Suele decirse que el grito de “Muera la inteligencia” lanzado por Millán Astray contra Unamuno en Salamanca fue un exabrupto o una irreflexiva salida de tono. Más bien resultó ser el anuncio de un programa de depuración
El viejo estaba allí. Y habló. Vaya, ya lo creo que habló. Dijo lo que nadie más se atrevió a decir. Y lo dijo bien. Entre el público estaba el tuerto, a quien además le faltaba un brazo. Echaba chispas, el tuerto. Dicen que ese día gritaba mucho. Daba golpes y gruñía como una mala bestia. Se lo llevaban los demonios escuchando al viejo. Había un obispo catalán, el primero que escribió que todo aquello era una Cruzada, que la Ciudad de Dios combatía a la Ciudad del Diablo. Pero allí estaba la esposa del diablo. La llamaban la Alta Dama o la Alta Señora. Al final el viejo tuvo que agarrarse del brazo de la Señora para que no lo linchasen allí mismo. Su marido, en cambio, no tendría tanta clemencia. Pero ya llegaremos a eso.
Conocemos a los personajes. Conocemos los hechos. Sabemos cómo empieza y cómo termina esta historia. El viejo (o el sabio) se llamaba Miguel de Unamuno. Era rector perpetuo de la Universidad de Salamanca, pero el título solo le iba a durar unas semanas. El tuerto (o el manco) era José Millán-Astray y Terreros. Todavía hoy muchos lo conocen por ser el fundador de la legión. Muy pocos, en cambio, saben que también fue el fundador de Radio Nacional de España. La mujer es María del Carmen Polo y Martínez-Valdés, aunque ese nombre a esas alturas nos dice muy poco. Durante los cuarenta años que siguen será conocida como Carmen Polo de Franco. O “la collares”. O, sencillamente, la Señora.
Se ha escrito mucho sobre aquella mañana del día de la Hispanidad (todavía Día de la Raza). Es una de esas leyendas de la Guerra Civil que se han contado tantas veces que casi han perdido su significado. Aunque quizás por ello mismo convenga recordarla.
12 de octubre de 1936. La Guerra Civil apenas cumple su cuarto mes. Las tropas sublevadas contra el Gobierno de la República avanzan rápido. Unas semanas antes, el 28 de septiembre, el general africanista Francisco Franco ha sido nombrado en Salamanca Jefe de los ejércitos “Generalísimo”. A partir de esa fecha la ciudad será sede de su cuartel general, la primera capital (más tarde lo será Burgos) del bando fascista. La celebración del descubrimiento de América, Fiesta de la Raza, ha de ser por tanto por todo lo alto. Salamanca ya ha dejado de ser la primera universidad del país, pero todavía mantiene un prestigio y una influencia determinantes, en gran medida debido precisamente a la figura de Unamuno. Sin caer en la exageración, el viejo es con diferencia el intelectual más respetado en España. Anda por los setenta y dos años y ha visto ya varios cambios de régimen. El sabio ha vivido las guerras carlistas. Tres veces ha sido rector de la Universidad de Salamanca y en dos ocasiones ha sido destituido por razones políticas. Pronto va a sumar la tercera. Resumiendo mucho: le gustaba meterse en líos. Sin importarle el color del gobierno, siempre ha sido incómodo para el poder. Ha conocido el destierro por injurias al rey Alfonso XIII y por insultar a Primo de Rivera (“fantoche real y peliculero tragicómico”). También ha contribuido como pocos a la caída de la monarquía, hasta el punto de proclamar desde el balcón del Ayuntamiento la llegada de la República el 14 de abril de 1931. Comenzaba, según sus palabras, “una nueva era y termina una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”.
Desde aquel día ha llovido mucho. El sabio no oculta ahora su decepción por la marcha de la República ni su desprecio visceral hacia el presidente Azaña (“Cuidado con Azaña, es un escritor sin lectores y será capaz de hacer una revolución para tenerlos”). Y sí, Unamuno se contradecía a sí mismo unas nueve veces al día y rara vez se casaba con nadie. Hasta ese momento, no obstante, Franco y el resto de militares sublevados no pueden estar más contentos. El cerebro más reconocido del país les daba su apoyo. Con matices, claro. Unamuno siempre fue incómodo. Lo iba a demostrar una última vez, aunque a cambio descubriría que, a diferencia de lo ocurrido en los años veinte, lo que llegaba con Franco no era una segunda versión de la dictadura de Primo de Rivera. Posicionarse en su contra no se resolvía con cuatro meses de destierro en Fuerteventura.
