La muerte de Aylwin ha detonado en los medios de comunicación de masas esa ya habitual campaña de alabanzas al personaje que nos traslada de golpe a un superficial mundo de fantasía, poblado de claroscuros en que lo que predominan son las apariencias: «retorno a la democracia», «integridad y consecuencia democrática», «lucha contra la dictadura», […]
La muerte de Aylwin ha detonado en los medios de comunicación de masas esa ya habitual campaña de alabanzas al personaje que nos traslada de golpe a un superficial mundo de fantasía, poblado de claroscuros en que lo que predominan son las apariencias: «retorno a la democracia», «integridad y consecuencia democrática», «lucha contra la dictadura», «habilidad para enfrentar las complejidades de la transición», «profundos anhelos de justicia», «preocupación por los más pobres», etc., etc.,
Lo que semejante panegírico pasa por alto, deliberadamente en unos e inadvertidamente en otros, es el verdadero significado del rol desempeñado en este caso por el personaje y por lo tanto la real naturaleza de su obra: ser -en su calidad de máximo dirigente de la democracia cristiana, la expresión política predilecta del imperialismo en Chile-, una de las principales y más confiables caras visibles de la dictadura que ejerce el gran capital sobre el pueblo trabajador.
Solo si se tiene en cuenta ese carácter de su trayectoria política es posible comprender la coherencia de un accionar que aparentemente resulta contradictorio: de claro y decidido apoyo al golpe en 1973 y de persistente empeño por liderar luego la oposición a la dictadura -cuando la capacidad de ésta para contener el descontento popular se encontraba ya políticamente agotada-, esforzándose por llevarla hacia el camino de una «transición pacífica y pactada a la democracia». En uno y en otro caso actuó desde la misma vereda: en clara defensa de la dictadura del gran capital.
En efecto, el gran capital -como fundamento del dominio social ejercido por una clase que, si bien actúa con gran cohesión y determinación en defensa de sus intereses comunes, se encuentra en una constante competencia recíproca entre sus miembros- no está en condiciones de ejercer de manera directa el poder político en la sociedad, labor que queda a cargo de una bien remunerada burocracia civil y militar, cuya existencia opera simultáneamente como mecanismo de ascenso social para las capas intermedias.
La función de dicha burocracia es tanto política como administrativa, es decir de contención y canalización institucional de las demandas populares, buscando permanentemente desactivar su potencial de lucha antisistémico, y de permanente actualización del marco jurídico-político requerido por el sistema para operar con la eficiencia y legitimidad social requerida para poder organizar el conjunto de la vida social.
Este es el rol que les corresponde desempeñar a los partidos burgueses y que en los momentos de aguda crisis política que ponen en riesgo la continuidad del sistema -como las que vivió Chile en 1973, por la amenaza que representó entonces para el dominio del gran capital el gran avance de las luchas populares, y luego a partir de 1983, con el desencadenamiento de las generalizadas y combativas protestas populares contra la dictadura militar- tiene como principal misión la de apagar el incendio.
Es eso, precisamente, lo que logró hacer la Concertación en la segunda mitad de los años ochenta. Desde luego que el término de la dictadura dio satisfacción a la más elemental de las demandas levantadas entonces por la población. Ya no vivimos bajo la permanente y criminal discrecionalidad de la dictadura militar, que había colmado la paciencia de los chilenos hasta el punto de provocar esa enorme oleada de protestas populares que amenazaban con echar abajo todo el edificio. Lo que tenemos ahora es un «Estado de derecho» que reconoce un mínimo libertades y derechos.
Pero los poderes fácticos empresariales que se hallaban parapetados tras la dictadura militar siguen hoy en pie, gozando de todo tipo de resguardos y privilegios legales que les permiten seguir profitando a gran escala a expensas del pueblo trabajador. Y salvo por el persistente falseamiento que se hace del significado del concepto (demos = pueblo, kratos = poder, es decir, el poder del pueblo), lo que hoy tenemos en Chile dista mucho de ser una democracia real y no un mero simulacro de ella. Basta ver a los «representantes del pueblo» negándose tercamente a aceptar que éste sea convocado a discutir y elaborar una nueva Constitución.
De hecho, lo que en rigor tenemos, con la abierta complicidad de la ya ostensiblemente corrupta «clase política» encargada de administrar y dar conducción al sistema, es un régimen plutocrático (el poder de los ricos), disfrazado, aun muy pobremente -por el visceral temor de la clase dominante a aceptar que las decisiones políticas sean una efectiva expresión de la voluntad popular- de democracia, en que los intereses y aspiraciones de la mayoría se ven sistemáticamente ignorados o burlados por sus supuestos «representantes».
Es solo en el horizonte de este modestísimo e inofensivo cuadro político, firmemente respaldado por Washington, que los gallitos de la «transición» entre Aylwin y Pinochet pueden presentarse ahora, por los propagandistas de la misma, como meritorias hazañas del primero frente a las terroríficas amenazas del segundo que merecían la admiración del mundo entero. ¡Por algo es que la derecha más dura no tiene reparos sumarse al coro de alabanzas de la trayectoria de Aylwin y reconocer en él a una figura ejemplar!
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