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El segundo paraíso

Fuentes: Rebelión

Hace ya una docena de años que tomé una cita de Hilde Domin: «una casa / al lado de un manzano / o un olivo», para abrir unos poemas míos titulados «Notas sobre el antiguo tema de dejar la ciudad». Se me impuso ese modo de nombrar el deseo de un lugar propio, construido como […]

Hace ya una docena de años que tomé una cita de Hilde Domin: «una casa / al lado de un manzano / o un olivo», para abrir unos poemas míos titulados «Notas sobre el antiguo tema de dejar la ciudad». Se me impuso ese modo de nombrar el deseo de un lugar propio, construido como sedimento de la vida, posible solo desde el extrañamiento, en la voz de una autora que durante más de la mitad de la suya no lo tuvo. Acababa de salir entonces la única antología española de su poesía, de producirse su única visita a España en cuarenta años; pero antes ella había escrito esos versos en Arroyo de la Miel, en una casa blanca sobre el mar, en la costa de Málaga, igual que escribió su novela El segundo paraíso en San Rafael, rodeada de pinos junto al Guadarrama.

Hilde Domin (1909-2006) publicó su primer libro, Solo una rosa como apoyo, cuando ya había cumplido los 50 años; la editorial le pidió que rebajara su edad en la solapa, porque la verdadera no ayudaría a una principiante. En casa, el poeta era su marido, Erwin Palm, más conocido como historiador. Al escribir su primer poema, en 1951, cuando conoció la muerte de su madre, para asimilar la sorpresa de la escritura probó a traducirlo al castellano, «a ver si se tenía»; no en vano se describía diciendo: «Yo, Hilde Domin, he nacido siendo discípula de los poetas españoles», evocando así su aprendizaje, la historia de sus lecturas. Quizá esa extrañeza, la exterioridad de la que da cuenta Antonio Pau en un libro preciso e intenso, Hilde Domin en la poesía española, explique el impacto que causó en Alemania desde el principio. Pero ha de haber más, y releerla ahora me plantea esta cuestión que no llego todavía a responder.

Salieron los dos -Hilde y Erwin-de su tierra en 1932 con destino a Italia, para hacer ella su tesis de derecho político sobre un precursor de Maquiavelo, e investigar él en historia de Roma; también con conciencia de su condición de judíos y la intuición de lo que venía. Al empezar la guerra, pasando por Londres, embarcan hacia la República Dominicana: era el único país que no pedía papeles ni dinero, y ellos no tenían lo uno ni lo otro. De aquella isla tomará ella más tarde su nombre literario; allí aprenderá la lengua. Su vida, aunque privilegiada si se piensa en los internados en los campos, fue más dura que las de otros exiliados en América y paradigmática de la precariedad que definió una época y que tal vez está hoy recuperándose por otras vías. Solo una rosa como apoyo empieza con una cita de Lope de Vega: «Dando voy pasos perdidos / por tierra, que toda es aire», de la que derivó los versos que ella quiso como epitafio: «Puse el pie en el aire / y me sostuvo». La fundación poética se dio en plena carencia; de la cueva de Polifemo «los que huyen / del gigante / no se llevan nada / excepto la huida».

Y, sin embargo, Gadamer consideró a Domin la «poeta del regreso», y ella llegó a decir que: «el regreso, no la persecución, ha sido el gran acontecimiento de mi vida». ¿Encontró el lugar? El éxito de crítica desde el principio, la sensación general de que su voz era nueva en el sentido más fuerte, abre una segunda (o tercera, o cuarta) parte de su vida dedicada a la escritura y reconocida con los principales premios de Alemania, con continuos viajes y lecturas. Lo nuevo de su voz parece arraigar en una antigua idea, la sobriedad tal como la proponía Hölderlin, que ella formula como «la relación entre excitación y pensamiento», vinculándola a una sentencia de Confucio: «Encontrar la palabra exacta para el tono sin voz del corazón significa no mentirse a sí mismo»; tono neutro, exactitud y sentimiento remiten a la sobriedad, pero el sentido se desplaza al tipo de relación que se mantiene con la propia vida.