Pasemos ahora al escenario. Paraninfo de la Universidad de Salamanca. Filas a rebosar. Se conservan las imágenes de ese día. Falangistas, soldados, personalidades, catedráticos. Era un acto protocolario, pero importantísimo. A nadie se le escapa la necesidad de contar con el respaldo del mundo académico. Y las palabras del viejo con cara de búho contaban mucho, dentro y fuera de España.
Y sin embargo, nada va a seguir el guión previsto.
Tras la misa de rigor, llega el acto académico. Todo está preparado para el espaldarazo definitivo al alzamiento. No vamos a aburrirnos con los discursos. La secuencia sigue así. Primero le toca el turno a Unamuno. Es un saludo de cortesía. Dice que prefiere no hablar: “Me conozco cuando se me desata la lengua”. Le siguen el catedrático José María Ramos Loscertales, el dominico Vicente Beltrán de Heredia, el catedrático Francisco Maldonado de Guevara. Cierra las charlas el presidente de la comisión de Cultura y enseñanza, José María Pemán. Las dos primeras intervenciones siguen los cauces esperados. Unamuno escucha sereno la chatarrería verbal de la época: loas a España, vivas al Caudillo, denuncias del marxismo, la masonería, el judaísmo, el bolchevismo. Cuando llega el discurso de Maldonado de Guevara, los ánimos de la audiencia andan desatados. Lo que se escucha a continuación rompe incluso la escala de la estupidez. Maldonado habla de catalanes y vascos como “cánceres en el cuerpo de la nación” que “el fascismo, sanador de España, sabrá cómo exterminar, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos”. El público, lejos de horrorizarse, rompe en gritos. Se oyen los “vivas” de Millán Astray. Los falangistas aplauden extasiados.
Foto: Francisco Franco y Millán Astray en un acto de la Legión en 1926.
Es entonces, cuentan los testigos, cuando a Unamuno le cambia la cara. El anciano aprieta las manos. Se busca en los bolsillos. Allí encuentra una carta de Enriqueta Carbonell, esposa de Atilano Coco, pastor protestante detenido en los primeros meses de la guerra. Unamuno se había llevado la carta para entregársela a Carmen Polo y tratar de conseguir que la petición de clemencia llegue hasta Franco. Ahora, nervioso, toma el papel y garabatea en el reverso algunas anotaciones. Escribe: “Guerra incivil”. Escribe: “Catalanes y vascos”. Escribe: “Vencer y convencer”. Escribe: “Cóncavo y convexo” (esto último no lo llegó a utilizar). Cuando José María Pemán termina su discurso, el todavía rector de Salamanca se pone de pie. Las palabras que siguen varían según las fuentes. La versión que da Andrés Trapiello en Las armas y las letras es, tal vez, una de las más completas. Según Trapiello, el silencio que se hizo fue profundo.
“Estáis esperando mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. Callar, a veces, significa mentir, porque el silencio puede interpretarse como aquiescencia. Había dicho que no quería hablar, porque me conozco; pero se me ha tirado de la lengua y debo hacerlo. Se ha hablado aquí de guerra internacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo he hecho otras veces. Pero no, la nuestra solo es una guerra incivil. Nací arrullado por una guerra civil y sé lo que digo. Vencer no es convencer y hay que convencer sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia, que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición. Quisiera comentar el discurso (por llamarlo de alguna forma) del profesor Maldonado. Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes. El obispo, quiera o no, es catalán, nacido en Barcelona, para enseñaros la doctrina cristiana, que no queréis conocer, y yo que, como sabéis, nací en Bilbao, soy vasco y llevo toda mi vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Eso sí es Imperio, el de la lengua española, y no…”
Llega en ese momento la interrupción de Millán Astray. El tuerto se levanta. Comienza a golpear la mesa con su única mano y grita: “¿Puedo hablar? ¿Puedo hablar?”. Hecho una furia, culmina su discurso con el lema de la legión: “¡Viva la muerte!”. La audiencia jalea. Unamuno prosigue:
“Acabo de oír el grito necrófilo y sin sentido grito de ¡Viva la muerte! Esto me suena lo mismo que ¡Muera la vida! Y yo, que me he pasado toda la vida creando paradojas que provocaron el enojo de los que no las comprendieron, he de decirles, como autoridad en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente […] ¡Y otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma. Desgraciadamente hay hoy en día demasiados inválidos en España. Y pronto habrá más, si Dios no nos ayuda. Me duele pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de psicología de las masas. Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre (no un superhombre) viril y completo a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que carezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado viendo cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él.”
