El rey está desnudo, pero hay un ejército de periodistas que lo niegan a diario en todos nuestros medios de comunicación. Así se consigue que la población, en general, lo vea también cubierto de vistosos ropajes. Haría falta que algún niño de dos años nos hiciera reconocer la realidad. En nuestro sistema democrático constitucional, el […]
El rey está desnudo, pero hay un ejército de periodistas que lo niegan a diario en todos nuestros medios de comunicación. Así se consigue que la población, en general, lo vea también cubierto de vistosos ropajes. Haría falta que algún niño de dos años nos hiciera reconocer la realidad. En nuestro sistema democrático constitucional, el rey no puede sacarnos del atolladero electoral en el que estamos metidos. Si Rajoy o Pedro Sánchez no consiguen los escaños suficientes para ser investidos, da igual que el rey proponga o deje de proponer. No se entiende muy bien por qué todas estas monsergas y pleitesías para ensalzar su supuesto protagonismo.
La condición de que el rey no interfiera para nada en la vida política del país es el único motivo por el que no se nos cae la cara de vergüenza por vivir bajo una monarquía, manteniendo con el erario público a un Jefe de Estado que nadie ha elegido jamás y que no tiene más mérito que haber nacido por el coño de su madre.
Es una especie de populismo medieval en el que todo el mundo finge, como si necesitáramos creer en la importancia de nuestro Jefe de Estado, pese a que es un rey y por lo tanto lo tenemos ahí porque es hijo y nieto de los borbones, una familia que, por cierto, no se ha caracterizado a lo largo de su historia por ningún compromiso con la democracia. En verdad, el sistema constitucional español soporta la monarquía con la condición de que no interfiera para nada en la vida política del país. Este es el único motivo por el que no se nos cae la cara de vergüenza por vivir bajo una monarquía, manteniendo con el erario público a un Jefe de Estado que nadie ha elegido jamás y que no tiene más mérito que haber nacido por el coño de su madre. Y está bien que sea así, porque no vivimos en un sistema presidencialista, porque ni siquiera vivimos en una república. Pero lo que no se entiende muy bien, entonces, es ese todo baboso homenaje de nuestros periodistas hacia el protagonismo de su majestad. El rey propondrá lo que le digan que tiene que proponer, de modo que podemos ahorrarnos toda esta pantomima infantil.
Deberíamos empezar por reconocer que el papel de la monarquía en este país ha sido muy distinto que el de dar valiosas ideas para la formación de gobiernos. La monarquía fue la manera de habilitar en España una democracia sin necesidad de romper con el franquismo. El sentido de nuestra monarquía hay que buscarlo en un escenario mucho más general: la democracia, durante todo el siglo XX, no fue nunca respetada más que cuando ganaban las derechas o cuando ganaban las izquierdas que aplicaban programas de derechas. Cada vez que la democracia amenazó con perjudicar los intereses económicos de las élites mundiales o nacionales, se suspendió el orden constitucional mediante golpes de Estado, bloqueos o invasiones. Jamás se toleró (ni se ha tolerado todavía) que una fuerza anticapitalista avanzara por vía electoral. Lo intentó Salvador Allende en los años setenta y lo pagó con su vida y Chile con una dictadura. Dieciséis años después, Pinochet declaró que estaba dispuesto a respetar el resultado de unas elecciones con tal de que no ganaran las izquierdas. Y la gente lo entendió y votó a la democracia cristiana. No he parado de repetir en otras publicaciones que esta fue la «ley de hierro» de la democracia durante todo el siglo pasado, citando al menos veinte o treinta casos parecidos. Lo mismo ocurrió en su momento en España y ahí es donde hay que buscar el verdadero lugar de nuestra monarquía. En 1936, los votantes españoles votaron mal, porque votaron contra los intereses de gente muy poderosa. Los bancos pagaron entonces un golpe de Estado que provocó una guerra civil y luego cuarenta años de dictadura. Y cuando los votantes irresponsables ya estaban muertos o suficientemente escarmentados, se restauró la democracia. Ni en Chile se devolvió el poder a la Unidad Popular, ni en España al Frente Popular. Aquí ni siquiera se restauró el orden republicano. La monarquía quedó ahí, blindando un sistema bipartidista en el que podía ganar la derecha o cualquier opción de izquierdas que estuviera dispuesta a aplicar programas económicos de derechas.
Pero el empalagoso populismo de nuestros periodistas hace como si la realidad fuera otra. Como si el rey pudiera hacer lo que hizo el presidente de la república de Weimar en su momento, cuando Hindenburg nombró a dedo a Hitler canciller de Alemania, a petición de los grandes empresarios alemanes. Quizás se han creído también sus propias mentiras de tanto repetirlas. Hitler no ganó las elecciones, por mucho que no haya parado de insistirse en este tópico cada vez que ha convenido para desprestigiar a ciertas fuerzas políticas consideradas indeseables. El caso alemán es otra ilustración de la misma ley de hierro de la democracia a la que estamos haciendo referencia.
A dios gracias, nuestro orden constitucional no permite al Jefe de Estado nombrar a dedo a quien goce de su confianza.
Los comunistas y socialistas habían superado a los nazis en más de un millón de votos. Pese a ello se nombró a Hitler canciller y éste incendió el parlamento y declaró el estado de excepción, prohibiendo el partido comunista y represaliando brutalmente a los socialistas. No se puede decir que las elecciones que luego convocó bajo estas condiciones fueran, por lo tanto, muy democráticas. Pero ahí están nuestros tertulianos gritando que «también Hitler ganó las elecciones» cada vez que se temen un resultado electoral que no les gusta.
A dios gracias, nuestro orden constitucional no permite a nuestro Jefe de Estado nombrar a dedo a quien goce de su confianza. Nuestro sistema para conseguir el mismo resultado ha sido un poco más complejo y mucho más trabajoso. Santiago Alba lo resumió una vez hablando de la pedagogía del millón de muertos: cada cuarenta años más o menos, matas a casi todo el mundo y luego dejas votar a los supervivientes. Teníamos una república y habían ganado las izquierdas. Ahora tenemos una democracia monárquica y una monarquía constitucional. Y un bipartidismo perdurable, gracias sobre todo a los votantes por encima de 54 años que conocieron la dictadura y que recuerdan bien que la democracia tiene sus límites. Y ahí está, para seguir haciendo memoria, su majestad Felipe, hijo del que Franco nombrara en su momento como su sucesor.
Carlos Fernández Liria es profesor de filosofía en la UCM. Su último libro publicado es En defensa del populismo.