rusa   de que disponemos al traducir el presente libro es la publicada por la Editorial Tilcara , Buenos Aires, 1962, en 2 volúmenes. De ella hemos transcrito los pasajes citados por Deutscher, excepto en los casos en que hacemos referencia expresa a la edición inglesa. N. del T.]

–16 Miliukov, sin embargo, repudió él mismo parcialmente su obra por conside­rarla inadecuada desde un punto de vista histórico. Miliukov, Istoria Vtoroi Re­volutsii, Prefacio. La principal cuestión de hecho, o más bien la única, sobre la que Kerensky trata de refutar a Trotsky es la vieja acusación, reiterada por aquél de que Lenin y el partido bolchevique eran espías a sueldo de los alemanes. Kerensky, Crucifixion of Liberty, pp. 285 sigs.

–17 Trotsky, Historia…, tomo 1, p. 75. 18 [bid., pp. 104 y sigs.

–18. [bid., pp. 104 y sigs.

— 19 lb id., p. 217.

— 20 lb id., p. 267.

21 lbid., pp. 269-270.

22. Ibib., tomo II, p. 530. 

 

–23 Ibid., tomo 1, pp. 376-377.

 

–24 Trotsky’s Diary in Exile, pp. 53-54. La carta a Preobrazhensky, escrita en 1928, se encuentra en The Archives.

 

— 25 G . Plejanov, Izbrannie Filosófskie Proizvedenia, vol. 11, p. 325. [En español: El papel del individuo en la historia, Ediciones en lenguas extranjeras, Moscú, 1956, p. 35.]

 

–26 Ibid., p. 38.

 

–27 Trotsky, La revolución traicionada, Editorial Proceso, Buenos Aires, 1964, p. 92. Característicamente, Sidney Hook, en su reacción contra el marxismo (y el trotskismo) se apoyó considerablemente en el enfoque subjetivista que hace Trotsky de Lenin y llegó a la conclusión de que la Revolución de Octubre «no fue tanto un producto de todo el pasado de la historia rusa cuanto un producto de una de las figuras más creadoras de acontecimientos de todos los tiempos». Hook, The Hero in History, pp. 150-151.

 

–28 Historia de la Revolución Rusa , tomo 1, p. 378. Esta enseñanza, sin embargo, adolece de una inconsecuencia, pues si los jefes «no se crean por azar», tampoco se eliminan por azar (o «arbitrariamente»).

 

–29 DiaT’Y in Exile, p. 54.

 

–30 Lunacharsky, Revolutsionnie Slluety.

 

–31 Memoirs 01 Michael Karolyi, p. 265. 82 Trotsky, Lénine, pp. 211-218.

 

–33 Ibid., pp. 205-210.

 

–34 1 bid.

 

–35 El profeta armado, pp. 95-96. Cuando yo comenté con Natalia Sedova la ausencia de una nota de intimidad personal entre Lenin y Trotsky y sugerí que el carácter hiriente de las expresiones polémicas prerrevolucionarias de Trotsky había hecho imposible tal intimidad, ella replicó que nunca había pensado en el asunto en esos términos. Después de reflexionar, sin embargo, añadió: «Tal vez ésa fue en efecto la razón de una cierta reserva por parte de Lenin. Aquellas viejas luchas faccionales se libraron de una manera salvaje y bestial (Eto byla zverinnaya barba).»

 

–36 Díary in Exile,. pp. 130-131.

 

–37 Historia de la Revolución Rusa , tomo 11, p. 382. 38 Lunacharsky, op. cit.

 

–38. Lunacharsky, op. Cit.

 

–39 Historia de la Revolución Rusa , tomo 1, p. 133. 40 Ibid., p. 156.

 

–40. Ibib. P. 156.

 

–41. Ibib. P. 141.

 

— 42. Mi vida, tomo I, pp. 467468.