Se produce en ese instante la segunda y definitiva interrupción del legionario, quien suelta su frase: “Muera la inteligencia”. Hay quien dice que sus palabras fueron otras: “¡Mueran los intelectuales!”. O tal vez: “Si la inteligencia sirve para el mal, muera la inteligencia”. O tal vez: “¡Muera la intelectualidad traidora!”. Para algunos apólogos, la misma idea expresada de otras formas resulta de algún modo menos brutal. Al oírle Unamuno se enerva y llegan sus palabras finales, minutos antes de que el acto termine prácticamente a golpes.
“Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Vosotros estáis profanando su sagrado recinto. Yo siempre he sido, diga lo que diga el proverbio, un profeta en mi propio país. Venceréis, pero no convenceréis. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis, porque convencer significa persuadir. Y para persuadir, necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en España”.
De nuevo tenemos para esto casi tantas versiones como testigos. Hay quien dice que el viejo salió casi en volandas, perseguido por los falangistas. En los últimos años, una serie de historiadores ha negado que Unamuno corriera peligro. Lo cierto, sin embargo, es que incluso una versión tan poco sospechosa de izquierdismo como la que daba el propio Millán Astray días después de lo ocurrido refleja la atmósfera reinante:
“Al terminar, la Señora del Jefe del Estado salía sola y entonces me dirigí al señor de Unamuno y le dije: “Señor Rector: dé usted el brazo a la Señora del Jefe del Estado y acompáñela hasta la puerta a despedirla”. Él así lo hizo. Yo fui detrás. Luego supe que los estudiantes jóvenes y principalmente los falangistas, si no hubiese sido por haber ido dando el brazo a la Señora del Caudillo e ir yo detrás de ellos, quizás hubiesen tomado alguna medida violenta contra el señor Unamuno.”
Normalmente aquí suele terminar el relato. La verdadera historia, en cualquier caso, comienza en este mismo punto. Es el fin del viejo. Esa tarde, cuando acude a su tertulia en el Casino, sus compañeros le dan la espalda y lo insultan. Un día después, 13 de octubre, el Ayuntamiento aprueba su destitución como concejal. El 14 de octubre, el claustro de la Universidad de Salamanca decide retirarle la confianza. Es el mismo claustro que en enero de ese año había propuesto a Unamuno como candidato al premio Nobel de literatura. El 18 de octubre es cesado oficialmente. En palabras de su biógrafo, Jon Juaristi, el ya ex rector se convierte en prisionero de Salamanca. No vuelve a poner un pie en la calle. “He decidido no salir ya de casa desde que me he percatado de que al pobrecito policía esclavo que me sigue –a respetable distancia– a todas partes, es para que no escape –no sé adónde- y así me retenga en este disfrazado encarcelamiento como rehén de no sé qué, ni por qué ni para qué”.
En cuestión de semanas sus amigos dejan de visitarle. Ser visto en su compañía se convierte en motivo de sospecha. Dos meses más tarde, el 31 de diciembre, día de Nochevieja, hacia las cinco de la tarde, muere en Salamanca Miguel de Unamuno y Jugo, escritor, filósofo, diputado en Cortes, rector perpetuo. Al día siguiente, primero de enero, se reúnen en un velatorio los mismos catedráticos y falangistas que lo habían defenestrado. Estos consiguen apropiarse del féretro para enterrarlo como si fuera uno de los suyos. Ese día el nieto del ex rector salía corriendo mientras gritaba a sus padres: “Se llevan al abuelo, a tirarlo al río”.
La depuración
Todo esto lo cuenta el historiador Jaume Claret Miranda en su libro El atroz desmoche. La destrucción de la Universidad española por el franquismo, 1936-1945. En realidad, el incidente de Salamanca es apenas una de las muchas cosas, ni siquiera la más grave, de las muchas que se detallan en este libro. Con una bibliografía y una documentación que solamente se puede considerar abrumadora, Claret Miranda recorre un episodio silenciado y oculto durante décadas, nunca antes contado en su totalidad. Su libro, basado en la tesis del autor, es estudio minucioso y pormenorizado, universidad por universidad, centro por centro (Salamanca, Valladolid, Zaragoza, Santiago de Compostela, Oviedo, Sevilla, Granada, Barcelona, Madrid, Valencia y Murcia), de un exterminio intelectual: el plan de liquidación de cualquier rastro de disidencia por parte del régimen de Franco.
Como escribe en su prólogo el historiador Josep Fontana, el choque entre Millán Astray y Unamuno posee un valor metafórico. “Cuando se habla del ‘¡Mueran los intelectuales!’ que José Millán Astray pronunció el 12 de octubre de 1936 en Salamanca se suelen interpretar sus palabras como el exabrupto de un militar temperamental. Lejos de ello, representaban la expresión sincera de un punto fundamental del programa de los sublevados de 1936”.