No sé si llamarlo intensidad: «Solo la hora que suena y se tensa / hasta la más externa / piel del corazón / subsiste», o si intentar entenderlo con la ayuda de una novela de entonces, que he ido releyendo a la vez, Noticias sobre Christa T, de Christa Wolf, aun sabiendo que asocio aquella descarnada carencia, con la rara, imposible continuidad de la vida de quienes se quedaron en la Alemania del Este, en el lugar mismo del nacimiento. Escribe Wolf ese relato excepcional de un modo borroso, salpicado además de huecos, de fuertes impulsos inconexos, y requiere un lector que dude al ritmo con que la narradora duda -o con que afirma, sin que sepamos bien qué-; quizá sea esto último lo que me lleva a Domin, tan distinta en apariencia de la protagonista: «Nacida con estrella. Lo cual no significa tener fortuna ni ser mimada por la fortuna. Pues no todas las estrellas brillan claras y perpetuamente. Se oye hablar de estrellas difíciles, de las intermitentes, desapareciendo, regresando, no siempre visibles». Una marca, una vida que procede de las condiciones de época, pero que se construye en singular.

La intensidad de Domin tiene dos apoyos: como en las canciones tradicionales, uno está en la muerte y el otro en el amor, y ambos se confunden como espera. Que la muerte lo sea no necesita aclaración, pero sí el modo natural en que se asume como núcleo de identidad: «estemos como en casa, / donde sea, / y podamos sentarnos y apoyarnos / como si fuera la tumba / de nuestra propia madre»; o, detrás de la casa de Arroyo de la Miel, «un solitario cementerio, te hace señas, / cual una invitación / que algún día / quizá con gusto / se aceptara. // Y en esto conoces / que aquí, / algo más que en otros sitios / estás en casa». Por su lado, el amor no es homólogo de la muerte, sino de la vida, del espacio en que la vida se hace amparo; pero al leer a Domin no se encuentra la tormentosa, imposible historia de la vida real, no se encuentra experiencia, sino esperanza: «-Vd. dijo que la felicidad es lo que importa. ¿Me podría decir qué importa? / -Ah -respondió él en voz muy baja, tan baja que apenas se oía-, tal vez un paraíso sí. Uno siempre lo espera». Y el eco en Wolf: «Aún hoy podemos reconocernos por una palabra, en un lema. Nos guiñamos los ojos. El paraíso raramente se deja ver, es su modo de comportarse. Una vez en la vida, en el momento oportuno, hay que haber creído en algo imposible». Desde el principio se sabe que Christa T murió joven, pero la narración mantiene a pulso la tensión del futuro en una vida vacía; ese milagro de la escritura de Wolf, un apasionado saber que fue perseguido en la RDA como pesimista, es el mismo que hace Domin con la materia del sufrimiento y el fracaso, y la espera, siempre latente, de un segundo paraíso -«no es menos paraíso que el anterior. Solo que antes tenemos que atravesar la realidad»-. Quizá por eso sea ambiguo el sabor del final, cuarenta años de paz sin aparente expectativa, la torre en Heidelberg abierta al bosque, tan parecida a la de Hölderlin en sus cuarenta años de locura. Tenía Hilde Domin 97 el día que murió, había estado paseando.

 

Lecturas:

– Hilde Domin, Poemas. Edición de Hans Leopold Davi. Barcelona, El Bardo, 2002.

-, El segundo paraíso. Novela en segmentos. Traducción de Antonio Bueno Tubía y Emily Pütter. Madrid, Casus Belli, 2012.

– Antonio Pau, Hilde Domin en la poesía española. Madrid, Trotta, 2010.

– Christa Wolf, Noticias sobre Christa T. Traducción de María Nolla. Barcelona, Barral, 1972.

 

 

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