Al recordar el incidente corremos el riesgo de quedarnos con una imagen banal o caricaturizada de Millán-Astray, la de un malvado de cartón piedra, un villano de opereta que grita y bufa como un mastín enloquecido. A ello contribuyen sin duda sus discursos exaltados, su sangriento historial y su imagen poco menos que siniestra. Su biógrafo, Luis E. Togares, quien no se esfuerza demasiado en disimular la admiración que le suscita el personaje, lo describe así: “Su imagen, de uniforme, tuerto y manco, con el pecho repleto de condecoraciones, la mirada fría de su único ojo, como perdida, y la tez cetrina y cadavérica, resultaba la misma imagen de la muerte en combate, la imagen subyugante de la guerra”. No obstante, según cuenta el libro de Togares, quizás la mayor contribución de Millán Astray a la historia de España no sea ni su enfrentamiento con Unamuno ni la fundación de la Legión, sino el apoyo decidido al nombramiento de Franco como jefe de los Ejércitos. El Polifemo del Rif (según el terriblemente cursi apodo que acuñó la prensa franquista) hizo todo lo posible por promocionar a su viejo compañero de batallas en África. Como insiste Fontana, no está de más recordar que pocas semanas después del episodio en Salamanca, Franco nombró a Millán Astray jefe de la Oficina de Prensa y Propaganda, y que ya unas semanas antes el tuerto había sugerido la inserción obligatoria en todos los periódicos del lema “Una Patria, un Estado, un Caudillo”, copia casi literal del Ein Volk, ein Reich, ein Führer de Hitler.
El Día de la Raza no fue la única vez que Millán Astray habló de acabar de raíz con todo rastro de disidencia. Lo haría de nuevo una semana más tarde, el 18 de octubre, escribe Jon Juaristi, durante la inauguración de un cuartel de requetés, “amenazando con fulminar a los intelectuales desafectos a la rebelión”. ¡Muera la inteligencia! no era un grito descontrolado, sino el anuncio exacto de lo que iba a suceder en los años siguientes.
En la universidad, aquello fue llamado “el atroz desmoche”. La expresión se la debemos nada menos que a Pedro Laín Entralgo, uno de aquellos falangistas arrepentidos, quien en su Descargo de conciencia, publicado tras la muerte de Franco (en 1976), afirma: “…se acometía la empresa de la reconstrucción intelectual de España –tan urgente, después del atroz desmoche que el exilio y la depuración habían creado en nuestros cuadros universitarios, científicos y literarios”.
¿Cuántos cerebros fueron desmochados? Poner números a la llamada depuración es tarea imposible. Según Jaume Claret, en cada territorio “la autoridad militar correspondiente, con la colaboración de fuerzas vivas, adoptaba una serie de medidas provisionales en el ámbito educativo con el objetivo de purgar a los elementos republicanos y de izquierdas y devolver el control a los elementos católicos y de derechas”. La purga alcanzaba todos los niveles. Se calcula, por ejemplo, que hacia 1937 ya eran 50.000 los maestros expedientados. Hacia marzo de 1939, el ministro franquista Sainz Rodríguez cifraba en 1.101 los docentes universitarios depurados. Son las estimaciones del régimen. Desde el otro lado, los republicanos en el exilio estimaban que cerca de un 40% del profesorado universitario se vio afectado.
En los discursos de la época, los propagandistas de Franco describen la aniquilación como un pasaje bíblico: “La espada de nuestro caudillo trazó, en un amanecer ardiente de julio, la divisoria entre dos mundos irreconciliables, entre el reinado del error y el imperio de la verdad… Y como en todo trance de creación, nuestra Patria revivió en el alumbramiento de un orden nuevo, el augusto dolor de su gloria y mística maternidad”. Dentro de la universidad, la guerra civil tuvo efectos similares a los de la bomba atómica. A la destrucción inicial habría que sumarle los daños causados por varias décadas de radiaciones. Incluso puede que algunos claustros no se hayan librado todavía hoy de la contaminación. Ello explicaría, en opinión de Josep Fontana, el –digamos– escaso interés hacia este episodio. “¿A qué puede deberse esta diferencia entre la forma en que se ha investigado la tragedia de los maestros y el silencio acerca de lo que sucedió en las universidades? La razón esencial es que la universidad franquista no se renovó después de la transición y optó, para disimularlo, por callar y esconder su pasado”.
Los claustros universitarios, explica Claret, se vieron profundamente afectados tanto por las consecuencias directas –exilio, muerte y represión del profesorado– como por las indirectas –nuevas adjudicaciones de vacantes, interferencias políticas o equilibrios entre los intereses de las familias ideológicas. Todo ello “de resultas de una política que propugnaba la necesidad de entrar a sangre y fuego, sin respeto a nada de lo preexistente”. Como bien resumía desde su exilio mexicano el médico y científico José Puche Álvarez, “lo que se perdió en la guerra no fue sólo un Gobierno, sino toda una cultura”.
El caso de Salvador Vila Hernández
La asepsia de las cifras no permite siquiera asomarse a la tragedia detrás de cada expediente. Los más afortunados perdían el trabajo. Otros acababan en el exilio. Demasiados, en las cárceles o ante el pelotón de fusilamiento. Para comprender la dimensión humana de la pérdida es necesario volver al terreno de las historias. Regresemos por tanto al 12 de octubre de 1936. Conviene recordar, por ejemplo, que el mismo día y a la misma hora que Unamuno se enfrentaba a Millán Astray en Salamanca, en la Universidad de Sevilla el poeta de la generación del 27 Jorge Guillén leía el discurso del Día de la Raza ante el general Queipo de Llano y el Gran Visir de Tetuán, Sidi Ahmed El Ganmia. A Guillén le recomendaron participar en el acto de adhesión al alzamiento para que no prosiguiera la investigación abierta contra él. En agosto de 1936 se le había denegado ya el permiso para asistir a una reunión del Pen Club en Buenos Aires. Finalmente, tras muchos azares, se exilió con su familia a Francia y después a Canadá.
Foto: Retrato de Salvador Vila.
Menos suerte tendría Salvador Vila Hernández, rector de la Universidad de Granada al estallar la Guerra Civil. Salvador Vila era un joven catedrático salmantino. Fue un investigador precoz, así como un extraordinario arabista. También fue amigo y discípulo predilecto de Unamuno, a quien tuvo como maestro mientras estudiaba Letras y Derecho en Salamanca. En 1928 había disfrutado de una beca para estudiar cultura árabe en la Universidad de Berlín, donde conoció a su futura mujer Gerda Leimdörfer, procedente de una familia judía, laica e ilustrada, hija del redactor jefe del principal periódico judío de la capital alemana.
Quienes conocieron a Salvador Vila habrían de recordarlo como un hombre “sonriente siempre, y sencillo y bueno”. Era de carácter tímido y tenía un leve defecto de pronunciación en el habla. Eso no le impidió hacerse, en 1935, con la dirección de la Escuela de Estudios Árabes en Granada, y un año después, en 1936, con el rectorado de la Universidad. Tras conocerse la noticia del golpe de Estado, y con la confianza de que el paso del verano calmaría los ánimos, el matrimonio partió a Madrid y a Salamanca para visitar al viejo maestro. De acuerdo con el relato de Claret: “Durante aquellas primeras semanas, Miguel de Unamuno y Santiago Vila pasearon y conversaron por las calles de Salamanca como si nada sucediese a su alrededor”. Uno de aquellos días, el 7 de octubre de 1936, después del almuerzo, “una pareja de la Guardia Civil detenía al joven matrimonio en su casa y los trasladaba a Granada. Alarmado ante el arresto, el maestro trataba en vano de interceder por su discípulo predilecto. Mientras tanto, Salvador y Gerda eran encarcelados por separado en la prisión de hombres y en la de mujeres. Ya no volvieron a verse”.
No es exagerado pensar que la persecución y el arresto de su alumno más brillante cambiaron radicalmente la visión de Unamuno sobre el levantamiento militar de Franco. Esa es la interpretación que hace Jaume Claret y cuesta no asumirla como la más correcta. “El cambio de actitud no respondió a ningún arrebato irreflexivo, sino que venía originado por una lenta evolución a raíz del constante goteo de noticias sobre los excesos represores cometidos por las nuevas autoridades”. En uno de sus cuadernos, el rector de Salamanca apunta lo siguiente: “El que una horda de locos energúmenos mate a un número de ricos sin razón alguna, por bestialidad, no me parece tan grave como el que unos señoritos asesinen a un profesor por suponerle masón”.
En los primeros días de octubre, Unamuno comienza a escribir a las autoridades cartas que no obtienen respuesta. Llegado el momento decide visitar personalmente a Franco en su cuartel general. El todavía rector confía en su autoridad y su prestigio para interceder por sus amigos. Pide clemencia, entre otros, para el catedrático y último alcalde republicano de Salamanca, Casto Prieto Carrasco. Sus palabras apenas son escuchadas. El caudillo no atenderá ninguna de sus peticiones. Es más, puede que, después del altercado con Millán Astray, quedase echada para siempre la suerte de Salvador Vila. Así lo sugiere en su libro Jaume Claret: “No por casualidad, el crimen contra el discípulo se producía poco después de que el general Francisco Franco firmase la destitución de Miguel de Unamuno como rector dentro de las represalias tras el incidente durante la celebración de la Fiesta de la Raza”. La noche del 22 de octubre de 1936, el ya destituido rector de Granada es conducido a Víznar, la misma localidad donde tres días antes era asesinado Federico García Lorca. Allí será fusilado junto con otros veintiocho presos.
“Gerda Leimdörfer no se enteró del asesinato de su marido hasta el 1 de noviembre, y no consiguió ser excarcelada hasta tiempo después, gracias a los buenos oficios del compositor Manuel de Falla.” Para lograrlo, y como si hubiesen vuelto los tiempos del Santo Oficio, “tuvo que abjurar del judaísmo y convertirse al catolicismo. Con un niño de pocos meses, la viuda de Salvador Vila tomaba el nombre de María de las Angustias, virgen patrona de Granada”.
Prisionero en su propia casa en Salamanca, la noticia de la muerte de Salvador Vila no hizo sino añadir amargura a los últimos días de namuno. El 13 de diciembre, dos semanas antes de su muerte, el maestro se lamentaba así en una carta dirigida a su amigo Quintín de la Torre:
“Claro está que los mastines –y entre ellos algunas hienas– de esa tropa no saben lo que es la masonería ni lo que es lo otro. Y encarcelan e imponen multas –que son verdaderos robos y hasta confiscaciones y luego dicen que juzgan y fusilan. También fusilan sin juicio alguno […] Y esto es cosa cierta, porque lo veo yo y no me lo han contado. Han asesinado, sin formación alguna de causa, a dos catedráticos de universidad –uno de ellos, discípulo mío– y a otros. Últimamente al pastor protestante de aquí, por ser… masón. Y amigo mío. A mí no me han asesinado todavía estas bestias al servicio del monstruo […] Qué cándido y que ligero anduve al adherirme al movimiento de Franco.”
La exhibición de atrocidades
El anti-judaísmo en los primeros años de represión franquista no era el único elemento común con el nazismo alemán o la Inquisición española. También lo fue la quema de libros. El 30 de abril de 1939, cuando aún no se cumple un mes del final de la guerra, una pira de volúmenes considerados peligrosos o degenerados arde en la Universidad Central de Madrid. Los nuevos dirigentes, leemos en El atroz desmoche, justificaron las hogueras por “la falsificación, a través del libro escolar, de nuestra historia patria, buscando en el servilismo soviético el modelo más adecuado para infiltrar en la niñez el odio a todo lo nacional, a todo lo católico y espiritual”.
El adjetivo “atroz” (es decir: fiero o cruel) no es gratuito. Difícilmente puede definirse de otro modo lo ocurrido en Santiago de Compostela: la persecución a la que se vieron sometidos los miembros del Seminario de Estudios Galegos (SEG). “Al menos noventa y nueve fueron asesinados, represaliados o se exiliaron.”
Sólo como atroz (es decir: inhumano o enorme) puede describirse el asesinato en Oviedo del rector y catedrático de Derecho Civil Leopoldo García-Alas García-Argüelles. Sus asesinos alegaron que el acusado había asistido a un mitin de Manuel Azaña. La causa última de su muerte, en cambio, no se debía a su ideología ni a su cargo, sino sencillamente al hecho de ser el hijo de Leopoldo Alas “Clarín”, autor de La regenta. El odio de la sociedad tradicional de Oviedo contra aquella novela llegaba a tal extremo que, al no poder descargar su rabia contra el literato (Clarín llevaba muerto desde 1901), la emprendieron contra su hijo y el monumento a su honor. Así lo narra Claret: “Un grupo de jóvenes vestidos con camisa azul, correajes y pistolas colocaban una enorme careta de burro en el busto del novelista y, antes de dinamitarlo, se fotografiaban orgullosos frente a él”.
La exhibición de atrocidades podría dar la impresión de obedecer a una espiral desatada de furia sin sentido. Nada más lejos de la realidad. En el campo de la cultura esa interpretación sería enormemente ingenua. La violencia tenía un triple fin: el castigo para los desafectos, la sumisión de los indecisos y la cohesión de los vencedores. Por esto mismo el período de la “depuración” sería una edad dorada para los delatores. El franquismo, apunta este libro, no sólo necesitaba una universidad sometida, sino cómplice. Al fin y al cabo, casi peor que las ausencias sería lo que vino después, cuando el vacío del exilio, las cárceles y las cunetas pasó a ser cubierto por una legión de arribistas. Detrás de cada sanción, de cada exilio, de cada asesinado, se hallaba un beneficiario. Las cátedras se convirtieron en botín de guerra y premio por los servicios prestados. En la práctica, la consecuencia inmediata para las generaciones siguientes sería una universidad mucho más restringida, además de declaradamente clasista y sexista. El bachillerato universitario se volvía más selectivo, subraya Claret, y la educación superior reducía sus objetivos, “a dotar de una cultura clásica, religiosa y eminentemente española a la minoría selecta de alumnos que han de ir a la Universidad”. Una minoría selecta donde muy pocos tenían cabida, “y menos aún las alumnas, cuyo puesto último, en general, no debe ser la Universidad, sino el hogar”.
Con frecuencia se ha dicho, con admirable capacidad de síntesis, que la Guerra Civil la ganaron los curas y la perdieron los maestros. En el campo de las ideas, el nuevo régimen tuvo como objetivo inicial, a menudo expresado de forma explícita, borrar cualquier rastro del pensamiento crítico y racionalista nacido en la Ilustración, y que por azares históricos en España solo había llegado a eclosionar en los años veinte y treinta del siglo XX. Como dice el historiador británico Eric Hobsbawm, la guerra “encarnaba las cuestiones políticas fundamentales de la época: por un lado, la democracia y la revolución social, siendo España el único país de Europa donde parecía a punto de estallar; por otro, la alianza de una contrarrevolución o reacción, inspirada por una Iglesia católica que rechazaba todo cuanto había ocurrido en el mundo desde Martín Lutero”. El 1 de abril de 1939, cautivo y desarmado el Ejército rojo, el monopolio del pensamiento regresaba a manos de Dios.
Con la nueva era de la Victoria, la Iglesia recuperaba el control de todos los ámbitos educativos. En la escuela su dominio iba a ser absoluto. En la educación universitaria el único rival serio en la disputa del botín iba a ser la Falange, que ya en los años de la República tenía presencia en los campus a través del SEU (Sindicato Español Universitario). Entre los planes para una universidad “falangizada”, el Movimiento Nacional promovía el logro de la “autarquía cultural” (sic). Pero aun así Falange ni pudo ni supo imponerse. Como se recoge en El atroz desmoche: el mismo Franco aclaraba que en España “no hará falta una universidad católica, porque todas nuestras universidades serán católicas y en ellas habrá una enseñanza superior religiosa de carácter filosófico”.
Foto: Juan Peset
Así, mientras los colegios se llenaban de crucifijos y las facultades de capillas, la persecución de profesores ligados a la República no cesaba. Entre los últimos ajusticiados figura el nombre de Juan Peset Aleixandre, catedrático de Medicina legal y exrector de la Universidad de Valencia. Otro alumno extraordinario, que acumulaba cinco carreras (doctor en Medicina, Ciencias y Derecho, y perito químico y mecánico), y que fue condenado por dos veces a muerte en un simulacro de consejo de guerra. En su defensa, multitud de testimonios aseguraban que hizo lo posible por proteger vidas y edificios en la retaguardia republicana. No sirvió de mucho. A las seis de la mañana del 24 de mayo era fusilado contra el muro del cementerio de Paterna (Valencia). Más de dos mil personas fueron asesinadas allí. La muerte del rector Juan Peset ocurrió en 1941. La guerra, por aquellas fechas, llevaba dos años terminada.
Una ola de estupidez
A partir de 1939 todo intento de modernización pedagógica o democratización de la Universidad era abolido. Las consecuencias, dice Jaume Claret, no sólo no se ocultaban, sino que eran asumidas como un mal necesario: “el desmoche ha sido tremendo porque tremenda era la plaga”. En Barcelona el número de expedientes se volvía gigantesco. Al ser una de las últimas ciudades en caer, “todos los docentes de la Universidad fueron declarados suspensos de empleo y obligados a solicitar el reingreso y la depuración”.
En Madrid, entre los perjudicados partirían al exilio personalidades tan conocidas como Américo Castro o Claudio Sánchez-Albornoz. Julián Besteiro, catedrático de Lógica y ex presidente del Congreso y del Partido Socialista, pagaría con su vida el compromiso con la República. Murió en 1940 en la cárcel de Carmona (Sevilla). Terminada la guerra, y al ser preguntado por sus captores por la localización exacta del Tesoro Nacional, cuentan que Besteiro respondió con un punto de orgullo: “En las cárceles y en los campos de concentración”.
Con el tiempo, más tarde o más temprano, los sectores más aperturistas y lúcidos del franquismo llegarían a ser conscientes del daño causado. Destacan las palabras del primer ministro de Educación Nacional de Franco, Pedro Sainz Rodríguez, quien calificó el éxodo de intelectuales como “uno de los más graves problemas que la Guerra Civil plantea a la cultura española”. Una pérdida, en su opinión, que únicamente podía ser comparada con “la emigración de los afrancesados a raíz de la Guerra de la Independencia”. La suya no era, no obstante, la opinión mayoritaria en su tiempo. En cuestión de tres años el pensamiento había retrocedido a las tinieblas medievales, con el aplauso exaltado de quienes ahora estaban llamados a dirigir la cultura. En Los intelectuales y la tragedia de España, libro publicado en 1937, Enrique Suñer Ordóñez proponía directamente la “extirpación a fondo de nuestros enemigos, de esos intelectuales, en primera línea, productores de la catástrofe. Por ser más inteligentes y cultos, son los más responsables”.
Jaume Claret termina su estudio sobre El atroz desmoche en el año 1945. Es cierto que a partir de esa fecha, tras la derrota de Hitler y Mussolini en la Segunda Guerra Mundial, se atempera (sin llegar nunca a detenerse) el grado de represión ideológica en las aulas españolas. Como ha estudiado entre otros Jordi Gracia en La resistencia silenciosa y antes en Estado y cultura. El despertar de una conciencia crítica bajo el franquismo, la universidad no tardaría en volver a ser en la década siguiente uno de los focos de resistencia contra la dictadura. La razón ilustrada pudo recuperar algo de oxígeno, de forma precaria y escondida, a partir de los años cincuenta. La historia reciente de la universidad española es quizás un relato de claroscuros, pero en la inmediata posguerra la oscuridad era absoluta.
“Cuando nos referimos al yermo franquista siempre tenemos en mente a todos aquellos docentes que se perdieron, pero olvidamos que el yermo real y duradero lo crearon sobre todo aquellos profesores que permanecieron en España y ocuparon las vacantes”, concluye Claret. “Evidentemente, en esta desgraciada herencia hubo excepciones […] Con los años, además, la masificación impidió mantener el control estricto de los claustros, y poco a poco, algunas cátedras se airearon, pero en muchas otras la herencia siguió presente. De hecho, todavía parte de la actual universidad española es más hija de la universidad franquista que de la republicana. No ideológicamente, sino por tradición.”
Casi nadie lee hasta el final estos artículos. Por lo tanto, querido lector o querida lectora, si has llegado hasta esta línea significa que podemos hablar en confianza y compartir alguna confidencia. Resulta tentador que nos preguntemos, por ejemplo, cómo habría sido la universidad española si el proceso modernizador puesto en marcha por la República no hubiera sido ahogado en un charco de sangre.
La próxima vez que oigamos hablar sobre la precariedad de la investigación en España, sobre rectores colocados a dedo que plagian sus trabajos o sobre la falta de prestigio de los campus españoles, podríamos pensar por un momento en Miguel de Unamuno, en Salvador Vila, en Leopoldo García-Alas, en Julián Besteiro, en Juan Peset. O en las palabras que escribió desde el exilio Manuel Azaña. En sus últimos cuadernos se conserva esta nota, escrita en junio de 1939, un año antes de su muerte: “Todas las informaciones que recojo prueban que, sin haberse retirado la ola de sangre, ya se abate sobre España la ola de la estupidez en que se traduce el pensamiento de sus salvadores. El desastre para todo el país, debe ser aún mayor de lo que yo me imaginaba y temía”. En el fondo, las palabras que Millán Astray dirigió aquel 12 de octubre contra Unamuno no habían podido ser más acertadas. “Todo lo ocurrido en España”, escribiría Azaña, “es una insurrección contra la inteligencia”.
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CLARET MIRANDA, Jaume (2006). El atroz desmoche. La destrucción de la Universidad española por el franquismo, 1936- 1945.Barcelona: Crítica.
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Miguel de Lucas es periodista y candidato a doctor en Literatura española e hispanoamericana en la Universidad de Sevilla. En la actualidad trabaja como profesor de Lengua española en el Centro Norteamericano de Estudios Interculturales de Sevilla.
Para saber más:
GRACIA, Jordi (2004). La resistencia silenciosa. Fascismo y cultura en España. Barcelona: Anagrama.
JUARISTI, Jon (2012). Miguel de Unamuno. Madrid: Taurus.
RABATÉ, Colette y RABATÉ, Jean Claude (2009). Miguel de Unamuno. Biografía. Madrid: Taurus.
ROJAS, Carlos (1995). ¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte! Salamanca, 1936. Barcelona: Planeta.
TOGORES, Luis E. (2004). Millán Astray. Legionario. Madrid: La esfera de los libros.
TRAPIELLO, Andrés (2010). Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939). Barcelona: Destino.